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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Napoleón en Chamartín (10 page)

BOOK: Napoleón en Chamartín
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Esto decía la condesa con muestras no sólo de gran dolor sino también de cierta confusión mental hija de las diversas sensaciones a que se había visto sometida; y sentándose luego, permaneció en silencio gran rato. Así estaba cuando creí sentir lejano ruido de voces en el interior de la casa, rumor que apenas se percibía y que para mí hubiera pasado inadvertido, a no haber corrido Amaranta súbitamente hacia una de las puertas, prestando atención a lo que tan débilmente se oía.

—Es mi tía —dijo después de una larga pausa—; es mi tía que no cesa de reñirla. Porque no quiere someterse a las majaderías de un ridículo maestro de baile, ni hacer dengues ante los petimetres que nos visitan, la tratan de este modo. ¡Y yo no puedo impedirlo, Dios mío! —añadió juntando las manos con mucha aflicción—. ¡Pero si no soy nada aquí, ni tengo autoridad alguna sobre ella! He de presenciar sus martirios, fingiendo aprobarlos, y estoy condenada a aplaudir las violencias, las intolerancias, las imposiciones, las mezquindades que la hacen tan infeliz.

Amaranta hizo ademán de salir; contúvose junto a la puerta, retrocedió luego indicando en su marcha y ademanes una grandísima agitación. Después me miró con asombro, como si se hubiese olvidado de mi presencia y de improviso me viera.

—Gabriel —me dijo—. Vete, vete al punto de aquí, y no vuelvas más. ¡Ay! ¿Por qué no querrá Dios que, en vez de ser quien eres, seas otra persona?

La conmoción me impedía hablar, y sin decir sino medias palabras, despedime de ella, besándole respetuosamente las manos. Entonces Amaranta me tomó una de las mías, y mirándome con calma, derramando lágrimas de sus bellos ojos, me dijo esto, que no olvidaría aunque mil años viviese:

—Gabriel, eres un caballero; pero Dios no ha dispuesto darte el nombre y la condición que mereces. Si quieres darme una prueba de la nobleza de tus sentimientos y de la rectitud de tu juicio, prométeme que has de desaparecer para siempre de Madrid, y no presentarte jamás donde ella te vea. Se le dirá que has muerto.

—Señora —respondí—, ignoro si me permitirán salir de Madrid, pero si algo impide esta mi resolución, yo prometo a usía, por Dios que nos oye, salir de Madrid; y entretanto que aquí esté, juro que no me presentaré a ella, ni haré por verla, ni consentiré en cosa alguna por la cual venga a conocer que estoy en el mundo.

—Tendré presente lo que me has jurado —dijo ella—. No te arrepentirás de tu conducta. Adiós.

Estrechome entre las suyas mis manos la condesa con muestras de vivo agradecimiento, y salí de aquella estancia y del palacio con tan profunda emoción, que no era dueño de mí mismo. Cuando llegué a mi casa, después de vagar por Madrid toda la tarde, arrojeme sobre mi lecho, donde en vela pasé la noche entera, revolviendo en mi mente las palabras del diálogo con Amaranta, llorando a veces, a veces profiriendo gritos de rabia, y tan excitado, que mis buenos patronos creyéronme atacado de violenta fiebre.

- VIII -

A la mañana siguiente, después que rendido a la fatiga dormí con sueño irregular y espantoso durante algunas horas, doña Gregoria llegose a mí y me despertó diciendo:

—¿Qué es esto? Durmiendo a las diez de la mañana. Arriba, arriba, mocito. ¡Y se ha acostado vestido! Vamos, que son las diez… Pero, chiquillo, ¿qué haces, en qué piensas? Por ahí ha pasado la quinta compañía de voluntarios, tan majos y tan bien puestos con sus uniformes nuevos que darían envidia a un piquete de guardias walonas. ¡Ay qué monísimos iban! A los franceses les dará miedo sólo de verlos. Nada les falta, si no es fusiles, pues como en el Parque no los había, no se los han podido dar; pero llevan todos unos palitroques grandes que les caen a las mil maravillas, y de lejos parece que llevan escopetas. Vamos, levántese el señor Gabrielito: ¿no eres tú de la quinta compañía? Levántate, que ya dicen que está Napoleón Bonaparte a las puertas de Madrid, montado en una mula castaña y con la lanza en el ristre para venir a atacarnos.

—Mujer, ¿qué disparates estás diciendo? —observó el Gran Capitán—. Napoleón no está en Madrid, sino que parece entró ya en España y anda sobre Vitoria. Por cierto que dicen ha habido una batallita… Pero, chico, ¿no vas a coger tu fusil?

—Hoy mismo me voy de Madrid, Sr. D. Santiago.

—¿Que te vas de Madrid, después de alistado? Pues me gusta el valor de este mancebo.

—Es que voy a ver si me permiten pasar al ejército del Centro que está en Calahorra, y creo que me lo permitirán.

