Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Desde lo alto de la colina, podía ver el centellear de las luces verdes y rojas que colgaban del camino hacia Urique. El sol se había puesto, lo que me había dejado corriendo a través del crepúsculo gris plata de las barrancas, un brillo como de luna que se posaba, invariable, haciendo que todo excepto uno mismo pareciera detenido en el tiempo. Y entonces, de entre esas sombras blanquecinas, emergió el vagabundo solitario de las Sierras Altas.
—¿Un poco de compañía? —dijo Caballo.
—Me encantaría.
Juntos, traqueteamos sobre el puente colgante, mientras la brisa fría del río me hacía sentir extrañamente ligero. Cuando alcanzamos el último tramo hacia Urique, las trompetas empezaron a sonar. Hombro con hombro, paso a paso, Caballo y yo entramos corriendo al pueblo.
No sé si llegué a cruzar la línea de meta. Todo lo que alcancé a ver fue la imagen borrosa de las coletas de Jenn, que salió corriendo de entre la multitud y se lanzó sobre mí. Eric me agarró antes de que me golpeara contra el suelo y me puso una botella de agua fría en la nuca. Arnulfo y Scott, que tenían los ojos inyectados, me alcanzaron una cerveza.
—Has estado increíble —dijo Scott.
—Sí —dije—. Increíblemente lento.
Había tardado más de doce horas, lo que significaba que Arnulfo y Scott podrían haber hecho el recorrido una vez más y aun así me habrían ganado.
—A eso me refiero —insistió Scott—. Yo he estado ahí, amigo. He estado ahí
muchas veces
. Y hacen falta más agallas que cuando vas rápido.
Me acerqué cojeando hasta Caballo, que estaba repantigado debajo de un árbol, mientras la fiesta rugía a su alrededor. En breve, se pondría en pie y daría un maravilloso discurso en su excéntrico español. Llamaría a Bob Francis, que llegaría justo a tiempo para obsequiar a Scott un cinturón ceremonial tarahumara y a Arnulfo una cuchilla de mano distinta a la que yo le había regalado. Caballo repartiría los premios en metálico y se emocionaría al ver cómo los Niños Juerguistas, que casi no tenían dinero para pagar el viaje en autobús de vuelta a El Paso, entregaban su premio sin pensárselo dos veces a los corredores tarahumaras que habían llegado después de ellos. Caballo estallaría en carcajadas al ver a Herbolisto y Luis bailar el robot.
Pero todo eso sería más tarde. Ahora mismo, Caballo estaba satisfecho con poder sentarse solo bajo un árbol, sonriendo y bebiendo una cerveza, viendo como su sueño se hacía realidad delante de sus ojos.
Esa cabeza suya ha estado ocupada largo tiempo con los problemas inextricables de la sociedad contemporánea, y tanto su buen corazón como su energía sin límite continúan la batalla. Sus esfuerzos no han sido en vano, pero probablemente no vivirá para verlos rendir frutos.
—
Theo Van Gogh
, 1889
—TIENES QUE OÍR ESTO —dijo Ted Descalzo, agarrándome del brazo.
Demonios. Me había pescado justo cuando estaba intentando escabullirme de la fiesta callejera para arrastrarme hasta el hotel y caer rendido. Ya había oído entera la crónica post-carrera de Ted Descalzo, incluidas sus notas al pie sobre los valores nutritivos y el efecto blanqueador de la orina humana, y no podía imaginar nada más urgente que conseguir un sueño profundo en una cama mullida. Pero no se trataba de Ted Descalzo y sus historias esta vez. Se trataba de Caballo. Ted me llevó hasta el jardín trasero de Mamá Tita, donde Caballo tenía embelesados a Scott, Billy y algunos más.
—¿Alguna vez se han despertado en una sala de urgencias —decía Caballo— y se han preguntado si en realidad querían despertarse después de todo?
Tras eso, se lanzó a contar la historia que yo venía esperando desde hacía dos años. No tardé mucho en comprender por qué había elegido ese momento. A la mañana siguiente, todos nos separaríamos y emprenderíamos el camino de vuelta a casa. Caballo no quería que olvidáramos lo que habíamos compartido, así que por primera vez estaba revelando quién era en realidad.
