Nada que temer (28 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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No, todo esto es un poco extremado. Sé que han desenterrado del permafrost los cortes de carnicero de un mamut lanudo y que proyectan recrear en un laboratorio a uno de esos mastodontes con colmillos. Pero los novelistas solicitantes estarían bastante abajo en la lista (quizá en el futuro los escritores pidan que la resurrección sea una cláusula del contrato, como imponer que sus libros se impriman en papel sin ácido). Mejor es atenerse a la disyuntiva del Estado francés: o estás vivo o estás muerto, y no hay nada en medio. Mejor que sea un
adieu
definitivo que un
au revoir
con una posibilidad sobre un billón de que ocurra, y decir, con Daudet: «Adiós, mujer..., familia, amores de mi corazón.» Y añadir: «Adiós a mí, a mi preciado yo, ahora tan brumoso, tan indefinido.» Es más sensato, ¿no creen?

La sabiduría consiste en parte en no fingir más, en desechar el artificio. Rossini escribió su
Petite Messe solennelle
al cabo de un retiro de treinta y ocho años. Llamó a sus obras tardías «los pecados de mi vejez», y a la misa «el último de estos pecados». Al final del manuscrito escribió una dedicatoria en francés: «Querido Dios, bueno, aquí está, por fin terminada, mi pequeña misa solemne. ¿He escrito de verdad música sacra, o es sólo otra de mis malditas cantinelas? Nací para la ópera bufa, como bien sabes. No exige mucha habilidad, sólo un poco de sentimiento, a eso se reduce todo. Así que bendito sea Dios y por favor concédeme el paraíso. G. Rossini, Passy, 1863.»

Esta inscripción es de un optimismo pueril. Y hay algo infinitamente conmovedor cuando un artista, en la vejez, adopta la simplicidad. Está diciendo: el alarde y el virtuosismo son gracias de jóvenes, y sí, lucirse forma parte de la ambición; pero ahora que somos viejos tengamos el sosiego de hablar sencillamente. Para el religioso, podría significar hacerse niño de nuevo para entrar en el cielo; para el artista significa ser lo bastante sabio y lo bastante sereno para no ocultarse. ¿Necesitas todos esos excesos en la partitura, todas esas marcas en el lienzo, todos esos adjetivos exuberantes? No es sólo humildad ante la eternidad; es también que se tarda una vida en ver y en decir cosas simples.

«Lo bastante sabios.» A veces mis coetáneos dicen, con desconcierto: «Lo curioso es que no me siento más viejo.» Yo sí, desde luego, y si me asaltan dudas tengo a mi disposición el crudo cálculo de cruzarme, pongamos, con un chaval de doce años plantado en la puerta del colegio con un precoz cigarrillo en la mano. Reflexiono que yo, a mis sesenta años en 2006, estoy más cerca en edad del más viejo superviviente de la Primera Guerra Mundial que de este crío. ¿Me siento más sabio? Sí, un poco; desde luego, menos insensato (y quizá lo bastante juicioso para lamentar la pérdida de alguna insensatez). ¿Tan sabio como para ser simple? No del todo, oh, Señor.

La sabiduría es la virtuosa recompensa de quienes examinan pacientemente el funcionamiento del corazón y el cerebro humanos, procesan la experiencia y adquieren de este modo una comprensión de la vida: ¿no es así? Pues Sherwin Nuland, sabio tanatólogo, tiene algo que decir a este respecto. ¿Prefieres la buena noticia antes o después de la mala? Un táctico juicioso siempre prefiere la buena antes: podrías morirte antes de oír la mala. La buena es que, en efecto, a veces nos volvemos más sabios cuando envejecemos. Y he aquí la mala noticia (más larga). Todos sabemos demasiado bien que nuestro cerebro se desgasta. Por muy frenéticamente que sus partes componentes se renueven, las células del cerebro (como los músculos del corazón) tienen una fecha de caducidad limitada. Por cada decenio de vida después de los cincuenta años, el cerebro pierde el dos por ciento de su peso; también adquiere una tonalidad amarillo—cremosa: «incluso la senilidad tiene un código de color». El área motora de nuestra corteza frontal perderá del veinte al cincuenta por ciento de sus neuronas, el área visual el cincuenta por ciento y la parte física sensorial más o menos el mismo porcentaje. No, esto no es lo malo. Lo malo viene incluido en una parte relativamente buena: la de que las funciones intelectuales superiores del cerebro se ven mucho menos afectadas por esta morbosidad celular generalizada. En efecto, «algunas neuronas corticales» parecen hacerse más abundantes después de la madurez, y hay incluso evidencia de que los ramales filamentosos —las dendritas— de muchas neuronas siguen creciendo en los viejos que no sufren Alzheimer (si tú padeces Alzheimer, olvídalo). Partiendo de este hecho, «los neurofisiólogos puede que hayan descubierto la fuente de cuanta sabiduría nos gusta pensar que acumulamos a medida que envejecemos». Pondere ese «nos gusta pensar que acumulamos» y entristézcase. Un amigo que de vez en cuando me pide consejo me apoda «El centro asesor», un mote que, aunque deja un margen para la ironía, me proporciona un placer absurdo. Pero resulta que tengo esa tupida vegetación de ramales filamentosos: no puedo remediarlo.

