Nacidos para Correr (42 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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Lieberman empezó calculando temperaturas, velocidad y masa corporal. En poco tiempo, tenía delante la solución al misterio del Hombre Corredor. Para hacer correr un antílope hasta la muerte, determinó, todo lo que había que hacer era hacerlo salir al galope en un día caluroso. “Si uno se mantiene lo suficientemente cerca para que el animal lo vea, continuará galopando. Luego de unos diez o quince kilómetros corriendo, sufrirá de hipertermia y caerá rendido”. Traducción: si puedes correr seis millas en un día de verano, entonces, amigo mío, eres un arma letal en el reino animal. Nosotros podemos despedir calor mientras corremos, pero los animales no pueden aguantar el jadeo mientras galopan.

“Somos capaces de correr en condiciones que ningún otro animal puede soportar”, descubrió Lieberman. “Y ni siquiera es difícil. Si un catedrático de mediana edad puede agotar a un perro en un día caluroso, imagina lo que una manada de entusiastas cazadores pueden hacerle a un antílope sobrecalentado”.

Es fácil imaginar el desprecio en la cara de esos Amos del Universo, los neandertales, cuando veían a estos nuevos Hombres Corredores resoplando detrás de esos pequeños Bambis saltarines, o corriendo todo el día bajo el sol hirviendo para regresar con tan solo un brazado de boniatos. Los Hombres Corredores podían obtener un montón de carne corriendo, pero no podían correr con la barriga repleta de carne, así que obtenían la mayoría de sus carbohidratos de raíces y frutas, dejando las chuletas de antílope para ocasiones especiales para atiborrarse de calorías. Todos hurgaban en la tierra juntos —Hombre Corredor, Mujer Corredora, Niños Corredores y Abuelos— pero a pesar de toda esa actividad grupal, tenían más posibilidades de alimentarse de larvas que de animales de caza.
Bah
. Los neandertales ni siquiera tocarían insectos y comida del suelo; ellos comían carne y solo carne, ni siquiera esos pequeños antílopes cartilaginosos. Los neandertales apuntaban por todo lo alto: osos, bisontes y alces de carne marmolada por la grasa jugosa, y rinocerontes con hígados ricos en hierro, mamuts con cerebros aceitosos y jugosos y huesos chorreantes de tuétano para chupar a gusto. Si intentabas perseguir a monstruos así, terminarían ellos persiguiéndote. Por el contrario, había que ser más astuto y darse más maña. Los neandertales los atraían hacia una emboscada, para atacarlos en movimiento de tenaza, lanzando una tormenta de lanzas de madera de ocho pies desde todos los costados. Este tipo de caza no estaba hecha para los mansos; se sabe que los neandertales sufrían el tipo de heridas con que uno se encuentra en un circuito de rodeo, traumatismo de cuello y cabeza después de ser lanzado por una bestia encabritada, pero podían confiar en su pandilla de hermanos para que curasen sus heridas y enterraran sus cadáveres. A diferencia de nuestros verdaderos ancestros, esos apresurados Hombres Corredores, los neandertales eran los poderosos cazadores que nos gusta imaginar que alguna vez fuimos; se mantenían hombro con hombro en la batalla, un frente unido de cerebros y valentía, astutos guerreros armados de músculos pero lo suficientemente refinados para cocinar a fuego lento la carne hasta dejarla tierna en hornos de tierra y mantener a sus mujeres e hijos a salvo del peligro.

Los neandertales dominaron el mundo… hasta que empezó a mejorar el tiempo allá fuera. Hace unos cuarenta y cinco mil años, el Largo Invierno terminó y llegó un frente cálido. Los bosques se achicaron, dejando tras de sí praderas resecas que se extendían hasta el horizonte. El nuevo clima era estupendo para los Hombres Corredores; las manadas de antílopes se dispararon y el banquete de raíces gruesas brotaba por toda la sabana.

Los neandertales lo tenían más difícil: sus lanzas largas y emboscadas en los cañones eran inútiles contra las manadas de criaturas de la pradera, y los ejemplares de caza mayor optaron por retirarse a las profundidades de los bosques menguantes. Bueno, ¿y por qué no adoptaron la estrategia de caza de los Hombres Corredores? Eran listos y suficientemente fuertes, pero ese era justo el problema: eran
demasiado
fuertes. Una vez que las temperaturas alcanzaron los 90 grados Fahrenheit, unas pocas libras de peso extra suponían una gran diferencia. Tanta que, para poder mantener un equilibrio térmico, un corredor de 160 libras perdería casi tres minutos por
milla
en una maratón con respecto a un corredor de cien libras. En una persecución de dos horas tras un ciervo, los Hombres Corredores dejarían atrás a los neandertales por más de diez millas.

Sofocados por sus músculos, los neandertales siguieron a los mastodontes hacia los bosques agonizantes, y hacia el olvido. El nuevo mundo estaba hecho para corredores, y correr, sencillamente, no era lo suyo.

