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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (4 page)

BOOK: Necrópolis
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Aranda se sentó con él y hablaron sobre la posibilidad de que Juan llevara un registro propio sobre su estado. Pulsaciones, temperatura, estado anímico general... cierta lista que tendría que comprobar todos los días, a veces en varias ocasiones. El doctor Rodríguez le pidió que volviera inmediatamente si se sentía mal, y Juan Aranda salió del paso con un vago movimiento de cabeza que el doctor interpretó como un sí.

—Hay una cosa más —dijo Rodríguez sacando un pequeño tarro del bolsillo— si vas a vivir peripecias por ahí fuera encontrarás cadáveres por doquier. No me refiero a esos
zombis,
no huelen ni la mitad de mal que un cadáver de verdad. Un muerto empieza a oler al cabo de unos minutos de producirse el fallecimiento, imagina después de meses. Muchos habrán sido parcialmente devorados, y si el olor a sangre es muy desagradable, el de los intestinos huele literalmente a mierda; y el de los pulmones recuerda vivamente a cañería atascada. Por si fuera poco además, muchos se defecan encima al morir, circunstancia que olvidan mencionar en casi todas las series y películas de cine, pero es así; y eso sin mencionar el sudor y demás secreciones que se expulsan por casi todos los orificios del cuerpo.

—Antonio, por Dios... —soltó Aranda.

—Lo malo de esos olores —continuó el doctor— es que se quedan impregnados en la ropa y grabados en la pituitaria. Te acompañarán algunas horas después de que te hayas restregado con los muertos. No hay forma de librarse. Este ungüento es para evitar todo eso —dijo dándole el bote pequeño— es mejor que el
Sinus,
que irrita las vías respiratorias. Ponte un poco debajo de la nariz, y no te desharás en vómitos.

Aranda le dio las gracias y se llevó el frasco, pensando si todo aquello sería en realidad buena idea.

El que peor lo llevó fue Dozer y su gente. Eran ellos los que siempre habían salido fuera entre los
zombis,
armados con sus rifles y pistolas. Utilizaban las alcantarillas para moverse, porque generalmente solían estar vacías; no habían conocido aún al muerto viviente que supiera coordinar brazos y piernas para subir por una de esas escaleras de mano. Querían acompañar a Juan en su periplo.

—Es demasiado peligroso, Dozer —explicó Juan. José, Uriguen y Susana estaban también con ellos en la pista de atletismo, sentados en unas sillas plegables que la lluvia había oxidado demasiado pronto. En el suelo había un paquete de cervezas.

—Podrían comerte el cerebro, muchacho —bromeó José, levantando su cerveza hacia Dozer.

—Es cierto... —dijo Susana reflexiva mirando a los espectros que se arremolinaban tras las altas rejas metálicas, al otro lado de la pista. —El gran tópico de las películas de
zombis.
Pero no lo hacen. No se comen el cerebro.

Dozer rió, agachando la cabeza para no atragantarse con la cerveza. Los músculos de sus brazos se tensaron bajo la camisa.

—Diría que lo del cerebro es una cuestión metafórica —contestó Aranda, pensativo. —En muchas de aquellas películas, los
zombis
representaban la sociedad consumista, el acto maquinal y repetitivo de ir de compras, incluso como distracción de un sábado por la tarde. Para esa metáfora, la parte del cerebro es bastante lógica...

—¿Por aquello de que te comen el coco? —preguntó Dozer.

—Eso es. Nos comen el coco para ser uno de ellos. Pero la metáfora no funciona en la práctica, claro. Entre otras cosas porque no creo que el cráneo pueda abrirse con los dientes de un ser humano, máxime si tienes la dentadura hecha polvo como suele ser el caso en nuestros amigos; y no digamos ya si tienes problemas de coordinación psicomotriz.

—¡Ésa es buena!—rió José.

—Tampoco los hemos visto... comer —comentó Susana—, mordisquean para matar, sólo eso.

—Es verdad —contestó José mientras los demás asentían de una forma u otra. Bebieron cerveza, que estaba caliente pero seguía embriagando igual, lo que de vez en cuando era agradable.

—En cualquier caso —comentó Aranda con una sonrisa— es lo que hacen con los vivos no inmunes. ¡Los mordisquean! En suma, muy peligroso.

Dozer miró a Aranda con los ojos entrecerrados.

—¿Peligroso? —contestó José. —Deberías habernos visto cuando Jaime estrelló el helicóptero y tuvimos que atravesar toda la calle infectada de
zombis.
Eso sí que era peligroso.

—Lo sé, lo sé. Pero esto es diferente...

—¿Cómo es diferente? —preguntó Susana.

—Es un largo camino, no es como esas operaciones de limpieza que hacéis en los edificios de alrededor. Aquí, si algo sale mal, es posible volver atrás y regresar a casa en poco tiempo. Pero si el vehículo que llevemos se estropea, o nos estrellamos... podéis disparar hasta que se acaben todos los cargadores, que no habrá vuelta atrás.

—Tú también puedes estrellarte —comentó Dozer.

