Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Vertió el café en un termo, se colgó el banjo del hombro y se dirigió a la cafetería para recoger unos bocadillos. El personal de cocina, que habitualmente no hacía más que charlar, estaba hosco y silencioso. No podían sentirse alterados todavía por lo que le había ocurrido a Vanderwagon. Seguramente es por lo temprano de la hora, se dijo Carson. En los últimos días, todo el mundo parecía de mal humor.
Después de registrar su salida ante el guardia del perímetro, tomó por el camino de tierra que daba un rodeo hacia el nordeste, en dirección a Monte Dragón. Al llegar a la base, inició el ascenso hacia la cumbre. Abandonó el camino principal para seguir un sendero estrecho y escarpado. Notaba el peso del instrumento sobre su espalda, y las cenizas se deslizaban bajo sus pies mientras ascendía. Tras media hora de duro esfuerzo, consiguió llegar a la cumbre.
Se trataba de un clásico cono de ceniza, con el centro ahuecado por la antigua erupción. A lo largo del borde crecían unos matojos de mesquito. En el extremo opuesto, Carson vio una serie de torres de radio y de microondas, y un pequeño cobertizo blanco rodeado por una valla de cadena.
Se volvió y respiró profundamente, dispuesto a disfrutar de la vista. En el preciso momento del amanecer, el suelo del desierto era como un estanque de luz que se ondulaba como si no tuviera superficie alguna, aunque sólo se trataba de un juego de reflejos. A medida que el sol se fue elevando, una sábana de luz dorada se extendió sobre el suelo, arrancando sombras alargadas de los mesquitos y creosotes. Carson observó el borde de luz que avanzaba con rapidez sobre el desierto, de este a oeste, inundando las montañas de luz y barriendo las sombras a su paso, hasta que se alejó sobre la curva de la tierra y dejó un manto de luz a su paso.
A varios kilómetros de distancia distinguió las ruinas del pueblo anasazi, que ahora sabía que se llamaba Kin Klizhini, y que arrojaba sombras sobre la polvorienta llanura, como cuchilladas negras. Más lejos, el suelo del desierto se hacía negro y moteado; era el río de lava que formaba el Malpaís.
Eligió un lugar cómodo, por detrás de un gran bloque de toba. Dejó el banjo a su lado, se desperezó, cerró los ojos y disfrutó de aquella deliciosa soledad.
—¡Mierda! — oyó exclamar minutos más tarde.
Sorprendido, Carson abrió los ojos y vio a Susana Cabeza de Vaca ante él, con las manos en jarras.
—¿Qué está haciendo aquí? — preguntó ella.
Carson tomó el estuche del banjo. Acababa de ver arruinado el día.
—¿A usted qué le parece? — replicó.
—Está en mi lugar preferido.
Sin decir nada más, Carson se levantó. Estaba decidido a evitar cualquier discusión con su ayudante de laboratorio. Montaría en
Roscoe
, se alejaría unos kilómetros y tocaría allí su banjo.
—¿Se encuentra bien? — preguntó al observar la expresión de la mujer.
—¿Por qué no debería estarlo?
Carson la miró. Su instinto le aconsejaba no entablar una conversación, no preguntar nada y limitarse a salir de allí como alma que lleva el diablo.
—Parece un poco alterada —dijo, a pesar de todo.
—¿Por qué debo confiar en usted? —repuso ella con brusquedad.
—¿Confiar en mí? ¿Acerca de qué?
—Usted es uno de ellos —dijo ella—. Un hombre de la empresa.
Por debajo del tono acusador, Carson percibió miedo. — ¿Qué ocurre? — preguntó.
Susana permaneció en silencio durante largo rato.
—Teece ha desaparecido —dijo finalmente.
Carson se relajó.
—Claro. Hablé con él anteanoche. Ayer por la mañana iba a coger un Hummer para ir a Radium Springs. Regresará mañana.
Ella sacudió la cabeza.
—No lo comprende. Después de la tormenta se encontró su Hummer abandonado en el desierto.
¡Mierda! Teece no, pensó él.
—Seguramente se perdió en la tormenta de arena.
—Eso dicen.
—¿Qué significa eso? — preguntó con tono cortante.
Ella eludía su mirada.
—He oído a Nye hablar con Singer. Le dijo que aún no habían encontrado a Teece. Estaban discutiendo.
Carson guardó silencio. Nye… Una imagen acudió a su mente: un hombre que surgía entre la tormenta de arena, cubierto de polvo, con su caballo agotado.
—¿Acaso cree que lo han asesinado? — preguntó. Ella no contestó—. ¿A qué distancia estaba el Hummer de Monte Dragón?