Sabiduría, filosofía, serenidad: ¿cómo se acumularán contra el terror mortal, once en una escala de uno a diez? Pongo de ejemplo a Goethe, uno de los hombres más sabios de su tiempo, que llegó a octogenario con sus facultades intactas, una salud excelente y una fama universal. Siempre había sido imponentemente escéptico sobre el concepto de supervivencia después de la muerte. Pensaba que preocuparse por la inmortalidad era una inquietud de mentes ociosas, y consideraba excesivamente autosuficientes a quienes creían en ella. Su postura práctica y divertida era que, si después de esta vida descubría que existía otra, estaría complacido, desde luego; pero confiaba ardientemente en no encontrarse con todos aquellos pelmazos que se habían pasado la vida terrenal proclamando su creencia en la inmortalidad. Oírles cacarear «¡Teníamos razón! ¡Teníamos razón!» sería aún más inaguantable en la vida posterior que en ésta.

¿Cabría una posición más cuerda y sabia? Y así Goethe continuó trabajando hasta una edad muy provecta, y terminó la segunda parte de Fausto en el verano de 1831. Nueve meses después cayó enfermo y quedó postrado en cama. Tuvo un último día de dolor extremo, aunque después de haber perdido el habla siguió trazando letras en la manta sobre sus rodillas (sin abandonar el esmero habitual con que puntuaba su escritura: un maravilloso ejemplo de morir fiel a sí mismo). Sus leales amigos afirmaron que había muerto noble y hasta cristianamente. La verdad, revelada por el diario de su médico, fue que Goethe fue «presa de un miedo y una agitación terribles». La cauvi del «horror» de aquel último día era evidente para el médico: Goethe, el sabio Goethe, el hombre que veía la perspectiva de todo, no pudo evitar el temor que nos vaticina Sherwin Nuland.

Turguéniev recurría a aquel pequeño gesto de la mano para que el tema intolerable se desvaneciera en la bruma eslava. Actualmente disponemos de un gesto y una bruma farmacéuticas. Cuando mi madre sufrió el ataque inicial, los médicos, como una cuestión de rutina —y sin mencionárselo a la familia— la atiborraron de antidepresivos. Así pues, aunque estaba furiosa y profundamente frustrada, y en ocasiones totalmente «majara», probablemente no estaba deprimida. Mi padre, que la precedió en esta senda, me pareció a menudo deprimido, y se sentaba con la cabeza entre las manos. Lo tomé por una reacción natural y lógica, teniendo en cuenta: a) lo que había pasado; b) su temperamento, y c) que estaba casado con mi madre. Quizá la medicina desarrolle un procedimiento que nos permita gobernar la parte del cerebro que reflexiona sobre su propia muerte. Al igual que el goteo de morfina del paciente operado, con un chasquido del pulgar podríamos controlar nuestro estado de ánimo y nuestros sentimientos ante la muerte. Rechazo clic cólera clic clic negociaciones: ah, esto es mejor. Y quizá podamos superar la fase de la mera aceptación («Oh, ahora estoy en mi lecho de muerte..., ahora estoy aquí...») y llegar a la aprobación: a juzgar que es algo razonable, natural, hasta deseable. Nos consolará la ley de la conservación de la energía, saber que nada se pierde nunca en el universo. Sentiremos gratitud por nuestra vida afortunada cuando tantos trillones y trillones de personas potenciales no nacieron. Admitiremos que la madurez lo es todo y nos veremos como una fruta feliz al caer de la rama, una cosecha serena ante su recolección. Estaremos orgullosos de hacer sitio a otros como otros nos hicieron sitio a nosotros. Nos convencerá y confortará aquella imagen medieval del pájaro que entra volando en la sala iluminada y sale por el otro lado. ¿Y qué, al fin y al cabo, podría ayudarnos más, como animales mortales que somos? Bienvenido al pabellón de la euforia.

Probablemente el lector y yo moriremos en un hospital: una muerte moderna, con poca presencia de folklore. En Chitry-les-Mines, los campesinos quemaban la paja del jergón de un muerto, pero conservaban la tela. Cuando murió Stravinski, su viuda Vera se aseguró de que todos los espejos de la habitación estuviesen cubiertos; también evitó tocar el cadáver, creyendo que el espíritu vivía en su interior hasta cuarenta días después del fallecimiento. En muchas culturas dejaban abiertas las puertas y las ventanas para que el alma pudiera escapar y volar libremente; y por la misma razón nadie se inclinaba sobre un moribundo ni se plantaba delante de él. La muerte en un hospital ha erradicado todas estas costumbres. En lugar de folklore tenemos un procedimiento burocrático.

