El perro lo sacó de su euforia. Aún estaba vivo, aunque el primer golpe le había alcanzado justo en la cabeza. Cuando acabó con ella y estaba arrastrando el cuerpo hacia el bosquecillo, oyó el gruñido lastimero. Que el cabrón del perro aún estuviera vivo, lo enfureció
.
N
ormalmente, Anders Knutas solía quedarse en la comisaría cuando había pasado algo trágico; para dirigir las operaciones. Como la araña en el centro de la tela. Sin embargo, en Gotland no había pasado nunca antes algo parecido a aquel asesinato, y quería examinar el lugar del crimen una vez más, con tranquilidad. A menudo, había muchas cosas en el lugar donde habían ocurrido los hechos que podían indicar cómo se había producido el crimen. No había más que abrir los ojos y observar. Ya se encontraba abajo, en Fröjel, junto a las escaleras de acceso a la casa de veraneo de la familia Hillerström. Como de costumbre, en vaqueros y camiseta de tenis. Como calzado, unos flexibles zapatos de paseo. La chaqueta la había dejado en el coche. El día era claro y el aire, anticiclónico y fresco. Entre los árboles podía ver destellos del agua resplandeciente. «Bien, por aquí bajó la víctima ayer por la mañana», pensó.
Decidió tomar el mismo camino que, según creían, había seguido Helena Hillerström.
Más allá de la casa, un estrecho sendero de guijarros bajaba hasta el agua, a unos cien metros de distancia. Había varios coches policiales aparcados en la playa.
La cinta que acordonaba el lugar revoloteaba con el viento. Se quedó del otro lado para no entorpecer el trabajo de los técnicos. Sólo le costó unos minutos bajar hasta la playa. Tuvo que cruzar un banco de arena para llegar hasta ella.
El mar estaba agitado. Las olas hacían espuma y se arremolinaban, las chillonas gaviotas revoloteaban en bandadas sobre las olas. Las islas Stora y Lilla Karlsö parecían surgir del mar. Las formaciones rocosas se apreciaban con claridad, al menos las de la isla Lilla Karlsö. Stora Karlsö se escondía detrás, más plana y más lejana.
Se quedó observando la playa. No era larga, a lo sumo un kilómetro, con arena fina y dorada. Un poco más arriba de la línea de playa crecían hierbajos y cañas. Allí había hondonadas amplias y profundas por todas partes. Perfectas para quienes querían tomar el sol al abrigo del viento que solía soplar en la playa.
Knutas consultó el reloj. Las nueve y media.
Paseó por la playa fuera de la zona acordonada. Ella, por lo visto, anduvo con el perro cerca del agua. Sin sospechar nada. El día anterior había habido niebla por la mañana, así que el asesino no tuvo ningún problema para ocultarse. Sohlman le informó de que había varias huellas de zapatos en la playa. Comprobaron las huellas de los zapatos de Helena; las otras que había en el lugar del crimen tenían que ser las del asesino. Las manchas de sangre y otras marcas aparecidas en el suelo mostraban que fue asesinada en la playa y después arrastrada hasta el bosquecillo. Los expertos estaban concentrados en su trabajo dentro de la zona acordonada. Todo lo que encontrasen, que fuera de interés, en las inmediaciones del lugar del crimen sería enviado al Laboratorio Nacional de Ciencias Forenses, SKL, en Linköping, para su análisis.
Llegó hasta el extremo de la playa sin haber observado nada especial e inició el camino de vuelta. Todo apuntaba a que el asesino había acabado primero con el perro. Tuvo que ser así, sin duda. Se trataba de un perro guardián obediente, así que se habría visto obligado a hacerlo. A no ser, claro, que el perro lo conociera. Entonces la cosa cambiaba. El agresor podía ser un conocido de la víctima. Era lo más frecuente en los casos de asesinato. Tenía el presentimiento de que el novio no era culpable. Era su teoría. Pero, de momento, se la guardaba para sí mismo. Alguno de los participantes en la fiesta estaba en la cuerda floja. ¿Kristian Nordström quizá?
Era el único con quien Knutas aún no había hablado. El interrogatorio no tendría lugar hasta el día siguiente.
Él no creía que el asesinato de Helena Hillerström fuera una casualidad. Estaba descartado que Helena se hubiera encontrado por azar con un asesino pertrechado con un hacha en aquella playa tranquila, unas semanas antes de que comenzara la temporada turística. El asesinato se caracterizaba por la furia, algo que solía estar relacionado con el deseo de venganza. Pero no tenía por qué ser necesariamente contra Helena Hillerström. Podía tratarse de una venganza contra las mujeres en general.
En este punto, Knutas se encontraba de vuelta en el sitio donde había iniciado el paseo por la playa, sin que hubiera conseguido tener las cosas más claras.
L
a carretera estaba casi vacía. Eran algo más de las nueve, y Johan y Peter se dirigían hacia el sur. A ambos lados de la carretera se extendía un paisaje llano bajo el resplandor del sol de la mañana. Por la derecha asomaba el mar a intervalos regulares, mientras que campos y prados se alternaban por la izquierda.