—¡Oh! no lo esperes, porque aquí, según me dijeron en la oficina, lo que quieren es gente y más gente, pues como algunos dan en decir que hay malas noticias… Yo creo que todo es cosa de los papeles públicos, y a mí no me digan; los papeles públicos están pagados por los franceses.

—¿Con que malas noticias?

—Paparruchas… En primer lugar, ahora salen con que lo de Zornoza que creíamos fue una gran victoria, es una medianilla derrota, y que el general Blake ha tenido que escapar refugiándose en las montañas. No se pueden oír estas cosas con calma, y yo mandaría que se le arrancara la lengua al que las repite.

—¡Mentiras, todo mentiras! —exclamó doña Gregoria—. ¡Si no sé cómo la Junta no manda ahorcar en la plazuela de la Cebada a todos los que se divierten con tales disparates!

—Has hablado muy bien —dijo el Gran Capitán—. Ahora han dado en decir que si en Espinosa de los Monteros ha habido o no ha habido una batalla.

—¿En que también hemos perdido? —preguntó doña Gregoria.

—¡Así lo dicen; pero quia! Bonito soy yo para tragarme tales bolas. Ahora encontré al volver de la esquina al Sr. de Santorcaz, el cual me lo dijo, fingiéndose muy apesadumbrado… ¡Pícaro marrullero! Como si no supiéramos que es espía de los franceses…

—¿Con que en Espinosa de los Monteros? ¿Y hemos tenido muchas pérdidas? —pregunté yo.

—¿También tú? —dijo Fernández sin poder disimular el pésimo humor que tenía—. Te voy descubriendo que tienes muy malas mañas, Gabriel.

—No hagas caso de este chiquillo mal criado —dijo doña Gregoria.

—Es preciso que aprendas a tener respeto a las personas mayores —afirmó el Gran Capitán, mirándome con centelleantes ojos—. ¿Qué es eso de pérdidas? ¿He dicho acaso que nos han derrotado? No mil veces, y juro que no hay tal derrota. ¿Hombres como yo pueden dar crédito a las palabras de gente desconsiderada y vagabunda?

Calleme por no irritar más a mi ingenuo amigo, y mientras me daban de almorzar, entró una visita que en mí produjo el mayor asombro. Vi que avanzaba haciéndome pomposos saludos, y mostrándome en feroz sonrisa su carnívora dentadura, un hombre de espejuelos verdes, en quien al punto conocí al licenciado Lobo. Lo que más llamaba mi atención eran los extremos de cortesía y benevolencia que en él advertí, y el de su osado respeto hacia mi persona que en todos sus gestos y palabras mostrara aquel implacable empapelador, y antes enemigo mío.

—¿Qué bueno por aquí, Sr. de Lobo? —díjele, ofreciéndole junto a mí una silla en que se repantigó.

—Quería tener el gusto de ver al Sr. D. Gabriel.

—¿
Señor Don
tenemos?
Malum signum
.

—Y de poner en su conocimiento algo que le importa mucho —añadió—. ¿Pero cómo no ha ido a verme el Sr. D. Gabriel?

—Ya le he encontrado a Vd. muchas veces en la calle, y como no ha tenido a bien saludarme…

—Es que no habré visto a Vd. —me contestó melosamente—. Ya sabe el Sr. D. Gabriel que soy más que medianamente ciego… Pues bien: como decía… El Gobierno ha tenido a bien remunerar los buenos servicios de Vd.

—¡Mis buenos servicios! —exclamé asombrado—. ¿Y qué buenos ni malos servicios he prestado yo al Gobierno?

El Gran Capitán y su esposa con medio palmo de boca abierta, prestaban gran atención.

—Modestito es el joven —prosiguió Lobo con aquel artificioso sonreír, que le hacía más feo, si es que cabía aumento en las dimensiones infinitas de su fealdad—. Yo he oído que Vd. se lució mucho en la batalla de Bailén, y no sé si también en la de Trafalgar, donde parece que mandó un par de fragatitas o no sé si un navío.

Prorrumpí en risas, y los dos ancianos, mis amigos, mirándose uno a otro con espontánea admiración por mis inéditas hazañas.

—Sí… algo de esto ha llegado a oídos del justiciero Gobierno que nos rige, y las comisiones ejecutivas de la Junta se disputan cuál de ellas echará el pie adelante en esto del recompensar a usía.

—Hola, hola, ¿también soy usía? Pues esto sí que me llena de asombro.

—Pero sea lo que quiera, amigo mío —continuó el leguleyo—, ello es que se ha decidido darle a usía un empleo en América, al inmediato servicio del señor Virrey
[2]
del Perú.

—¿Trae Vd. mi nombramiento?—dije comprendiendo al fin de dónde venía todo aquello.

—No; hoy sólo vengo a notificarle a usía este gran suceso, y a advertirle que cualquier cantidad que necesite para preparar su viaje, me la pida con franqueza, pues tengo orden de la… digo, del Gobierno, para entregar a usted lo que tenga a bien pedirme, previo recibito que me extenderá vuecencia.