—Pero iré yo solo. No lo entendéis. Sois vitales para la subsistencia de Carranque. Acordaos de aquellos motoristas... si no hubiera sido por vosotros, ¿quién sabe cómo habría acabado todo? Casi todos los que viven aquí han intentado de una forma u otra practicar con las armas, pero ninguno ha dado la talla. Sabéis que en una contienda con esos espectros sólo vosotros tenéis las tablas, la experiencia, la puntería y la forma física necesaria para sobrevivir. Lo habéis demostrado muchas veces. Que vengáis conmigo... es una locura.

—¡Y que lo digas tú! —rió José.

—Es cierto... —comentó Susana suavemente, con una media sonrisa curvándole la comisura. —Tú eres nuestro líder.

Pero Aranda terminó por convencerlos.
¿Y si los muertos lograsen entrar en el campamento mientras estamos fuera?
fue la pregunta que los desarmó. Realmente no parecía una buena idea ausentarse durante tanto tiempo, y así, finalmente, dejaron que su indómito líder se fuera a su periplo personal.

Aquella noche se acostó con una sonrisa fresca y nueva en los labios. Pensaba que al día siguiente buscaría una moto ligera y manejable, una que pudiera meter campo a través si la carretera estaba cortada, y entonces conduciría hasta amaneceres lejanos, más allá de las abarrotadas calles de Málaga. Mientras el sueño se lo llevaba poco a poco, se imaginó conduciendo por toda la Costa del Sol, poniendo grupos de supervivientes aislados en contacto unos con otros y acarreando no solo medicinas y víveres, sino la misma
vida.

4. Reza y el grupo de caza

No eran ni las cinco de la tarde, pero el cielo estaba tan cubierto de nubes negras cargadas de lluvia que casi parecía de noche. A Reza no le gustaba cazar cuando la visibilidad era tan mala, pero el juego era el juego, y nadie jugaba mejor que él.

Esperaba de pie junto a su coche, en lo alto de una loma, pendiente del reloj. De vez en cuando se cansaba y cambiaba su peso de una pierna a la otra, o miraba al alto edificio que se encontraba a unos trescientos metros, en el extremo opuesto del aparcamiento. Se erguía cuan alto era en medio de una plétora de casas bajas y vegetación, un testimonio de ladrillo y acero de la corrupción en la Costa del Sol. Dieciséis plantas de locura llenas de muertos vivientes. Y en lo más alto, un pañuelo rojo atado a uno de los cables de sujeción de una antena de telefonía móvil que tremolaba enloquecida.

Impaciente, volvió a comprobar el equipo como parte de una rutina repetida cientos de veces, se ajustaba el cobertor de
Goretex,
los inmaculados guantes negros, el cinturón con las granadas, los cargadores y otros enseres, y comprobaba las gafas de visión nocturna que se encendían con un sonido reconfortante. Eran unas
Photonis-DEP
de la más alta gama, perfectas para detectar cosas muertas en la oscuridad. Había probado otras pero no le servían; había aprendido que los muertos apenas irradiaban calor corporal. Por fin, revisaba su rifle, la belleza rusa AK-74 equipada con mirilla telescópica y volvía a mirar el reloj.

Cuántas veces habían jugado a cosas similares ya ni lo recordaba, pero sí recordaba que casi siempre, él era
el mejor.
Sus derrotas las rememoraba con un rebufo de bilis estomacal horrible, y se auto-castigaba apretando inconscientemente los músculos de la barriga y los dientes, una costumbre que acarreaba desde niño. Entonces podía estar varios minutos pasándose la mano por la cabeza, frotando la calva de delante a atrás, de atrás a adelante.

Reza se crió en su casa, una enorme mansión ubicada en las afueras de Marbella que, sin embargo, era cenicienta y lúgubre. Tutelado por su padre, un asistente personal y un tutor, además de un monitor de gimnasia, nunca conoció las alegrías y sinsabores del colegio. Su padre, el Sr. Lubke, era un resuelto hombre de negocios, un alemán tan estricto que las hojas de los árboles del jardín no caían hasta que él determinaba que había llegado el otoño. Trataba a su hijo con el mismo puño de hierro que sus negocios con los cuales amasó una enorme fortuna. No todos eran legales, su ventana moral era lo suficientemente amplia como para que se colara el blanco, el negro y todos los colores del arco iris. La infancia de Reza transcurrió entre los compases rítmicos de un metrónomo, aparato que medía cada actividad y cuyos lánguidos sonidos dominaban la casa desde que empezaba la jornada a las cinco de la mañana hasta que el día terminaba a las nueve. Siempre la misma rutina, día tras día, sin importar que fuera miércoles, domingo, o Nochebuena;
flexibilidad
era una palabra que había sido erradicada completamente del diccionario familiar, y el concepto de ocio se asociaba a dedicar tiempo a cosas como la lectura o la gimnasia. Con cuatro años ya sabía leer y escribir perfectamente, y con seis era notable en el arte de la esgrima. Estudió lenguas muertas, recorrió el pensamiento de los grandes filósofos desde la antigua Grecia a la actualidad y con doce años se encontraba cómodo leyendo avanzados tratados matemáticos sobre relatividad general.