Rebaños de ganado pastaban en los verdes prados. Johan se preguntaba por qué las ovejas de Gotland eran negras, en tanto que casi todas las vacas eran blancas. En la Península era al revés. Ovejas blancas y vacas negras o marrones.
Pasaron cerca del campo de tiro de Tofta y junto a la iglesia con su torre revestida de tablas de madera cubiertas con alquitrán, antes de reducir la velocidad para cruzar el pequeño pueblo de Västergarn y continuar luego por las afueras de Klintehamn, un pueblo grande.
Al cabo de unos pocos kilómetros, se encontraron delante de la iglesia de Fröjel, revocada en blanco, que se alzaba al borde de la carretera. Desde allí se podía ver el mar con mayor nitidez. Algunos caballos de color castaño trotaban por un prado. En los campos de cereal aún se alternaban distintos matices de verde. Abajo, al lado de un pequeño bosque cerca del mar, vieron los coches de la policía y la cinta que acordonaba la zona. Aparcaron al lado de los otros automóviles.
El comisario estaba hablando con una colega. Levantó la mirada cuando ellos se acercaron. Podía concederles una entrevista dentro de un cuarto de hora, y no podían rebasar la cinta, les explicó.
U
na zona que parecía tener varios centenares de metros cuadrados estaba acordonada. Johan contempló el bosque, los bancos de arena y el mar. En aquel paraíso natural había tenido lugar un asesinato brutal. Se preguntaba cómo habría ocurrido, si la mujer llegó a sentir miedo.
Bajaron hasta la playa dando un paseo. Dentro de la zona acordonada se desplazaban dos policías, que casi con seguridad serían expertos, mirando atentamente el suelo. De vez en cuando recogían algo que luego echaban en una bolsa de plástico.
«¿Fue el novio quien la siguió y la asesinó de forma tan salvaje?», se preguntó Johan. El caso era que estaba detenido. Al mismo tiempo, sabía por experiencia que el fiscal, a veces, podía detener a los sospechosos sin motivos suficientes.
De repente, Peter interrumpió sus pensamientos.
—¡Eh, quita de en medio! —le gritó desde detrás de la cámara, concentrado y con la mirada en el objetivo.
Había montado la enorme cámara de TV sobre un trípode y Johan estaba en medio de la vista panorámica que quería rodar de la playa.
Eran las once. El redactor de las noticias de las doce se había mostrado dispuesto a conformarse con el material de la mañana, así que no tenía que preocuparse de eso.
—Creo que deberíamos pasarnos por la casa de la hermana del viejo que encontró el cadáver —dijo Johan cuando entraron en el coche—. Se llama Svea Johansson y vive cerca de aquí. Podríamos intentar que nos concediera una entrevista.
—Claro —asintió Peter, complaciente como de costumbre.
S
vea Johansson abrió después de la cuarta llamada. Un olor a bollos recién horneados les dio la bienvenida.
—Pero bueno… ¿Y ustedes quiénes son? —les preguntó sin rodeos con la voz cantarina propia del dialecto de Gotland y mirándoles directamente a la cara.
Nunca habían visto una mujer tan bajita. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño en la nuca. El rostro mostraba un color sano, con pequeñas y delicadas arrugas. Se protegía con un delantal de algodón a rayas y tenía la punta de la nariz manchada de harina. «No puede medir más de 1,40 de estatura», pensó Johan fascinado mientras se presentaban.
—Bueno, pasad entonces —dijo Svea y les franqueó el paso al vestíbulo, estrecho y oscuro—. Estoy haciendo unos bollos, así que adelante y sentaos en la cocina.
Se sentaron en el sofá de la cocina y enseguida aparecieron un par de tazas de café sobre la mesa.
—Un poco de café sí querréis, claro —murmuró la anciana, sin esperar respuesta—. Habéis tenido suerte, porque en un momento estará lista la primera bandeja.
—Seguro que son excelentes —dijeron los dos al mismo tiempo.
Johan miró afuera, hacia el patio, consciente de que aquello sería más bien largo.
—Queríamos saber si podría contarnos lo que pasó cuando su hermano encontró a la mujer asesinada —preguntó Johan.
—Sí, claro que puedo —respondió al tiempo que sacaba una bandeja de bollos de canela del horno—. Se puso malo, el pobre. Todavía está en el hospital. Quieren tenerlo ingresado unos días más. He hablado con él esta mañana, y parecía bastante animado.
—¿Qué pasó cuando la encontró?