Había nacido con el nombre de Michael Randall Hickman, hijo de un sargento de artillería del Cuerpo de Marines, cuyos destinos hacían que su familia se moviera arriba y abajo por la Costa Oeste. Dado que era un delgaducho solitario que constantemente tenía que defenderse en cada nuevo colegio al que llegaba, la prioridad del joven Mike pasaba por encontrar el centro más cercano de la Police Athletic League (Liga atlética de la policía) en cada ciudad y apuntarse a clases de boxeo.
Los chicos más fuertes sonreían y chocaban sus guantes cuando veían a ese nerd de cabello largo y sedoso caminar desgarbado hacia el cuadrilátero, pero dejaban de sonreír en el momento en que ese largo brazo izquierdo empezaba a golpearles la cara. Mike Hickman era un muchacho sensible que odiaba hacer daño a la gente, pero eso no evitó que llegara a ser muy bueno en ello. “A los que más me gustaba pegar era a los más grandes y musculosos, porque no dejaban de meterse conmigo”, recordó. “Pero la primera vez que noqueé a un chico, lloré. Y pasó un buen tiempo antes de que lo volviera a hacer”.
Acabada la secundaria, Mike se marchó a la Universidad Humboldt State para estudiar Historia de las Religiones Orientales e Historia de los Indios Nativos Americanos. A fin de poder pagar la matrícula, empezó a participar en peleas clandestinas bajo el nombre de El Cowboy Gitano. Dado que no tenía miedo a la hora de entrar en gimnasios en los que casi ningún cara pálida había puesto pie antes, mucho menos un cara pálida vegetariano que no paraba de hablar de armonía universal y jugo de germen de trigo, el Cowboy rápidamente consiguió toda la acción que buscaba. Los promotores mexicanos de poca monta adoraban llevárselo a un lado y susurrarle tratos al oído.
—Oye, compay —decían—. Vamos a hacer correr el chisme de que eres un
amateur
de primera llegado del Este. Les va a encantar a los gringos, compadre. Todos los gabachos presentes van a apostar a su madre a que ganas tú.
El Cowboy Gitano se encogía de hombros.
—Por mí está bien.
—Solo tienes que bailar en el ring para que no te destrocen hasta el cuarto asalto —le advertían.
O el tercero, o el séptimo, cualquiera que fuera el asalto que habían acordado previamente. El Cowboy era capaz de mantenerse en pie ante gigantescos pesos pesados negros, esquivando los golpes y abrazándose a ellos, hasta que llegaba el momento de golpear la lona, pero cuando se enfrentaba a los pesos medios latinos tenía que luchar por su vida. “Amigo, algunas veces tenían que sacar volando mi trasero sangrante de ahí”, nos contaría. Pero siguió peleando incluso después de acabar la escuela.
—Recorría el país peleando. Cayendo a la lona, ganando algunos combates, perdiendo pero en realidad ganando otros, básicamente montando buenos espectáculos y aprendiendo cómo pelear sin salir herido.
Tras unos años abriéndose paso en el mundo de las peleas clandestinas, el Cowboy reunió sus ganancias y voló a Maui. Ahí, le dio la espalda a los resorts y se dirigió hacia el Este, hacia el lado húmedo y oscuro de la isla, hacia los santuarios ocultos de Hana. Estaba buscando un sentido a su vida. Pero en su lugar encontró a Smitty, un ermitaño que vivía en una cueva escondida. Smitty ubicó a Mike en una cueva para él solo y luego lo guió hacia los lugares sagrados de Maui.
—Smitty fue el primero que hizo que me interesara por correr —nos dijo Caballo.
Algunas veces salían en plena noche para correr las veinte millas del camino de Kaupo hasta la Casa del Sol, situada a diez mil pies, en la cima del monte Haleakala. Se sentaban en silencio a contemplar los primeros rayos de la mañana que iluminaban el Pacífico, luego bajaban corriendo, alimentándose únicamente con las papayas silvestres que hacían caer de los árboles. Poco a poco, el buscapleitos de callejón conocido como Mike Hickman desapareció. En su lugar, apareció Micah True, cuyo nombre estaba inspirado en “el espíritu valiente e intrépido” del profeta del Antiguo Testamento, Micah, y en la lealtad de un viejo chucho llamado True Dog. “No siempre consigo estar a la altura del ejemplo de True Dog —diría Caballo—. Pero vale la pena intentarlo”.
Durante una de sus carreras en busca de sentido, el renacido Micah True conoció a una bella joven de Seattle que se encontraba por ahí de vacaciones. No podían ser más diferentes el uno del otro —Melinda era una estudiante de psicología, hija de un adinerado banquero de inversión, mientras que Micah era, literalmente, un hombre de las cavernas—, pero se enamoraron. Luego de un año en la selva, Micah decidió que era hora de volver al mundo.
