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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (7 page)

BOOK: Necrópolis
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—¿Qué quieres decir?

Dozer apoyó ambas manos contra la barandilla y miró a la calle. Allí, los muertos caminaban errantes, omnipresentes, celosos guardianes sin saberlo de las vidas de algunos de los últimos supervivientes de Málaga.

—Pensaba en Aranda —contestó Dozer— en la vacuna, ya sabes. Dentro de poco, creo que todos podremos andar entre ellos sin riesgo. Bueno, quiero decir, ése es el plan, ¿no?

—Ése es el plan —contestó Moses.

Pero algo en su voz le dijo que él no creía en ello, y ese conocimiento minó su propia esperanza como un alto explosivo que estalla en los mismos cimientos de un poderoso edificio. La vieja perspectiva de vivir para siempre en una ciudad deportiva rodeados de cadáveres que han vuelto a la vida se le echó encima como un lobo hambriento y terrible.

—Está bien —dijo con cierto desánimo. —Echaré un vistazo con los chicos, a ver cómo podemos comunicar el alcantarillado con el portal.

Y como si fuera una especie de advertencia llegada de entre las calles de la misma ciudad, una súbita ráfaga de viento, inesperada y gélida, les arrancó un escalofrío.

* * *

Resultó un poco más complicado de lo que pensaban. El edificio estaba justo enfrente de la ciudad deportiva cruzando la calle, pero en el subsuelo se había construido un enorme parking público que cubría los cuatro carriles y cortaba todo el alcantarillado por esa zona. Los accesos al parking desde la calle se encontraban justo en la misma avenida donde Carranque tenía sus puertas, así que el número de espectros que se encontraban allí en todo momento era suficiente para desquiciar a cualquiera. Estaban a punto de escoger otro edificio, más lejano pero con un acceso más directo, cuando Moses tuvo una idea.

—Utilizaremos el explosivo plástico —dijo al grupo.

—¡Guaaau! —aulló Uriguen, aplaudiendo. —¡Así se habla, amigo!

—Espera, espera —protestó José—. ¿Explosivo plástico dónde, qué me he perdido?

—Eso... es interesante —dijo Susana, pensativa.

Moses le dedicó una sonrisa.

—Me sigues, ¿eh? He estado haciendo cálculos. Fui al sótano, al extremo más occidental y conté mis pasos hasta la superficie. Recorrí esa misma distancia desde la superficie hasta la verja, y me faltaron unos diez pasos para llegar al mismo punto, ¿sabéis lo que quiere decir?

—¿Que cuentas con el culo? —dijo Uriguen, divertido. José le arrojó el envase de las galletas que había estado comiendo.

—Que el sótano llega más allá de la verja, imbécil —dijo.

—Claro —dijo Moses— pero allí está el garaje, ergo, sospecho que la pared de nuestro sótano da directamente al parking público, pared con pared.

—Oh joder, Mo —dijo Dozer, recostándose sobre su silla.

—¿Alguien tiene experiencia con explosivos?

Todos se miraron, pero ninguno respondió, lo que naturalmente constituía una respuesta de por sí.

—Probaremos primero con una cantidad mínima, a ver qué pasa. Según los resultados que obtengamos, ampliaremos la cantidad de explosivo.

—Espera, espera... —se apresuró a decir Dozer —eso es... quiero decir, el explosivo plástico es de los más potentes que hay. Es mucho, mucho más potente que el TNT. Vaya, quiero decir que se diseñó en la Segunda Guerra Mundial con la expresa finalidad de volar puentes y edificios.

—Probaremos una cantidad mínima —le tranquilizó Moses— y si eso hace una pequeña brecha, aplicaremos ahí una cantidad similar.

El plan les pareció razonable, y dado que Aranda estaba ocupado preparando su partida, el grupo se puso a la tarea sin más dilación. El explosivo con el que contaban era del tipo C4, aunque no se indicaba en ningún sitio. El paquete, que venía envuelto en un nailon negro, era de un color blanco y se asemejaba más a la arcilla para modelar, aunque no tenía olor. Junto con éste había una especie de carrete con lo que supusieron era algún tipo de mecha, una especie de cobre recubierto de plástico amarillo y terminado en una cápsula de aluminio. También había un pequeño aparato de color negro con un par de aberturas en su parte inferior.

—Imagino que esta parte se mete en el explosivo y se activa por corriente eléctrica, a distancia —dijo Dozer, examinando el paquete.

—Tiene sentido, la corriente se transmite por los conductores hasta iniciar la carga primaria.

—¿Y ese cacharro negro? —quiso saber Uriguen.

—El detonante, sí, seguro. Metemos el cable por aquí y se genera la chispa que detona la carga —contestó Dozer, dando vueltas al pequeño dispositivo en su mano grande y nudosa.

—¿Seguro que es una buena idea? —preguntó Susana, a la que todo ese asunto, ahora que tenía el explosivo a la vista, hacía que le zumbaran los oídos. Pero ya habían comenzado a abrir el paquete, rodeados de un súbito y ominoso silencio.