—Bueno, pues íbamos a salir a dar un paseo. Siempre damos un paseo cada día. Pero ayer no quise acompañarle, no, porque me dolía la garganta y además tosía mucho. Hoy estoy mucho mejor —constató llevándose la mano al cuello lleno de arrugas—. El caso es que llegó sobre las once, como de costumbre. Comimos juntos un poco, como solemos hacer. Después volvió a salir, también solo. Yo me quedé aquí y me puse a coser. No pasó mucho tiempo antes de que volviese y empezara a llamar a la puerta, aunque estaba abierta. Lo encontré totalmente fuera de sí; desvariaba acerca de una mujer muerta y de un perro muerto y que tenía que llamar a la policía.
Johan se sobresaltó.
—¿Un perro muerto? ¿Puedes contarnos algo más acerca de eso?
—Sí, por lo visto habían matado a un perro. La cabeza estaba casi desprendida y era algo absolutamente terrible —se lamentó meneando la cabeza.
Johan y Peter se miraron. Aquello era nuevo…
—¿Era el perro de la mujer? —preguntó Johan.
—Sí, seguro que era su perro. Eso dijo la policía cuando estuvo aquí.
Media hora más tarde, Johan y Peter abandonaron la casa. Llevaban el relato de Svea grabado en una cinta.
E
mma Winarve se despertó sudorosa. Tenía un sabor de boca repugnante y un nudo de angustia en la garganta. La pesadilla la tenía aún atenazada. Helena y ella paseaban juntas por la playa, como habían hecho en tantas ocasiones. Helena iba un trecho delante de ella. Emma le gritaba que la esperase, pero Helena no le contestaba. Entonces, apresuraba el paso y volvía a llamarla. Su amiga seguía sin volverse. Emma intentaba correr, sin conseguirlo. Los pies se levantaban del suelo como a cámara lenta y, aunque se esforzaba cuanto podía, no lograba acercarse. No llegaba nunca a alcanzar a Helena y se despertó en mitad de un grito.
Furiosa, retiró de una patada el edredón de Olle, que estaba en su lado de la cama, encima del suyo, y era la causa de que tuviese tanto calor. Sentía deseos de llorar, pero se dominó y se levantó de la cama. El sol de la mañana se filtraba a través de las finas cortinas de algodón e iluminaba el amplio dormitorio.
No había ido a trabajar, a pesar de que sólo quedaban dos días para que acabara el curso y tenía un montón de cosas que hacer. No quería dejar a los alumnos en la estacada, pero en aquellos momentos no tenía fuerzas para encontrarse con ellos. Trataría de hacer los últimos trabajos antes del fin de curso desde casa. El director lo había comprendido. La conmoción. La pena. Emma y Helena. Helena y Emma. Habían sido las mejores amigas.
Acometió el aseo diario de forma mecánica. Los chorros de la ducha caían sobre su cuerpo febril, sin que sintiera que la refrescaran. La piel era como una gruesa coraza, que no tenía nada que ver con lo que había dentro. El contacto entre su exterior y su interior se había roto.
Olle había llevado a los niños a la escuela antes de irse al trabajo. Se ofreció a quedarse en casa, pero ella había rechazado rotundamente su ofrecimiento, quería estar sola. Se puso unos vaqueros y un jersey y fue descalza hasta la cocina. Siempre andaba descalza en casa, incluso en invierno. Después de un café bien cargado y un par de tostadas se sintió algo mejor. Pero la sensación de irrealidad se agitaba dentro de ella. ¿Cómo había podido ocurrir aquello? Su mejor amiga asesinada en «su» playa. Donde habían jugado con el cubo y la pala; donde habían galopado a los doce años, cuando estaban locas por los caballos; donde habían paseado y hablado de sus problemas en la adolescencia; donde habían conducido la moto y pillado su primera borrachera. Ella incluso perdió la virginidad en la playa.
El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era el comisario Knutas.
—Siento tener que molestarte, pero me gustaría que charláramos un rato lo antes posible. También quería comunicarte que Per Bergdal ha sido detenido esta mañana. ¿Te va bien que pase por tu casa después del almuerzo?
Se quedó helada. Per detenido. No podía ser cierto. «La policía tiene que saber todo lo que pasó durante la pelea», pensó.
—¿Por qué lo han detenido?
—Hay varias razones, te las explicaré cuando nos veamos.
Conmocionada y perpleja como estaba, no quería tener a ningún policía en medio de su infierno particular. Lo mejor sería verse en terreno neutral.
—¿Podemos vernos en la comisaría? ¿A las dos?
—Estupendo. Lo dicho, siento tener que molestarte pero es importante —repitió Knutas.
—Está bien —aceptó con la voz apagada.
K
nutas tomó un trago de café de una jarrita de porcelana decorada con el emblema del club de fútbol AIK. Un regalo de su hermano que sacaba de quicio a su colega Erik Sohlman, hincha del Djurgården desde que nació.
Echó una ojeada al reloj de la pared. Las doce menos cuarto. Le hacía ruidos el estómago. Había dormido poco, y cuando dormía poco tenía que compensarlo con comida. Menos mal que pronto sería la hora de comer.
El grupo que llevaba la investigación se había reunido para repasar la información de que disponían hasta el momento. El fiscal también se encontraba allí.