¡Pum!
El Cowboy Gitano noqueó a su tercer oponente…
… y al cuarto…
… y al quinto…
Con Melinda en su esquina y la fuerza del bosque tropical en sus piernas, Micah era prácticamente intocable; podía bailar y deslizarse hasta que el otro luchador sentía que los brazos se le habían convertido en cemento. Una vez que bajaba los puños, Micah entraba como una flecha y lo golpeaba hasta tumbarlo en la lona. “Me inspiraba el amor”, nos dijo Micah. Él y Melinda se establecieron en Boulder, Colorado, y así podía correr por las montañas y conseguir peleas en las arenas de Denver.
“No había duda de que no parecía un luchador”, me diría después Don Tobin, por entonces campeón de peso ligero de
kickboxing
de las montañas Rocosas. “Llevaba el pelo muy largo y un par de viejos guantes que parecían haber pertenecido a Rocky Graziano”. Don Tobin entabló amistad con Cowboy, se convirtió en su
sparring
ocasional, y todavía hoy sigue maravillado por su ética de trabajo. “Entrenaba por su cuenta de una manera increíble. El día de su cumpleaños número treinta, salió y corrió treinta millas.
¡Treinta millas!”
. Había pocos maratonistas americanos haciendo esos números.
Cuando consiguió una marca de imbatibilidad de 12-0, la reputación del Cowboy era suficientemente imponente como para hacerlo aterrizar en la portada del semanario de Denver,
Westword
. Debajo del titular “Ciudad del puño”, había una foto a toda página de Micah, con el pecho descubierto y sudoroso, con los puños en alto y el cabello revuelto, con el mismo brillo en los ojos que yo vería veinte años después cuando lo sorprendí en Creel. “Pelearé con cualquiera, si la cantidad de dinero es suficiente”, se citaba al Cowboy diciendo.
¿Cualquiera, eh?
El artículo llegó a las manos de una promotora de
kickboxing
de ESPN, que rápidamente localizó al Cowboy y le hizo una oferta. A pesar de que Micah era boxeador, no luchador de
kickboxing
, la promotora quería subirlo al ring en un combate televisado a nivel nacional contra Larry Shepherd, número cuatro de los pesos ligero-completos del país. A Micah le encantó la idea de toda esa publicidad y el dinero que le ofrecían, pero algo olía mal. Hacía tan solo unos meses, no era más que un
hippie
sin hogar meditando en la cima de una montaña; ahora estaban enfrentándolo a un experto en artes marciales que podía quebrar ladrillos con la cabeza.
—No era más que una gran broma para ellos, amigo —dijo Micah—. Yo no era más que este
hippie
pelilargo que querían lanzar al ring para reírse un poco.
Lo que ocurrió a continuación resume la vida entera de Caballo: de entre todas las decisiones que había tenido que tomar, las más fáciles siempre habían sido aquellas en las que había tenido que elegir entre la prudencia y el orgullo. Cuando sonó la campana en
Superfight Night
de ESPN, el Cowboy Gitano dejó de lado su astuta estrategia habitual de esquivar y bailar. Por el contrario, atravesó a toda velocidad el ring con suficiencia y destrozó a Shepherd con una lluvia de izquierdazos y derechazos. “Él no sabía qué estaba haciendo yo, así que se cubrió en una esquina para analizar la situación”, recordaría Micah. Micah levantó el brazo derecho para soltar un directo, pero se le ocurrió algo mejor.
—Lo pateé en la cara con tanta fuerza, que me rompí el dedo gordo del pie —dijo Micah—. Y a él le rompí la nariz.
Ringringring
El juez alzó el brazo de Micah, mientras un médico revisaba los ojos de Shepherd para asegurarse de que no se le habían desprendido las retinas. Otro
knockout
para el Cowboy Gitano. No podía esperar para volver a casa y celebrar con Melinda. Pero Melinda, descubriría en breve, estaba a punto de perpetrar su propio
knockout
. Ya antes de que esa conversación terminara —antes de que Melinda terminara de contarle acerca de su aventura y sus planes de abandonarlo por otro hombre y mudarse de vuelta a Seattle— el cerebro de Micah estaba hirviendo de preguntas. Preguntas que él mismo debía responder, no ella.