Si la mujer cuya sangre estaba observando no se sometía pronto a tratamiento, moriría irremediablemente en unos cuantos meses.
Aquello de quedarse solo en la enfermería era una clara muestra de que Palmer no tenía ya nada allí que le preocupara y que el trabajo había terminado. Se arrellanó en el sillón de cuero y cayó en el error de querer forzar el sueño, mientras su mente estaba atenta al menor sonido que llegaba del exterior. Se oía el rugido de las grúas y de los motores que volvían a la actividad, los gritos de algunas órdenes presurosas y por encima de todo ello el ruido desagradable de los martillos neumáticos que golpeaban sobre metal.
Cada uno de aquellos sonidos le hacía imaginar algo nuevo sin que su mente viera con claridad mucho más. El Decamerón se le hacía aburrido, el whisky que se preparó estaba fuerte y rancio, y ni siquiera valía la pena hacer solitarios.
Por último se dio por vencido y se dirigió al hospital de campaña. Pensó que Jorgenson estaría mejor atendido allí fuera, bajo los cuidados del equipo médico de Mayo, e incluso pensó que podía ser útil allí. Al salir por la puerta trasera de la enfermería oyó el ruido de unos helicópteros que se acercaban con pesadas cargas bajo sus cuerpos. Los observó mientras desaparecían uno tras otro por encima de los edificios. De alguna parte surgió un grupo de hombres presurosos que corrían en dirección a los helicópteros de carga. Se preguntó si habría alguno de aquellos hombres que obedeciera si se le obligaba a regresar al magma y salir repleto de radiactividad; luego pensó que no era algo muy preocupante, ahora que podía eliminarla sin recurrir a la cirugía.
Blake se encontró con él a la entrada del hospital de campaña, y no disimuló el gran orgullo que sentía al dirigir a los demás médicos.
—¡Lárgate, doctor! Aquí no eres necesario, y además necesitas descansar. No quiero verte entre las bajas, ¿me entiendes? ¿Cuáles son las últimas noticias del alto mando?
—Jorgenson no logró recuperarse, pero al muchacho se le ha ocurrido algo y ahora trabajan en ello —el doctor trataba de parecer más optimista de lo que se sentía—. Estaba pensando que será mejor que traslademos a Jorgenson aquí; todavía sigue inconsciente, pero no parece haber nada de lo que preocuparse. ¿Dónde está Brown? Si no está dormida querrá conocer con todo detalle los últimos acontecimientos.
—¿Dormida ésa no estándolo su marido? Ya, ya. Tiene complejo de madre: no puede estar sin preocuparse por él —dijo entre risas Blake—. Le vio correr con Hokusai pegado a sus talones y lo dejó todo para seguirle inmediatamente. ¡Cómo me gustaría tener así alguna vez a Anne! ¡Vaya con el chico listo ese, Jenkins! Bueno, se aparta de mi manera de actuar. Yo no intento siquiera preocuparme por algo hasta que me lo ordenan. Muy bien, doctor, traeremos a Jorgenson dentro de un par de minutos, así que ¿por qué no coges una de esas camas y te echas un rato?
El doctor soltó un gruñido al tiempo que miraba con curiosidad los refinamientos y el interior magníficamente equipado de aquel hospital de campaña.
—Ya me lo he recomendado, Blake, pero el paciente parece negarse al tratamiento.
Creo que iré en busca de Brown, así que hazme llamar por los altavoces si sucede algo anormal.
Se dirigió al lugar donde transcurría la acción principal y se dio cuenta de que era lo que había estado deseando todo el rato. Lo único que le había frenado había sido el temor a convertirse en una molestia, pero ahora que sabía que Brown estaba por allí ya no encontraba razón alguna para no acercarse. Pasó frente al taller de maquinaria, donde advirtió la apresurada actividad reinante y llegó al número Dos, donde otras brigadas estaban ocupadas en arrancar largas secciones de enormes cañerías y de otros varios aparatos. Mucho antes de llegar al número Tres se encontró frente a una zona acordonada y anduvo junto a ella buscando a Palmer o a Brown. Ésta fue la primera en verle.
—¡Eh, doctor Ferrel! Aquí, en el camión. Estaba convencida de que no tardaría en aparecer. Desde aquí disponemos de una buena plataforma de observación por encima de las cabezas de todos los demás, y además nos ahorraremos bastantes pisotones.
La muchacha le tendió una mano y sonrió ligeramente al ver que él la rechazaba y se encaramaba con unos gestos más bruscos de lo que deseara. El doctor no se sentía tan viejo como para permitir que una mujer le ayudara a subir.
—¿Sabe qué es lo que sucede? —preguntó a Brown, al tiempo que se deslizaba sobre la plataforma del camión y observaba a los hombres que bajo el mismo se dirigían hacia el convertidor. Parecía haber una docena de puntos en los que la actividad era desenfrenada, y los grupos se cruzaban en completa confusión. Sin embargo, era incapaz de comprender el significado global de todo aquel movimiento.
—No más que usted. No he visto a mi esposo, aunque sí al señor Palmer, al que le faltó tiempo para ordenarme que me retirara de aquí.
