Nacidos para Correr (38 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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Luego, para incrustar esa zancada ligera, susurrante, en mi memoria muscular, Eric programó una serie de ejercicios que incluían muchas repeticiones cuesta arriba. “No se puede correr con potencia montaña arriba con una biomecánica pobre”, me explicó. “Sencillamente no funciona. Si uno intenta aterrizar con el talón teniendo la pierna recta, se cae hacia atrás sin más”.

Eric también me puso un monitor de ritmo cardíaco para que pudiera corregir el segundo error más común que cometen los corredores: el ritmo. La mayoría de nosotros presta a la velocidad tan poca atención como se la presta al estilo. “Casi todos los corredores hacen las carreras lentas demasiado rápido, y las rápidas demasiado lentas”, dice Ken Mierke. “Así que no están entrenando sus cuerpo más que para quemar azúcar, que es lo último que quiere un corredor de larga distancia. Tienes en el cuerpo grasa suficiente para correr hasta California, así que mientras más entrenes a tu cuerpo para quemar grasa en lugar de azúcar, más te durarán las reservas limitadas de azúcar”.

La manera de activar tu quemador de grasa es manteniéndote por debajo de tu umbral aeróbico —el punto en que empiezas a respirar aceleradamente— a lo largo de la carrera. Antes del nacimiento de las zapatillas acolchadas y los caminos pavimentados era mucho más fácil respetar ese límite de velocidad. Intenta correr a toda maquina en un camino cubierto de pedruscos llevando sandalias abiertas y verás cuán rápido vences la tentación de apretar el acelerador. Cuando nuestros pies no están protegidos artificialmente, estamos forzados a ajustar el ritmo y estar pendientes de la velocidad: en el momento en que corremos con descuido y aceleramos imprudentemente, el dolor que sube por las canillas nos obligará a bajar el ritmo.

Estaba tentado de seguir al pie de la letra a Caballo y cambiar las zapatillas por un par de sandalias, pero Eric me advirtió que desnudar mis pies de golpe, tras cuarenta años manteniéndolos inmóviles dentro de una zapatilla, sería pedir a gritos una fractura por estrés. Dado que la prioridad número uno era prepararme para correr cincuenta millas a campo traviesa, no tenía el tiempo necesario para fortalecer gradualmente los músculos del pie antes de ponerme a entrenar en serio. Debía empezar con un poco de protección, así que experimenté con algunos modelos de zapatillas de goma baja hasta que opté por un par que encontré en eBay: unas viejas Nike Pegasus del año 2000 fuera de stock
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, una suerte de retorno a esa sensación de suela plana de las viejas Cortez.

A la segunda semana, Eric ya estaba enviándome a hacer recorridos de dos horas, su único consejo era que me mantuviera atento a la técnica y mantuviera un ritmo relajado, suficientemente relajado para que pudiera respirar a ratos con la boca cerrada (cincuenta años atrás, Arthur Lydiard dio un consejo equivalente aunque opuesto para controlar el pulso cardíaco y el ritmo: “No corras tan rápido que no puedas mantener una conversación”). Para la cuarta semana, Eric estaba concentrándose en aumentar la velocidad base: “Mientras más rápido puedas correr cómodamente —me dijo—, menos energía necesitarás. Velocidad significa menos tiempo corriendo”. Tras casi ocho semanas siguiendo su programa, ya estaba corriendo muchas más millas a la semana —y a un ritmo mucho mayor— que nunca antes en mi vida.

Y aquí fue cuando decidí hacer trampa. Eric me había prometido que mi manera de comer se regularía sola una vez que mi millaje empezara a subir, pero yo tenía demasiadas dudas como para esperar a ver que ocurriría. Tenía un amigo ciclista que vaciaba sus botellas de agua antes de empezar una cuesta; si doce onzas lo hacían más lento, no era difícil calcular lo que treinta libras de barriga me hacían a mí. Pero si iba a hacer ajustes a mi dieta unos pocos meses antes de una carrera de cincuenta millas, debía ser cuidadoso y hacerlo al estilo tarahumara: tenía que perder peso pero ganar músculo.

Busqué a Tony Ramírez, un horticultor de la ciudad fronteriza de Laredo que lleva viajando a la zona tarahumara treinta años y que cultiva maíz de herencia tarahumara y muele su propio pinole.

—Soy un gran fan del pinole. Me encanta —me dijo Tony—. Es una proteína incompleta, pero combinada con frijoles resulta más nutritivo que una chuleta de res. Los tarahumaras normalmente lo mezclan con agua para beberlo, pero a mí me gusta seco. Sabe a popcorn desmenuzado.

—¿Sabes lo que son los fenoles? —añadió Tony—. Son plantas químicas naturales que luchan contra enfermedades. Básicamente refuerzan nuestro sistema inmunológico.