En privado, David Carrier sabía que la teoría del Hombre Corredor tenía un error fatal. El secreto lo carcomió hasta el punto de casi convertirlo en un asesino. “Sí, fue una especie de obsesión”, admitió cuando lo conocí en su laboratorio de la Universidad de Utah, veinticinco años y tres títulos académicos después de sus momento de inspiración en la mesa de disección en 1982. Ahora era el doctor David Carrier, catedrático de biología, con un bigote castaño en el que despuntaban canas, y anteojos redondos sin montura sobre sus intensos ojos marrones. “Estaba muriendo por agarrar algo con mis dos manos y poder decir ‘¡Lo ves! ¿Satisfecho ya?’ ”.

El problema era este: perseguir animales hasta la muerte es la versión evolutiva del crimen perfecto. La caza por persistencia (como es conocida entre los antropólogos) no deja ninguna pista forense detrás —ni puntas de flechas, ni espinas dorsales de ciervo quebradas por lanzas—, así que ¿cómo se sostiene la hipótesis de que un asesinato ha tenido lugar cuando no se cuenta con un cadáver, un arma ni testigos? A pesar de lo brillante que era el doctor Bramble en fisiología y de la experiencia en fósiles del doctor Lieberman, no había forma de que pudieran probar que nuestras piernas habían sido alguna vez armas letales si no podían demostrar que
alguien
, en algún sitio, había realmente hecho correr a un animal hasta la muerte. Podíamos soltar la teoría que gustásemos sobre el rendimiento humano (“¡Podemos detener nuestro ritmo cardíaco! ¡Podemos doblar cucharas con la mente!”) pero al final, era imposible realizar el salto de una idea interesante a un hecho empírico sin la evidencia de por medio.

“Lo frustrante era que estábamos encontrando historias por todas partes”, me dijo David Carrier. Si lanzamos un dardo sobre un mapa, son muchas las probabilidades de acertar de lleno al escenario de un relato de caza por persistencia. Las tribus Goshutes y Papago en el Oeste americano narraban historias al respecto; al igual que los bosquimanos en Botsuana, los aborígenes en Australia, los guerreros Masai en Kenia, los indios seri y tarahumara en México. El problema era que esas leyendas eran testimonios de cuarta o quinta mano en el mejor de los casos; existía tanta evidencia que las respaldara como la que había para demostrar que David Crockett mató un oso cuando tenía tres años de edad.

“No podíamos encontrar a nadie que cazara por persistencia”, me dijo David. “No podíamos encontrar a nadie que hubiera
visto
a alguien cazar así”. No era de extrañar que la comunidad científica se mantuviera escéptica. Si la teoría del Hombre Corredor era correcta, entonces por lo menos una sola persona en este planeta de seis mil millones tenía todavía que ser capaz de dar caza a su presa a pie. Podíamos haber perdido la costumbre y la necesidad, pero debíamos todavía tener la capacidad de hacerlo: nuestro ADN no ha cambiado en siglos y es idéntico en un 99,9 por ciento alrededor del globo, lo que significa que todos traemos las mismas partes de serie como cualquier ancestro cazador-recolector. Así que, ¿cómo era posible que ninguno de nosotros fuera capaz de atrapar a un apestoso ciervo?

“Esa fue la razón que me llevó a hacerlo yo mismo”, me dijo David. “Cuando era estudiante corría en la montañas y me divertía mucho haciéndolo. Así que cuando tocó ver qué diferenciaba a los seres humanos cuando corren, pensé que a mí me era más fácil ver cómo correr podía afectarnos como especie. La idea no me resultaba tan extraña como podía resultarle a alguien que nunca ha salido de su laboratorio”.

Así como tampoco le resultó extraño decidir que, si no podía encontrar un hombre de las cuevas, tendría que convertirse en uno él mismo. En el verano de 1984, David convenció a su hermano Scott, escritor
freelance
y reportero de la National Public Radio (NPR), de que lo acompañara a Wyoming y lo ayudara a cazar un antílope salvaje. Scott no era precisamente lo que podríamos llamar un corredor, pero David estaba en muy buena forma y extremadamente motivado por la promesa de la inmortalidad científica. Entre él y su hermano, pensó David, sería cuestión de solo dos horas hasta que ochocientas libras de prueba se derrumbaran a sus pies.

“Dejamos atrás la interestatal y nos adentramos unas pocas millas por un camino de tierra, para encontrarnos con un enorme y abierto desierto de artemisa, seco como un hueso, rodeado de montañas por todas partes. Había antílopes por doquier”. Así es como Scott pintaría la escena después para los oyentes del programa de la NPR
This American Life
. “Detuvimos el coche y empezamos a correr detrás de tres animales: un macho y dos hembras. Corrían muy rápido, pero solo distancias cortas, luego se detenían y nos miraban hasta que los alcanzábamos. Y salían corriendo de nuevo. A veces corrían un cuarto de milla, a veces media”.