Pero la educación de Reza nunca contempló las cosas pequeñas que todos los niños a su edad recibían en gran cantidad; caricias, abrazos o unas simples palabras de aliento. Nada de eso tuvo nunca lugar en su formación espartana. Su madre ingresó en una clínica de belleza nada más dar a luz y lo confió a unas comadronas que servían en la casa para que lo cuidaran. Llevaban al servicio de la familia más tiempo del que hubiese sido conveniente y se habían contagiado bien de la acritud y marcial eficiencia con la que se regía todo. El bebé Reza recibía su alimento, sus baños y su cambio de pañales con precisa puntualidad, pero nada más. Nadie besó su suave naricilla, nadie acarició su perfumada tez, nadie lo sujetó contra su pecho ni un segundo más del estrictamente necesario.

El único amigo que Reza tuvo en su niñez fue Kaiser, un micho miserable de color anaranjado que una cocinera en sustitución alimentaba a escondidas en la cocina. El
gatillo
le fascinaba poderosamente cuando podía verlo en los raros días que merendaba en la mesa del recinto. Le gustaba verlo tumbado en el escalón con los ojos cerrados al sol y con la panza subiendo y bajando suavemente al ritmo de la respiración, y luego desperezarse lentamente estirando las patas delanteras y abriendo mucho la boca. Le gustaba verlo caminar por entre las baldosas negras y blancas, arrimando el rabo a todos los muebles por los que pasaba como si quisiera dejar una huella invisible en ellos.

Una tarde cualquiera, Reza mojaba unas galletas en el vaso de leche mientras Kaiser se entretenía en mantener una feroz batalla con un trapo de cocina que colgaba de un gancho. Hacía fintas hacia uno y otro lado, se tumbaba en el suelo con las cuatro patas en actitud defensiva y finalmente pegaba un salto para lanzar un poderoso zarpazo que hacía sacudir el trapo. De tanto en cuando, el minino lo miraba con unos preciosos ojos redondos, toda su cara trocada en un signo de interrogación, como si buscara la aprobación del niño. Reza intentaba un rictus de sonrisa (tan desconocida le era) pero por dentro la excitación bullía como las burbujas en una botella de refresco que acaba de ser agitada.

Por fin, cuando el gato acabó liberando el trapo, éste cayó suavemente sobre su cabeza, atrapándolo. La esforzada batalla que se produjo a continuación, con una tormenta de patitas en rápida sucesión entrando y saliendo del trapo de cocina provocó que Reza soltara una sonora carcajada. Fue como si un océano contenido durante milenios en la presa más antigua del mundo fuese por fin liberado: un torrente de agua límpida que arrancaba sin esfuerzo toda la costra rancia y hedionda enquistada en su alma. Rió una, dos y tres veces, y asombrado de sí mismo, no pudo parar de hacerlo. Kaiser, que generalmente salía corriendo cuando se producía un sonido más alto que otro, se asomó por debajo del trapo con las puntiagudas orejas apuntando hacia él, pero no huyó.

Pero no huyó.

En los años y años que estaban por venir, Reza se sorprendía a sí mismo preguntándose qué hubiera pasado si Kaiser hubiese salido corriendo, pero nunca conscientemente. El recuerdo acudía furtivo, siempre traicionero en los momentos bajos, porque recordar aquello le provocaba una sensación de asco, miedo y odio tan profundamente combinadas que a veces se mareaba y tenía que detenerse un rato a respirar, como aquejado de una profunda crisis asmática. El recuerdo comenzaba con su padre entrando en la cocina, como siempre sin apresurarse, casi sin hacer ruido, acompañado de una de las amas de casa. Sus rostros sombríos ocultos por una máscara lánguida y seria lo miraban fijamente mientras él continuaba riendo, tanto que con una mano se sujetaba el estómago y con la otra señalaba al gato. El Sr. Lubke le miraba intensamente, siempre sin mover un solo músculo de la cara. Muy despacio, giró la cabeza para seguir la dirección del dedo y fijarse en el gato, que ahora daba vueltas sobre sí mismo con el trapo aún enredado en las patas traseras. Y entonces, sin más preámbulo, recorrió los cuatro pasos que le separaban del animal, se agachó y lo levantó bruscamente del suelo cogido por el rabo.

El corazón de Reza se paralizó, el torrente de risa interrumpido como si, de repente, hubieran cerrado de nuevo las puertas de la presa de su alma. El gato, entre bufidos, se sacudía y volteaba como si le estuvieran sacudiendo con un palo pero su padre permanecía impasible, mirándole. Y de repente alargó la otra mano, cogió al gato por el cuello y con un simple movimiento le rompió el cuello.

¡Crack!

Kaiser se sacudió una sola vez; un espasmo brutal que tensó totalmente sus patitas anaranjadas. Cayó al suelo hecho un ovillo informe, la espalda combada hacia atrás y la cabeza inclinada hacia el lado incorrecto. Los ojos entrecerrados le miraban; la lengua, rosada y pequeña, asomaba inerte por un lado.

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