—Hay un problema —comentó entonces José, examinando los fulminantes de aluminio. —Solo tenemos dos de éstos.

Moses dejó escapar una exclamación.

—Dos oportunidades, entonces —dijo.

—No podemos arriesgarnos, de todas maneras —dijo Susana— tendremos que continuar con el plan de usar sólo un poco. Esto cada vez me gusta menos —confesó.

—Siempre podremos terminar de agrandar el hueco con una machota, ¿no,
pecholobo
? —exclamó Uriguen, dándole una palmada en la espalda a José.

—Bueno ¿cómo lo llevamos, es inestable?

—No, no, este explosivo se hizo para la guerra. Ni siquiera una bala podría detonarlo. Joder, ¿crees que lo tendríamos aquí en un armario en caso contrario?

—No lo sé —dijo Uriguen con una media sonrisa. —Estaba acordándome de un episodio de
Perdidos,
donde el explosivo le explota en la mano a un tío y esparce trozos minúsculos de su cuerpo en todas direcciones.

Dozer soltó un bufido.

—Qué burro eres —dijo—. Eso era dinamita, y además había sudado nitroglicerina, lo que la hacía tremendamente inestable, por eso se suele almacenar en un frigorífico. —Por fin, cogió el paquete como quien coge una bolsa de arroz e hizo un gesto vago con la cabeza, una clara señal de que debían continuar. Cuando todos hicieron un amago de ponerse en marcha, José les interrumpió.

—Un momento —dijo— si vamos a abrir una brecha, ¿no debemos prepararnos? Es un parking público, apostaría la cabeza a que tiene que estar lleno de
zombis.

—Bueno, no tan deprisa... —dijo Moses— sólo vamos a intentar abrir una brecha en el muro, a ver qué encontramos. Apostaría a que detrás de él hay un trozo de tierra y piedras, y después otro muro, que puede ser incluso más grueso, como son los muros de los parking. Esto es solo una toma de contacto, a ver cómo van las cosas.

—Vale —respondió lentamente.

Pero cuando todos salieron Susana dudó un momento; por fin, volvió sobre sus pasos y cogió su fusil. Su rostro albergaba una sombra de duda.

Bajaron a los sótanos con Moses en cabeza, y en apenas unos segundos llegaron a la habitación, un recinto de apenas tres metros cuadrados en la que se almacenaban algunos productos de limpieza. La pared en la que estaban interesados, sin embargo, estaba libre de bultos.

—Es ésta —dijo Moses, pasando la palma de la mano por la superficie, como si buscara rugosidades o alguna grieta.

Uriguen se acercó a examinarla.

—A ver, nenas, dejadme ver eso —dijo. —Antes de ser brigada
anti-zombi
y muchas otras cosas, pasé unos años en la construcción.

—¿En serio? —preguntó José, sorprendido.

—Yo he pateado más culos y meado más sangre que ninguno de vosotros,
pecholobo
—dijo riendo. Se acercó a la pared y la golpeó varias veces con uno de los cargadores que llevaba en el cinturón, lleno de bolsillos.

—Bueno, esperemos que no sea de hormigón, esos cabrones prefabricados rellenos llevan un forjado de hierro tanto en horizontal como en vertical, para que quede de una sola pieza. Y diría que eso es lo que tenemos aquí. Un muro de estas características debe soportar mucha presión, tanto la del peso del edificio como la presión externa y hacia dentro de la propia tierra. A eso hay que sumarle la humedad y las posibles filtraciones, tanto pluviales y similares, como las propias de la capa freática.

José soltó una sonora carcajada.

—¡Hijo de puta! —dijo riendo—, ¿capa
friki
ha dicho?

Susana rió la broma con bastantes ganas.

—Bueno —dijo Moses, dejándose contagiar por las risas. —En realidad, ¿qué quiere decir todo eso?

—Pues que es un muro de padre y muy señor mío —contestó Uriguen mientras devolvía el cargador a su sitio.

Moses asintió.

—¿Se puede intentar?

—No entiendo de explosivos —confesó Uriguen— pero diría que tendríamos que conseguir hacer brecha para introducir ahí el explosivo de verdad.

—¿Entonces...?

—Pues tío —soltó Uriguen, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros— yo pondría un buen pegote.

Y Susana descubrió que, inconscientemente, había estado tensando los músculos del estómago.

El explosivo era una especie de pasta moldeable con un tacto y una maleabilidad similar a la plastilina. Dozer extrajo una cantidad suficiente para llenarle toda la mano y la pegó a la pared, justo en el centro. Allí montó el fulminante, que se deslizó fácilmente en la masa. El cable de cobre colgaba de éste, retorcido y cimbreante como un extraño y espeluznante cordón umbilical.