En el registro de nacimientos y defunciones de Witney, un letrero en la puerta rezaba LLAME Y ESPERE. Mientras mi madre y yo aguardábamos en el pasillo, pasó por delante de nosotros una pareja dinámica que venía del registro de matrimonios. La registradora era una mujer frisando la cuarentena, con dos muñecas Cabbage Patch colgadas de la pared y un grueso volumen en rústica de Maeve Binchy a su lado. Detectando a una lectora, mi madre dijo que su hijo era también escritor (yo morí una pequeña muerte): «Julián Barnes, ¿ha oído hablar de él?» Pero la mujer no conocía mi nombre; en cambio, encontramos un terreno literario común hablando de la adaptación televisiva de
Tiempo para bailar
, de Melvyn Bragg. Vinieron las preguntas y el silencioso rellenado del impreso. Luego, justo al final, la registradora se ganó la aprobación de mi madre sin saberlo siquiera. Mamá se encorvó para firmar el certificado de defunción de su marido y la funcionaría exclamó: «¡Oh, no me diga que no tiene las uñas perfectas!» Tal como mi madre las mantenía siempre. Las uñas: el motivo de que prefiriese quedarse sorda en lugar de ciega.

Cinco años más tarde, al notificar la defunción de mi madre, me atendió una mujer distinta, una funcionaría que hablaba con la regularidad de un metrónomo y que carecía de pericia —o de suerte— en el trato humano. Facilitados todos los detalles, firmados los impresos, obtenidos los duplicados, ya me levantaba para irme cuando de repente ella emitió con una voz apagada cuatro palabras frías y superfluas: «Esto completa el registro.» Empleó el mismo tono mecánico que usan los directivos de la Football Association cuando han extraído la última bola de marfil de la bolsa de terciopelo y anuncian: «Esto completa el sorteo para la ronda de cuartos de final de la copa de la FA.»

Y esto completa el folklore de mi familia. A mí me gustaría un poco más. No me importaría que hubiera alguien delante de mi lecho de muerte: sería de agradecer una cara amistosa, aunque dudo de que sea posible encontrar alguna a las dos de la mañana en un hospital con una plantilla insuficiente. No espero que abran puertas y ventanas después de que yo haya muerto, aunque sólo fuera porque la compañía de seguros se negaría a pagar en caso de robo. Pero no me importaría tener aquella lápida. El último año de su vida, cuando se sabía desahuciado, Jules Renard empezó a visitar cementerios. Un día fue a ver la tumba de los hermanos Goncourt en Montmartre. Al hermano más joven le enterraron allí en 1870; al mayor, Edmond, en 1896, tras un panegírico funerario pronunciado por Zola, el que temía a la muerte. Renard anotó en su Diario que el orgullo literario de los hermanos era tan grande que desdeñaron mencionar su oficio. «Consideraron suficientes dos nombres, dos pares de fechas. ¡Je! ¡Je!», comenta Renard, con esa curiosa transcripción de una risita. «No es algo con lo que puedas contar.» Pero aquella sencillez, ¿denotaba vanidad —la presunción de que todo el mundo sabía quiénes eran— o exactamente lo contrario, una auténtica renuncia a la jactancia? ¿También, quizá, una sobria conciencia de que, una vez entrado en la historia, no está garantizado el nombre de ningún escritor? Me pregunto qué hay escrito en la tumba de Renard.

«Probablemente el lector y yo moriremos en un hospital.» Una frase tonta, por estadísticamente probable que sea. Por suerte se nos escapan el ritmo y el lugar de nuestra muerte. Esperas una cosa y probablemente recibirás otra. El 21 de febrero de 1908, Renard escribió: «Mañana cumpliré cuarenta y cuatro. No es una edad muy avanzada. A los cuarenta y cinco es cuando tienes que empezar a pensar. El año cuarenta y cuatro lo vives como una seda.» El día de su cumpleaños se mostró un poco más sombrío: «Cuarenta y cuatro: la edad en la que tienes que renunciar a la esperanza de duplicar tus años.»

Admitir que podrías no llegar a los ochenta y ocho parece más un cálculo modesto que una declaración de desafío. Aun así, al año siguiente, la salud de Renard había sufrido tal declive que no podía recorrer las Tullerías de una punta a la otra sin sentarse a charlar con las ancianas que vendían lirios del valle. «Tendré que empezar a tomar notas sobre mi vejez», concluyó, y escribió atribulado a un amigo: «Tengo cuarenta y cinco años; no sería viejo si yo fuera un árbol.» En una ocasión había pedido a Dios que no le dejara morir rápidamente, porque le gustaría observar el proceso. ¿Cuánta observación creía ahora que necesitaba? Llegó a los cuarenta y seis años y tres meses.

Cuando su madre cayó de espaldas en el pozo, creando «el suave remolino conocido por quienes han ahogado a un animal», Renard comentó: «La muerte no es un artista.» A lo sumo, son artesanales sus virtudes: diligencia, aplicación obstinada y un sentido de la contradicción que a veces se eleva al rango de ironía; pero no posee suficiente sutileza, o ambigüedad, y es más repetitiva que una sinfonía de Bruckner. Cierto que tiene una completa flexibilidad de ubicación y un buen surtido de usanzas y supersticiones circundantes, pero esto es más obra nuestra que suya. Renard anotó un detalle ciertamente desconocido para mi familia folklóricamente empobrecida: «Cuando la muerte se acerca, olemos a pescado.» Habrá que estar atento para detectarlo.

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