El doctor prestó atención a los helicópteros vacíos que iban a buscar más material y volvían para dejarlo cerca de su posición. Llegó a la conclusión de que aquellas cajas contendrían las diminutas bombas termodinámicas. Era lo único que le resultaba comprensible de toda aquella confusión, y por tanto era lo que menos le interesaba.
Había otros hombres ocupados en unir las grandes secciones de tubos que antes había visto arrancar, y que ponían uno tras otro hasta hacer un larguísimo tubo que se perdía de vista, al tiempo que varios tanques lo asían y lo disponían en dirección al riachuelo que corría por las cercanías de la central.
—Supongo que esos son los extractores —le dijo a Brown, mientras se los señalaba—. Lo que no comprendo es cómo se podrá hacer circular por ese viaducto todo el material que queda.
—Yo sí lo sé; a veces estuve en la planta atómica que tenía el padre de Bob —respondió la muchacha con una encantadora caída de ojos. Al ver que el doctor asentía con la cabeza, prosiguió—: Los tubos son para los gases que se expulsan, y esas cosas grandes y cuadradas son los motores y ventiladores; ponen uno cada doscientos metros de tubo más o menos. Y lo que están colocando sobre el tubo deben ser calentadores para mantener a elevada temperatura los gases que se desprendan. ¿Es que van a tratar de llevárselo todo?
El doctor no supo qué responder, pues todo lo que sabía era lo que sus ojos veían, pero se preguntó cómo solventarían el problema de aproximar lo suficiente al magma aquellos aparatos para que trabajaran con eficacia.
—He oído que su esposo ha hecho traer varias bombas termodinámicas, por lo que creo que intentarán gasificar el magma, y luego lo verterán en el río.
Mientras hablaba hubo un frenesí de actividad en uno de los extremos y sus ojos se volvieron inmediatamente hacia aquella dirección. Vio que una de las grúas extendía su brazo delantero y sostenía una gran sección de tubo en cuyo extremo se había situado una tobera. La grúa se balanceó en precario equilibrio, aunque se habían colocado en su base pesados sacos que servían de contrapeso. Centímetro a centímetro fue alzando la carga y empezó a avanzar, siempre con la tobera en la parte de delante y a suficiente altura.
Debajo del extractar principal había otro más pequeño. Cuando llegó al límite externo de la zona de peligro, del extractor pequeño saltó un pequeño objeto que dio en el suelo.
De repente todo se transformó en un infierno abrasador de luz blanco-azulada mucho más brillante de lo que parecía a juzgar por el efecto en los ojos. El doctor cerró los suyos al tiempo que alguien le colocaba en la mano un objeto.
—Póngaselas. Palmer dice que esa luz es actínica.
Oyó a Brown que se agitaba junto a él, luego se le aclaró la visión y echó una nueva ojeada a través de las gafas especiales hasta ver una nube resplandeciente que surgía del magma, se desparramaba por el suelo y se iba haciendo más estrecha a medida que ascendía, hasta que el extractor principal la fue engullendo. Finalmente desapareció. Del tubo más pequeño cayó un nuevo envoltorio que también explotó con una reacción térmica fortísima. Una ligera mirada a otra parte le mostró a un reducido grupo de operarios que preparaban otra grúa y que se cuidaban de pasarle unos trapos mojados en aceite. A su lado había más de aquellas pequeñas bombas. Quizá no habían encontrado tubos de las medidas exactas y estaban rellenándolo para que la presión las hiciera salir hacia delante y hacia abajo. Cuando estuvo dispuesta soltó tres bombas más, una cada vez, y los ventiladores se pusieron en marcha uno por uno entre gruñidos y rugidos, sorbiendo el vapor que se elevaba de aquel material incandescente y enviando los residuos al río.
A continuación la grúa se retiró unos centímetros hacia atrás con todo cuidado mientras unos operarios desacoplaban de la línea principal el tubo que sostenía. Una segunda grúa ocupó su lugar. El doctor llegó a la conclusión de que el calor que generaban las bombas termodinámicas debía ser tan fuerte que las máquinas no podían tolerarlo sin sufrir graves daños. Por eso no se podía mantener a ningún hombre en la cabina de mando más que un instante, ni siquiera con los trajes protectores más resistentes. Desde otro lugar se acercaba ya una nueva grúa, dispuesta a tomar el relevo. La tarea se convirtió entonces en una rutina de grúas entrando y saliendo, y de hombres preparándoles el material, uniendo y separando los tubos y cambiando aquellos que ya habían estado expuestos al terrible calor. El doctor empezó a sentirse como un espectador en un partido de tenis que siguiera el movimiento de la pelota sin conocer las reglas del juego.
Brown debía haber tenido la misma idea, pues cogió a Ferrel del brazo y le indicó una cajita forrada de piel que sobresalía ligeramente de su bolso.
—¿Juega usted al ajedrez, doctor? Me parece que para estar aquí mirando sin entender nada sería mejor que jugáramos unas partidas. Según dicen, es un buen tónico para los nervios.