Cuando unos investigadores de la Universidad de Cornell realizaron análisis comparativos entre trigo, avena, maíz y arroz para descubrir cuál tenía mayor cantidad de fenoles, el maíz resultó ser el ganador indiscutible. Y dado que es un alimento integral bajo en grasas, el pinole puede reducir drásticamente el riesgo de diabetes y de los diferentes tipos de cáncer del sistema digestivo. De hecho, puede reducir el riesgo de todos los tipos de cáncer. Según el doctor Robert Weinberg, catedrático de investigación del cáncer en MIT y descubridor del primer gen supresor de tumores, una de cada siete muertes relacionadas con un cáncer es causada por un exceso de grasa corporal. La matemática es estricta: reduce la grasa y reducirás el riesgo de cáncer.

Así que el Milagro Tarahumara, en lo que al cáncer respecta, no es un misterio después de todo. “Cambiando de estilo de vida uno puede reducir el riesgo de cáncer entre un sesenta y setenta por ciento”, ha dicho el doctor Weinberg. El cáncer de colon, próstata y mama eran prácticamente inexistentes en Japón, explica, hasta que los japoneses empezaron a comer como los americanos; en el lapso de unas pocas décadas, los índices de mortalidad relacionados con esas tres enfermedades subieron como la espuma. Cuando la American Cancer Society comparó los casos de personas delgadas y personas con sobrepeso en 2003, los resultados fueron peores de lo esperado: los hombres y las mujeres con sobrepeso resultaron tener más probabilidades de morir de por lo menos tres tipos de cáncer.

El primer paso del método anticáncer tarahumara es, en consecuencia, realmente simple: come menos. El segundo paso es igual de simple sobre el papel, pero más difícil de llevar a la práctica: come mejor. A la vez que hacemos más ejercicios, dice el doctor Weinberg, es necesario que nuestra dieta esté basada en frutas y vegetales en lugar de carnes rojas y carbohidratos procesados. La evidencia más convincente aparece cuando observamos la lucha de las células cancerígenas por su propia supervivencia: cuando se extirpa quirúrgicamente un tumor cancerígeno, los pacientes con una “dieta occidental tradicional” tienen un 300 por ciento más de posibilidades de que les vuelva a aparecer que aquellos pacientes que comen sobre todo frutas y verduras, según un informe de 2007 de
The Journal of the American Medical Association
. ¿Por qué? Porque las células residuales que la cirugía deja detrás al parecer son estimuladas por las proteínas animales. Si retiramos esos alimentos de nuestra dieta, esos tumores probablemente nunca llegarán siquiera a aparecer. Come como un pobre, como le gusta decir al entrenador Joe Vigil, y sólo tendrás que ver al médico en un campo de golf.

—Todo lo que comen los tarahumaras es muy fácil de conseguir —me dijo Tony—. Frijoles pintos, zapallo, chiles, verduras silvestres, pinole y un montón de chía. Y el pinole no es tan difícil de conseguir como piensas.

Nativeseeds.org
vende pinole en Internet, así como semillas
heirloom
por si uno quiere cultivar su propio maíz y hacer pinole casero usando un molinillo de café. Las proteínas no son un problema. Según un estudio de 1979 de
The American Journal of Clinical Nutrition
, la dieta tradicional tarahumara excede la dosis diaria recomendada por la ONU por más de cincuenta por ciento. Y por lo que respecta al calcio necesario para los huesos, lo aporta la piedra caliza que las mujeres tarahumara utilizan para ablandar el maíz de las tortillas y el pinole.

—¿Y qué pasa con la cerveza? —pregunté—. ¿Se obtiene algún beneficio al beber como beben los tarahumaras?

—Sí y no —me dijo Tony—. El
tesgüino
tarahumara está muy poco fermentado así que tiene poco alcohol y muchos nutrientes.

Eso hace de la cerveza tarahumara un alimento rico en nutrientes —como un batido integral—, mientras que la cerveza normal no es más que agua azucarada. Podía intentar fabricar mi propia cerveza de maíz en casa, pero Tony tenía una idea mejor. “Cultiva unos geranios silvestres”, sugirió. “O compra extracto por Internet”. El
geranium niveum
es la medicina mágica tarahumara; según el
Journal of Agricultural and Food Chemistry
, es igual de efectivo que el vino tinto a la hora de neutralizar la acción de los radicales libres. En palabras de un escritor, los geranios silvestres son “anti todo: antiinflamatorios, antivirales, antibacterianos, antioxidantes”.