—¿También soy vuecencia? —dije recreándome en la estupefacción de mis dos amigos.

—El nombramiento —prosiguió—, lo tendrá usía dentro de dos o tres días; pero le advierto que es voluntad de la Junta Suprema que el Sr. D. Gabriel se haga a la vela al punto para las Américas, donde pienso que es de gran necesidad su presencia.

—Bueno —repuse—; pero entretanto yo le ruego al Sr. de Lobo diga a la Junta que no me hace falta dinero, y que muchas gracias.

—Eso no está bien —dijo doña Gregoria muy incomodada—. Pero tonto, si te lo dan, recíbelo y guárdalo sin averiguar de dónde viene. Estas cosas no pasan todos los días. Apuesto a que la Junta ha sabido lo de tus latines y te manda allí para que enseñes esa lengua a los salvajes, con lo cual se convertirán todos. ¿No es verdad, Sr. de Zorro, que así ha de ser?

—No me llamo Zorro, sino Lobo —repuso este—, y hará muy bien el Sr. D. Gabriel en tomar lo que le haga falta, pues a su disposición lo tiene.

—Pues bien —dije yo—, vaya usted de mi parte a la señora Junta que le dio tan buen recado para mí, y dígale que para servir a la patria y al Rey, yo no pensaba pasar a América, sino al ejército del Centro y de Aragón, en cuyo Reino pienso quedarme y no volver a Madrid mientras viva. Para este viaje no se necesitan gastos.

—¿Y qué va a hacer el Sr. D. Gabriel en el ejército de Aragón? Aquello está mal —dijo Lobo—. Por el de la izquierda no andan mejor las cosas, y después de la batalla que hemos perdido en Espinosa de los Monteros, nuestras tropas quedan reducidas a nada, y Napoleón vendrá a Madrid.

—¡Eso será lo que tase un sastre! —exclamó el Gran Capitán echando chispas—. ¿Quién hace caso de los papeles?

—Desgraciadamente —continuó Lobo—, esa sensible derrota no puede ponerse en duda.

—Pues yo la pongo —afirmó Fernández rompiendo un plato que al alcance de la mano tenía sobre la mesa—. Sí señor, yo la pongo en duda, y es más, yo la niego.

—El señor —dijo doña Gregoria—, seguramente no sabe quien eres tú, y el cómo y cuándo de lo bien enterado que estás de todo.

—Yo sé la noticia por buen conducto, y aseguro que es indudable —indicó Lobo—. El secretario del ramo de guerra me lo ha dicho.

—Buen caso hago yo del secretario del ramo de guerra—, dijo Fernández amoscándose en grado supino.

—Vamos, no porfíes, Santiago… —añadió doña Gregoria—. Estás más encarnado que pimiento de Calahorra, y no está bien que te dé el reuma en la cara por una batalla de más o de menos.

—Pues que no me falten al respeto. Eso de que le insulten a uno en su propia casa —dijo Fernández dando un puñetazo en la mesa…— porque, digan lo que quieran, donde menos se piensa salta un espía de los franceses, ¡Madrid está lleno de traidores!

Asustado Lobo del enérgico ademán de don Santiago, no quiso insistir en lo de la derrota, y proclamó muy alto que la batalla de Espinosa de los Monteros había sido ganada y reganada y vuelta a ganar por los españoles, oyendo lo cual se apaciguó nuestro veterano de las portuguesas campañas y habló así:

—Me parece que tiene uno autoridad para decir quién gana y quién pierde en esto de las batallas… y todos no entienden de achaque de guerra… y una acción parece derrota de diablos hasta que viene una persona inteligente y la explica, y resulta victoria de ángeles… y no digo más, porque sé dónde me aprieta el zapato, y en Espinosa de los Monteros lo que hubo fue que todos los franceses echaron a correr, y el hi de mala mujer que me desmienta, sabrá quién es Santiago Fernández.

Dijo y levantose, cantando entre dientes un toquecillo de corneta; y dirigiéndose luego a donde desde lueñes edades tenía su lanza, la cogió, y con un paño la empezó a limpiar del cuento a la punta, dándole repetidas friegas, pases y frotaciones, sin atender a nosotros ni cesar en su militar cantinela. En tanto Lobo, que en todo pensaba menos en llevarle la contraria, continuó hablándome así:

—Ahora, Sr. D. Gabriel, me resta tocar otro punto, y es que me diga Vd. algo de su parentela y abolengo, porque es preciso sacarle una ejecutoria. Con diligencia, el Becerro en la mano, y un calígrafo que se encargue del árbol, todo está concluido en un par de días.

—Mi madre entiendo que lavaba la ropa de los marineros de guerra —le contesté—, y hágamela su merced duquesa del Lavatorio, o para que suene mejor de
Torre-Jabonosa
o de
Val de Espuma
que es un lindísimo título.

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