El doctor asintió, agradecido, sin explicarle a la muchacha que había sido el campeón de la ciudad tres años seguidos; jugaría tranquilo, observaría el juego de la doctora, se frenaría lo suficiente para hacer interesante la partida, se dejaría ganar deliberadamente una torre, un alfil, un caballo, lo que fuera necesario para ir igualando las fuerzas… Seguía pensando: «Supongamos que logran sacar todo el magma y lo echan al río. ¿Queda resuelto así el problema?» Lo único que harían sería eliminarlo de la planta, pero quedaría a mucho menos del límite de seguridad mínimo de setenta y cinco kilómetros…
—Jaque —anunció Brown. El doctor enrocó y echó una ojeada a la media docena de grúas que estaban en acción en aquel momento—. ¡Jaque! ¡Jaque mate!
Ferrel miró el tablero sin reflexionar y vio que la dama cubría todas las escapatorias posibles mientras un alfil daba el jaque. Luego sus ojos se fijaron en el fondo del tablero.
—¿Sabía que ha tenido a su rey en jaque durante las últimas seis o siete jugadas? Yo ni me había fijado…
Ella frunció el ceño, movió la cabeza y empezó a colocar otra vez todas las piezas. El doctor salió con el peón de dama, miró una vez más a los operarios y sacó el alfil de dama, para ver cómo ella se lo comía con el peón de rey. No había visto siquiera el movimiento que ella realizara y había contado con que correspondería a su jugada con la misma de peón dama. En aquel tablero portátil se requería prestar una mayor atención a los movimientos. Los obreros se movían a toda prisa y se iba haciendo un claro cada vez mayor, pero a medida que avanzaban sobre el terreno que habían batido las bombas caloríferas, la violenta acción de éstas quedaba expuesta en el terreno, lleno de socavones pese al cuidado que habían puesto en el uso de las bombas. Cada vez resultaba más difícil avanzar, y el tiempo empezaba a correr cada vez más deprisa.
—¡jaque mate! —El doctor se volvió a encontrar en una ratonera y empezó a asentir—.
¡Oh, lo siento! He estado jugando con el rey en lugar de la dama. Doctor, veamos si podemos hacer por lo menos una partida un poco correcta.
Antes de que terminaran la siguiente se hizo patente que no sería posible. Ninguno de los dos dedicaba mucha atención al juego. Los peones y las figuras hacían malabarismos a cuál más extraño, mientras los caballos no dudaban en saltar seis cuadros en lugar de la ele que tenían que señalar. Lo dejaron correr, en el preciso momento en que una de las grúas perdía su precario equilibrio y se inclinaba hacia delante, haciendo que el largo tubo extendido se sumergiera en la masa humeante que había debajo. Los tanques llegaron al instante y tiraron hacia delante y hacia atrás hasta que cayó con gran estruendo al tiempo que el tubo se fundía. La grúa fue retirada y otra tomó su lugar. El conductor, por suerte, había saltado de la cabina con tiempo suficiente y hacía gestos con el brazo cubierto por la pesada armadura para indicar que se encontraba bien. De rutina nuevo volvieron las cosas a la excitada que parecía proseguir indefinidamente, aunque los segundos pasaban ahora con gran rapidez y se convertían en minutos que amenazaban transformarse en horas con toda presteza.
—¡Oh! —La doctora lo había visto todo durante un rato, pero de repente dio unos golpecitos con los pies y se enderezó con una mano sobre la boca—. Doctor, acabo de pensar que nada de todo lo que están haciendo servirá para nada.
—¿Cómo?
Resultaba imposible que la muchacha supiera más que él, pero de todos modos notó que las ligeras esperanzas que conservaba disminuían rápidamente. Tenía los nervios embotados, pero aún dispuestos para saltar al menor aviso.
—Porque el material que estaban haciendo era superpesado… ¡Se hundirá en cuanto toque el agua, y se amontonará ahí! ¡No podrá flotar río abajo!
Era obvio, pensó Ferrel; demasiado obvio. Quizás ésa era la razón de que los ingenieros no hubiesen pensado en principio en aquella solución. Empezó a bajar de la plataforma en el mismo momento en que Palmer se disponía a subir, y la mano del gerente le obligó a volver atrás.
—Calma, doctor, no pasa nada. Conque ya os enseñan algo de física a las mujeres en la actualidad, ¿no es cierto, señora Jenkins, Sue, doctora Brown o como quiera que se haga llamar? No se preocupen: el viejo principio del movimiento browniano mantendrá suspendido cualquier coloide, en el supuesto de que sea lo bastante fino como para ser un coloide auténtico. Cogemos ese magma, lo aspiramos, y lo mantenemos bien caliente hasta que toca el agua. Entonces se enfría tan deprisa que no tiene tiempo de convertirse en partículas lo bastante grandes como para naufragar. Además, recuerde que algunas partículas del polvo que flota en el aire son más pesadas también que el agua. Si no les molesta, me uniré a los mirones y me quedaré aquí. Desde esta posición se puede observar todo mejor que desde ahí abajo. Por ahora los hombres lo tienen todo bajo control.