Hice acopio de pinoles y chía, e incluso hice un pedido de semillas de maíz tarahumara para sembrar en el jardín: cocopah, chapalote amarillo y pinole. Pero siendo realista, sabía que era solo una cuestión de tiempo para que me aburriera de las semillas y el maíz seco y empezara a comer hamburguesas a dos manos nuevamente. Por suerte, hablé antes con la doctora Ruth Heidrich. “¿Alguna vez has tomado ensalada para desayunar?”, me preguntó. La doctora Ruth ha competido —y terminado— en seis carreras Ironman y es, según la revista
Living Fit
, una de las diez mujeres más en forma de Estados Unidos. Según me dijo, se convirtió en deportista y obtuvo su doctorado en Educación de la Salud después de ser diagnosticada con cáncer de mama hace veinte años. Se ha demostrado que el ejercicio reduce el riesgo de recaída en el cáncer de mama en un cincuenta por ciento, así que con los puntos de sutura de la mastectomía todavía en el pecho, la doctora Ruth empezó a entrenar para su primer triatlón. También empezó a investigar las dietas de culturas libres de cáncer y llegó a convencerse de que necesitaba pasar de la dieta estándar americana —o SAD, como la llama ella por sus siglas en inglés— a una dieta más parecida a la de los tarahumaras.

“Tenía un revolver médico apuntándome a la cabeza —me dijo la doctora Ruth—. Estaba tan asustada que hubiera negociado con el diablo. Así que, en comparación, dejar de comer carne no era tan grave”. Tenía una regla sencilla: si provenía de una planta, se lo comía; si provenía de animales, no. La doctora Ruth tenía mucho más que perder si estaba equivocada, pero empezó a sentir cómo ganaba fuerza casi de inmediato.

Su resistencia aumentó de forma tan dramática que, en el plazo de un año, pasó de correr maratones de diez kilómetros a correr la Ironman. “Incluso mi colesterol bajó de doscientos treinta a ciento sesenta en veintiún días”, añade. Según el régimen alimenticio tarahumara, el almuerzo y la cena están compuestos de frutas, frijoles, batata, cereales integrales y verduras; para el desayuno lo usual es comer ensalada.

“Si lo primero que ingieres por la mañana son hojas verdes, perderás un montón de peso”, me recomendó con insistencia. Dado que una ensalada gigante está repleta de carbohidratos ricos en nutrientes y tiene pocas grasas, podía comer bastante y no sentirme hambriento —ni mareado— cuando llegaba la hora de entrenar. Además, las hojas verdes están llenas de agua así que son ideales para rehidratarse tras una noche de sueño. ¿Y qué mejor forma de tomar tus cinco dosis diarias de verdura que comiéndotelas de una sola sentada?

Así que hice la prueba a la mañana siguiente. Me paseé por la cocina con una ensaladera en la mano, eché dentro la mitad de la manzana que había dejado mi hija, unos frijoles rojos de dudosa antigüedad, un puñado de espinaca cruda, una tonelada de brócoli que corté en bastoncitos con la ilusión de que pareciera una ensalada de col. La doctora Ruth suele mejorar sus ensaladas con un toque de melaza residual, pero supuse que yo no necesitaba el azúcar y grasa extras, así que subí el listón y le eché a mi ensalada unas semillas de amapola gourmet. Dos bocados después ya era un converso. Una ensalada en el desayuno, estaba descubriendo para mi felicidad, podía ser también un sistema de presentación de aderezos dulces, como ocurre con los panqueques y el sirope. Es además mucho más refrescante que unos wafles congelados y, sobre todo, me permite atiborrarme hasta que se me sale por los ojos y, acto seguido, salir disparado a entrenar una hora después.

“Los tarahumaras no son grandes corredores —me escribió Eric cuando empezaba mi segundo mes de entrenamiento con él—. Son grandes atletas, y ahí hay una gran diferencia”. Los corredores son como obreros de una línea de montaje: llegan a ser buenos haciendo una cosa —moverse hacia delante a una velocidad constante— y repiten ese movimiento hasta que la maquinaria se avería por exceso de uso. Los atletas son como Tarzán. Tarzán nada y lucha y salta y se columpia en lianas. Es fuerte y explosivo. Uno nunca sabe qué es lo que hará Tarzán a continuación, y esa es la razón por la que nunca se lesiona.

“El cuerpo necesita ser sorprendido para desarrollar su capacidad de recuperación”, me explicó Eric. Siguiendo la misma rutina diaria, el sistema musculoesquelético descubre rápidamente la manera de adaptarse y empieza a ir en piloto automático. Pero si se lo sorprende con nuevos desafíos —saltando por encima de un arroyo, arrastrándose en plan comando por debajo de un tronco, corriendo hasta que los pulmones están a punto de estallar— decenas de terminaciones nerviosas y músculos auxiliares se ven activados de pronto.

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