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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Napoleón en Chamartín (9 page)

BOOK: Napoleón en Chamartín
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Amaranta mirábame de hito en hito durante aquel mi largo discurso, y después habló así:

—Gabriel, o eres un hipócrita, o en verdad que me vas pareciendo un joven no sólo discreto, sino de honradas ideas. Ya veo que comprendes el sentido natural y templado de las cosas, y que sabes enfrenar la impetuosidad y petulancia propias de la edad.

—Señora, lo que he dicho a usía es la pura verdad; así me conceda Dios una buena muerte en mi última hora.

—Pues ya que me hablas con tanta franqueza, no quiero ser menos contigo. ¿Serás tú hombre a quien se pueda confiar un pensamiento delicado, un pensamiento de esos que la vulgaridad no comprende, ni estima en su justo valor?

—Creo que podrá vuecencia confiarme lo que quiera.

—¿Lo comprenderás tú? Vamos a ver. Dices que has renunciado a que te ame mi prima, reconociendo la inmensa inferioridad de tu posición.

—Sí, señora, así es.

—Muy bien; pero es el caso… no sé cómo decírtelo. Al indicarte que te daría riquezas, quise expresar que esperaba de ti un grande, un extraordinario favor.

—Si está en mí el prestarlo, no necesito que se me de nada. ¿Quiere usía que me marche? Pediré mi licencia. Pues qué, ¿acaso la señorita Inés se acuerda alguna vez de este miserable?

—Respóndeme lo que te inspire tu buena razón, Gabriel —me dijo la condesa con grave acento—. Figúrate tú que a la señorita Inés se le pusiese en la cabeza el no querer a nadiemás que a ti… no es así… pero va como ejemplo: figúratelo.

—Ya está figurado.

—Pues bien: ¿no te parece natural que yo y mis tíos nos opongamos a ello por todos los medios posibles?

—Sí señora, me parece muy natural —repliqué con asombro—; pero si ella se empeña…

—Ella no se empeña… no es eso… Es que… vamos, te lo diré francamente. Aunque no aseguro yo que Inés te ame, ni mucho menos, porque esto sería un gran despropósito, ocurre que… es natural que sienta algún afecto hacia los que fueron compañeros de sus desgracias… Todo es un capricho, una obcecación pueril, que se le pasará seguramente. ¿No crees que se le pasará?

—Sí señora, le pasará.

—Pero para que esto acabe de una vez, necesito tu ayuda. Puesto que te veo tan razonable, puesto que reconoces que sería en ti una estupidez aspirar a casarte con ella… ¡Casarte con ella! ¡qué risa! ¡un pelagatos como tú!… parece esto cosa de comedia. ¿Pero no te ríes tú también?

—Sí señora, ya me estoy riendo —respondí haciéndolo de muy mala gana.

—Pues decía —continuó, cesando en su afectada hilaridad—, que, en vista de tu buen sentido, espero de ti lo que vas a oír. Repito que te daré lo necesario para que en otro país lejos de España puedas hacer una fortuna; te daré la fortuna hecha si quieres…

—¿Y qué he de hacer para eso?

—Nada… vienes aquí estos días so color de entrar a servirme, tratas a Inés, y luego durante algún tiempo fingirás hacer las cosas más feas, cometer las acciones más abominables y los delitos que más rebajan al hombre, de modo que ella con el espectáculo de tu envilecimiento vuelva en sí del trastorno que por ti tiene y todo acabe. Es sumamente fácil para ti: entras aquí en mi servicio, y a los pocos días me robas una sortija u otra prenda cualquiera; luego fingimos nosotros haber descubierto tu crimen y afeamos en público tu conducta; después si hablas con ella, me calumniarás, diciendo de mí mil herejías, y también hablarás mal de ella delante de alguna criada que venga a contárnoslo… y por este estilo harás una serie de maldades de esas que más envilecen a la criatura.

—¡Señora! —exclamé sin poder sofocar por más tiempo la ira—. Si usía me da toda esta casa llena de dinero, no haré lo que me pide. ¡Cometer delante de ella una infame acción! Me dejaré matar mil veces antes que tal haga. Cuando éramos amigos, más temía a sus censuras que a mi conciencia, y si algo bueno hice, hícelo por que ella lo viera y me aplaudiera; que más estimaba su aprobación que todos los bienes del mundo. Huiré para ir a donde no me vuelva a ver; pero pensar que he de envilecerme delante de ella, eso jamás. Adiós, señora, me voy de aquí —añadí levantándome—. Por segunda vez me quiere usía envolver en intrigas y fingimientos cortesanos en que es tan gran maestra.