¡Perfecto! Todo ocurría exactamente como David había previsto. Los antílopes no tenían tiempo suficiente para refrescarse antes de que David y Scott empezaran a corretearlos de nuevo. Unas pocas millas más, pensaba David, y podrán volver a Salt Lake con el maletero lleno de carne de venado y un gran video que tirar sobre el escritorio del doctor Bramble. Su hermano, por otra parte, tenía la sensación de que algo muy distinto estaba ocurriendo.

“Los tres antílopes me miraban como si supieran exactamente lo que nos proponíamos, y no se les veía preocupados ni un poco”, continuaba Scott. No tardó mucho en descubrir por qué lucían tan calmados mientras se enfrentaban a lo que parecía ser una muerte inminente. En lugar de caer extenuados, los antílopes jugaban al trile: cuando se cansaban, daban la vuelta y se escondían en la manada, impidiendo que David y Scott distinguieran entre los que estaban cansados y los que permanecían frescos. “Se mezclaban y discurrían y cambiaban posiciones”, cuenta Scott. “No había individualidades, este grupo se movía por el desierto como un charco de mercurio sobre una mesa de cristal”.

Durante dos días más, los dos hermanos persiguieron bolas de mercurio a través de las llanuras de Wyoming, sin descubrir nunca que se encontraban en medio de un colosal error. El fracaso de David era una prueba involuntaria de su propia teoría: la forma de correr de los humanos es distinta a todas las demás. No se puede cazar otra clase de animal copiando su estilo, y sobre todo con esa cruda aproximación al estilo animal que caracteriza a nuestros deportes. David y Scott estaban confiando en su instinto, fortaleza y resistencia, sin caer en cuenta de que la carrera de distancia humana, en su máxima expresión evolutiva, es mucho más que eso; es una mezcla de estrategia y habilidad perfeccionada a lo largo de millones de años de decisiones al límite, de vida o muerte. Y como cualquier otro arte humano, la carrera de distancia humana exigía una conexión cuerpo-mente imposible para cualquier otra criatura.

Pero es un arte olvidado, como descubriría Scott Carrier a lo largo de la siguiente década. Algo extraño ocurrió en las llanuras de Wyoming: la promesa de ese arte perdido se metió dentro de Scott y no lo dejaría escapar. Pese a la decepción que supuso esa expedición, Scott pasaría años investigando la caza por persistencia en aras de su hermano. Incluso creó una organización sin ánimo de lucro dedicada a encontrar al Último de los Cazadores de Larga Distancia, y reclutó al ultramaratonista de élite Creighton King —otrora poseedor del récord de la Double Grand Canyon hasta que aparecieron los hermanos Skaggs— para que se uniera a una expedición al Golfo de California, donde había oído que existía una pequeña tribu de indios seri que habían conservado el vínculo con nuestro pasado de corredores de distancia.

Scott encontró a la tribu, aunque los encontró demasiado tarde. Dos ancianos habían aprendido de sus padres a correr a la vieja usanza, pero llevaban medio siglo sin practicar y eran demasiado viejos para realizar una demostración.

Ese fue el final del camino. Para el año 2004, la búsqueda de esa persona entre seis mil millones llevaba ya veinte años y no había conducido a ninguna parte. Así que Scott Carrier se dio por vencido. David Carrier lo había hecho antes y se encontraba ahora estudiando las estructuras de combate físico en los primates. El Último de los Cazadores de Larga Distancia era un caso irresuelto.

Naturalmente, aquí es cuando suena el teléfono.

“Y así, de la nada, me veo hablando con este desconocido”, empieza el doctor Bramble. El tipo tenía el aspecto de un viejo vaquero, con el cabello gris enmarañado y una almidonada camisa de jean. Todo su estilo se ajustaba a la perfección a las calaveras de animales que colgaban de las paredes de su laboratorio y su fascinante relato con aires de cuento alrededor de una fogata. Para 2004, cuenta el doctor Bramble, el equipo Utah-Harvard había identificado veintiséis marcas en el cuerpo humano relacionadas con la capacidad de correr distancias largas. Perdidas casi todas las esperanzas de encontrar al Último Cazador, decidieron publicar sus hallazgos de todas formas. La revista
Nature
los publicó en portada y, aparentemente, un ejemplar llegó hasta un pueblo costero de Sudáfrica, porque de ahí es de donde provenía la llamada telefónica.

—No es difícil hacer correr a un antílope hasta la muerte —dijo el desconocido—. Yo puedo enseñarle cómo se hace.

—Perdón, ¿quién es usted?

—Louis Liebenberg. De Noordhoek.

Bramble conocía todos los nombres importantes en el campo de la teoría del correr, lo que no era difícil dado que podían caber en una mesa de cafetería. Nunca había oído de un tal Louis Liebenberg de Noordhoek.

—¿Es usted un cazador? —preguntó Bramble.

—¿Yo? No.

—Oh… ¿un antropólogo?

—No.

—¿A qué campo se dedica?

—Matemáticas. Matemáticas y física.

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