Pero Uriguen, fatalmente, se equivocaba. Era verdad que había trabajado en la construcción, pero cuando lo hizo fue a una edad en la que no había conocido aún calor de mujer y se mecía como un junco al viento entre el desempleo y los trabajos eventuales en obras de poca importancia. La mayor parte del tiempo acarreaba penosamente ladrillos o capachos con mezcla de cal y arena desde el montón para la obra, cuando no subía y bajaba repartiendo bidones de agua y tarteras con la comida. Si hubiera sabido un poco más, habría desistido por completo de perforar una pared de un parking subterráneo, cuyo grosor puede alcanzar el metro veinte; unas bestias de hormigón armado testadas y homologadas con una mezcla de cemento de la máxima calificación y reforzadas con un forjado especial de alto rendimiento. Esos monstruos no se derriban con explosivo sin taladrarse primero con una barrena especial.

Lo peor, sin embargo, no fue desconocer esos detalles. Lo que el grupo no podía saber es que una vez existió un acuerdo entre la Sociedad Municipal de Aparcamientos y la Ciudad Deportiva de Carranque para mantener una entrada directa al subterráneo mientras aún estaba construyéndose. Carranque acercó su sótano hasta el extremo del parking, y éste acondicionó un par de metros de corredor para dar acceso peatonal. Al final, el acuerdo se rompió por problemas de permisos que tenían que ver con normas de seguridad y salidas de emergencia, así que se construyó un tabique sencillo para cortar el corredor y todo el mundo se olvidó del asunto. Ladrillos sencillos puestos de canto unidos por finas capas de cemento, que ahora tenían adheridas unos cuatrocientos gramos de explosivo plástico C4 de ruptura.

Cuando todos se retiraron de la habitación y estuvieron a salvo más allá del umbral salvaguardados por un recodo, Dozer contó hasta tres y accionó el detonador. La explosión fue tan brutalmente rápida que pilló a todos por sorpresa; cuando se trata de C4, el fuego y el calor viajan a una velocidad de un kilómetro por segundo, lo que provoca una fulgurante luminosidad y un súbito incremento de la temperatura que te abrasa la piel, te acartona las fosas nasales y te deja los ojos tan resecos que durante un tiempo parecen rechinar al girar en sus cuencas. Y después viene el sonido, inconmensurable, devastador; hace temblar la caja torácica y sientes la presión dentro de la cabeza hasta un punto que los dientes parecen bailar ante el impetuoso crescendo. Sucede todo en apenas un par de segundos, pero el shock es tan intenso que las glándulas suprarrenales inundan el cuerpo de adrenalina, y la percepción que se tiene es de cámara lenta. La luz. Los cuerpos se sacuden como empujados por manos invisibles.

Así se sintieron Moses y el Escuadrón cuando la explosión hizo volar por completo el muro que separaba el parking de la ciudad deportiva. No volaron cascotes ni ladrillos, todo se redujo a una lluvia de trozos tan terriblemente pulverizados que parecían granos de arena disparados por una ametralladora. La mayoría se incrustaron en las paredes, el suelo y el techo. La habitación entera pareció retumbar ostentosamente, incluso instantes después de que el sonido hubiera terminado dejando un eco, una suerte de zumbido vibrante y enloquecedor impregnado en el aire. Más allá del umbral, y aunque convenientemente protegidos, Susana se descubrió en el suelo, confusa. Uriguen había caído a los pies de Dozer, quien se aferraba a la pared de espaldas, extendiendo ambas manos. José y Moses se encontraban en circunstancias similares.

Un pitido vibrante y agudo les inundaba los oídos.

Susana quiso abrir la boca, pero incluso conmocionada como estaba, descubrió que le dolía. Sentía la lengua en su boca como si no fuera suya; se la había mordido.

Moses respiraba trabajosamente. La experiencia le había llenado la cabeza de recuerdos de un pasado no demasiado lejano, cuando el padre Isidro le tendió una emboscada con explosivos y el túnel en el que se encontraba se derrumbó sobre él, su viejo amigo
el Cojo,
y otros. Él sobrevivió, pero su amigo no tuvo esa suerte. Por un breve instante, su cabeza creyó estar en dos sitios a la vez: entonces, y ahora, y preso del terror, sus ojos buscaban con salvaje desesperación a su amigo, como si aún pudiera salvarle.

Pero no había forma de ver gran cosa en aquél corredor angosto; de pronto el aire se había llenado de polvo, tan denso y asfixiante que todos empezaron a toser.

Y entre medias de las brumas de sus cabezas y el zumbido que colapsaba su audición, los alaridos que tan bien conocían empezaron a hacerse audibles, como si llegaran de un lugar remoto.

Eran los muertos.

6. La brecha

Fue José el primero en reaccionar.

—Dios mío —dijo casi en susurros. Su voz estaba rota, ronca.

Moses se incorporó, trastabillando. Su mente comenzaba a enfocar la realidad mientras, a su lado, Susana lo zarandeaba.

—... mas!

Moses la miró, sin comprender.

—¿Qué? —logró articular.

—¡Las armas! —dijo, ahora ya gritando.

Mientras la frase se abría camino en su reducida banda de comprensión, Uriguen salió corriendo en dirección a la escalera. Por fin, se giró para mirar la pared donde habían puesto el explosivo.

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