—Aguarda —dijo deteniéndome.

—¿No está más en el orden natural lo que yo quiero hacer —añadí—, que es marcharme y no aparecer más por Madrid?

—Eres un majadero —dijo con despecho—. ¿Qué te cuesta hacer lo que te propongo? ¿Pierdes tú algo en ello? Ven acá, truhán de las calles: ¿acaso tienes algún nombre que deslustrar o alguna posición que perder? ¡Cuántos mejores que tú no se apresurarían a prestar este servicio por el aliciente de la recompensa que yo te ofrezco! ¿Pues acaso podías tú ni soñar con la fortunilla que te pienso ofrecer, farsantuelo? ¡Miren el caballerón finchado, siempre a vueltas con su honor y su conciencia, y su deber acá y su reputación allá!

—Si usía me da licencia, me retiraré —dije, resuelto a poner fin a la conferencia.

—No, aquí has de estar todavía. Por lo que veo, crees que mi primita se acuerda alguna vez de tus simplezas y majaderías —declaró con enfado—. Anda noramala, chicuelo andrajoso: ¿piensas que creo en tus hipócritas declamaciones? ¿Piensas que tomo en serio los generosos pensamientos que con tanto arte me has manifestado, echándotela de caballero? ¡Oh! ¡Esto me pone fuera de mí! Yo le diré a esa antojadiza quién eres tú y cuáles son tus mañas. O hará lo que yo le mando —añadió con creciente enojo—, y pensará como yo quiero que piense, o esa niña no es de mi sangre, no, no puede serlo. ¡Cuánta contrariedad, Dios mío!… No quiero verte más, Gabriel, vete de aquí… pero no, ven acá: tú no tienes la culpa de esto. Dime, ¿quién eres tú? ¿Dónde has nacido? ¿Tienes alguna noticia de tus padres?… A veces suele acontecer que el que se creía humilde…

—No espere usía —repuse sonriendo—, que de la noche a la mañana me caiga en herencia un gran ducado. Eso pasa algunas veces, como ha sucedido con Inés; pero de tales pasos de novela entran pocos en libra. Humilde nací, y humildísimo seré toda mi vida.

—Lo digo por que si tú fueras una persona decente, te sentarían bien esos aspavientos que has hecho —me contestó—. No lo decía por otra cosa, desdichadote; no te vayas a envanecer sin motivo. Vete, estoy muy disgustada.

Y luego olvidándose de mí para no pensar más que en sus propias contrariedades, exclamó así:

—¿Por qué, Dios mío, cuando trajiste a esa niña a nuestra casa, nos trajiste también esta gran pesadumbre?

—¿Quiere usía mucho a su hija? —le pregunté.

—A mi prima, querrás decir.

—Eso es, me equivoqué.

—¡Que si la quiero! Desde que entró aquí no vivo más que para ella. Es un santo delirio lo que siento, y si Inés me faltara, me moriría sin remedio. Mi desesperación consiste en que al traerla aquí no podemos o no sabemos darle la felicidad que ella merece. ¿Pero es acaso culpa nuestra?

—¿Y persiste vuecencia en casarla con don Diego?

—¡Oh, no! D. Diego es un libertino; ya no me queda duda. Yo me opondré a que se case con él.

—Hace bien usía, y a la señorita Inés no le faltarán jóvenes de familia distinguida entre quienes elegir esposo. Por de pronto, señora, yo me atrevo a aconsejar a usía que rompa definitivamente con D. Diego. Las malas compañías de este joven son un peligro para la tranquilidad de esta casa.

—¿Qué quieres decir? Ahora me viene a la memoria ese hombre que hace poco nombraste y que me causa miedo.

—¿Santorcaz? Sí, señora; y ya que le nombro, voy a tener el valor de poner a vuecencia al corriente de ciertas asechanzas, para que esté prevenida. Yo asistí a la batalla de Bailén, y allí por casualidad singular, vinieron a mis manos unas cartas…

Amaranta se inmutó.

—Señora, si he sabido casualmente alguna cosa que no debía saber, yo juro a usía que el secreto no ha salido de mis labios ni saldrá mientras viva.

La condesa pareció poseída de nerviosa exaltación.

—¡Estás loco! —exclamó—. ¡Qué majaderías me cuentas! Ni qué tengo yo que ver con esas cartas ni con ese hombre…

—En fin, señora, aunque de a usía un mal rato, quiero entregarle las dichas cartas.

—A ver, a ver —dijo pasando de la exaltación a un desvanecimiento y palidez intensa que la puso como difunta.

—Vea Vd. esta primera —dije entregándole la que ella había dirigido a Santorcaz.

—Esto parece un sueño —exclamó reconociéndola—. Pero ¿cómo ha llegado a tus manos este papel? ¡Miserable chiquillo de las calles! ¿quién te mete a leer estas cosas…?

Entonces le conté el suceso que me puso en posesión de aquellas esquelas, lo cual oyó muy atentamente, y después oprimiéndose las sienes con ambas manos, exhaló lamentos dolorosos.

—Pues ahora vea usía esta otra que parece contestación a la precedente, y que no llego a ponerse en el correo, pero que al fin viene a su poder, aunque tarde, por mi conducto.

Amaranta leyó ávidamente la carta, y a cada rato la indignación se traslucía en su hermoso semblante. Cuando la hubo leído, rompiola coléricamente en menudos pedazos, y dijo así:

—¡Ese miserable me amenaza! ¡Dice que si su hija no está hoy en su poder lo estará mañana!

—Vuecencia recordará lo que ocurrió cuando la familia toda vino de Andalucía. Yo vine en la escolta que acompañó a sus mercedes desde Bailén hasta Santa Cruz de Mudela, y contribuí a poner en fuga a la canalla que detuvo los coches.

—Eran ladrones.

—Sí; pero su intento no era despojar a los viajeros. Usía recordará que nos fue muy fácil darles una severa lección; pero lo que sin duda ignora es que allí estaba el Sr. de Santorcaz, escondido entre las cercanas malezas, pues él y no otro mandaba aquella brillante tropa de forajidos. Yo que había leído la carta y además tenía sospechas por ciertas palabras que en Bailén oí a ese D. Luis, solicité un puesto en la escolta que al señor marqués concedió el general, y en ella formaron también algunos de mis buenos compañeros. Pero todavía falta a vuecencia el leer la más curiosa de las tres cartas que en aquella ocasión memorable vinieron a mis manos. Aquí está, y ella le hará ver la infame deslealtad de un criado de su propia casa.

Tomó la condesa la carta en que Román daba a Santorcaz noticia circunstanciada de lo ocurrido con motivo de la legitimación de Inés, y mientras la leía, tan pronto hacía brotar lágrimas de sus ojos la rabia como los inflamaba con vivo resplandor.

—Ya sospechaba yo la infidelidad de ese vil que todo nos lo debe —exclamó—; pero mi tía le tiene cariño y por eso sigue en la casa… ¡Qué infamia! Pero necio mozalbete, ¿para qué has leído estas cosas? Vete, quítate de mi presencia… no, no, ven acá: tú no eres culpable.

—Señora —respondí—, ningún nacido sabrá de mí lo que usía no quiere que se sepa. Yo esperaba una ocasión de entregar a vuecencia esas cartas, y mientras han estado en mi poder, nadie, absolutamente nadie más que yo las ha leído.

—¡Oh! ya sé lo que debo hacer para defenderme, y defender a mi hija de tan miserables asechanzas.

—Santorcaz es íntimo amigo de D. Diego,le acompaña a todas partes, le aconseja y le dirige. Yo he sorprendido sus conversaciones íntimas, y por ellas veo que el pérfido amigo y consejero de Rumbrar no ha desistido de sus proyectos.

—Yo estoy trastornada, yo estoy confusa —dijo Amaranta levantándose de su asiento—. No, no, Gabriel, no te vayas, tú eres un buen muchacho: yo quiero recompensarte de algún modo dándote lo necesario para que vivas con el decoro que mereces… Pero no pienses en Inés ¿sabes? Es una demencia que pienses en ella. ¡Pobre hija mía! La hemos sacado de la miseria, la hemos dado nombre, fortuna, posición, y no podemos hacerla feliz. ¡Esto me vuelve loca! Cuando la veo indiferente a todas las distracciones que le proporcionamos; cuando veo la imposibilidad de hacerme amar por ella, como yo quiero que me ame; cuando la observo pensativa y muda, y considero que echa de menos la apacible estrechez y contento que disfrutaba viviendo con el cura de Aranjuez, me siento morir de pena y paso llorando largas horas. ¡Pobre hija mía! ¡Ni siquiera le puedo dar este nombre, pues hasta con los de casa he de guardar secreto! ¡Ella y yo somos igualmente desgraciadas!… ¿Por qué no haces lo que te propuse, Gabriel? ¿A que vienes con humos caballerescos? ¿Eres acaso más que un infeliz? Pero no: tienes razón, no te degrades a sus ojos; tú tienes sentimientos nobles, tú eres un caballero, aunque no lo parezcas; tú mereces mejor suerte; Dios no es justo contigo… ¡Ay! voy viendo que tú también eres muy desgraciado.

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