—No lo sé. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque vi a Nye regresar de cabalgar después de la tormenta de polvo. Probablemente había salido en busca de Teece. — Le contó lo que había visto en los establos dos noches atrás.
Ella le escuchó con atención.
—¿Cree que salió a buscarlo en plena tormenta de polvo? Yo más bien creo que regresaba de enterrar el cadáver. El y ese bastardo de Mike Marr.
—Eso es ridículo —repuso Carson—. Es posible que Nye sea un bastardo, pero no un asesino.
—Marr es un asesino.
—¿Marr? Es tan estúpido como puede serlo cualquier
cabrón
. Ni siquiera tiene cerebro para cometer un asesinato.
—¿De veras? Mike Marr fue oficial de inteligencia en Vietnam. Una rata de túnel. Trabajó en el Triángulo de Hierro, investigando aquellos cientos de kilómetros de túneles, a la búsqueda de vietcongs, y friendo a todos los que encontraba. De ahí le viene la cojera. Se encontraba en uno de los túneles, siguiendo a un francotirador, pero pisó una trampa cazabobos y el túnel se derrumbó sobre su pierna.
—¿Cómo sabe eso?
—Él me lo dijo.
—De modo que son amigos, ¿verdad? — se burló Carson—. ¿Fue eso antes o después de que le golpeara el estómago con la culata de su arma?
Ella frunció el entrecejo.
—Ya le dije que esa escoria trató de seducirme desde que llegué aquí. Me contó la historia de su vida, tratando de impresionarme con sus hazañas de hombre duro. Al ver que eso no funcionaba, se dedicó a pellizcarme el trasero. Por lo visto me consideraba una especie de puta hispana.
—¿Y qué ocurrió?
—Le dije que estaba a punto de ganarse una buena patada en los huevos.
Carson se echó a reír.
—Imagino que aquel bofetón que le propinó en el picnic calmó un poco su ardor. De todos modos, ¿por qué querría él o cualquier otro asesinar al inspector de la OSHA? Eso sería una locura. Monte Dragón sería clausurado en un instante.
—No si pareciera un accidente —replicó Susana—. La tormenta ofrecía una oportunidad perfecta. ¿Por qué salió Nye a cabalgar en plena tormenta? ¿Y por qué no nos han dicho nada acerca de la desaparición de Teece? Quizá Teece descubrió algo inconveniente.
—¿Por ejemplo? Quizá usted ha malinterpretado lo que oyó. Al fin y al cabo…
—Lo he oído. ¿Es que ha nacido ayer,
cabrón
? Aquí hay en juego cientos de millones de dólares. Usted se imagina que todo esto se hace para salvar vidas, pero no es así. Aquí se juega dinero. Y si ese dinero corre peligro de perderse… —Lo miró, con ojos encendidos.
—Pero ¿por qué matar a Teece? Sufrimos un accidente terrible en el Nivel 5, pero el virus no escapó. Sólo murió una persona. No se ha encubierto nada; todo lo contrario.
—Sólo murió una persona —repitió ella—. Debería oírse a sí mismo. Mire, aquí está sucediendo algo más. No sé qué es, pero la gente se comporta de una manera extraña. ¿No se ha dado cuenta? La presión está haciendo perder la chaveta a muchos. Si Scopes está tan interesado por salvar vidas, ¿a qué viene tanta urgencia? Trabajamos con el virus más peligroso de la historia. Un paso en falso y adiós muchachos. Las vidas de algunas personas ya se han visto arruinadas por este proyecto: Burt, Vanderwagon, Fillson, el guardia Czerny, por no hablar de Brandon-Smith. ¿Cuántas más se verán afectadas?
—Susana, es evidente que no comprende usted esta industria —replicó Carson con gesto de cansancio—. Todos los grandes avances logrados en el progreso humano han ido acompañados de dolor y sufrimiento. Vamos a salvar millones de vidas, ¿recuerda? — Pero mientras pronunciaba esas palabras le sonaron huecas, como un cliché manido.
—Oh, todo eso suena muy noble, pero ¿se trata realmente de un avance? ¿Qué derecho tenemos de alterar el genoma humano? Cuanto más tiempo permanezco aquí, más me doy cuenta de lo que está pasando, y más me convenzo de que hacemos algo fundamentalmente erróneo. Nadie tiene derecho a meterse con la raza humana.
—No habla usted como científica. No nos metemos con la raza humana, sólo curamos a la gente de la gripe.
Susana removía las cenizas con cortantes movimientos de los talones.
—Alteramos las células germinales. Hemos cruzado la línea.
—Sólo intentamos librarnos de un pequeño defecto en nuestro código genético.
—¿Defecto? ¿Qué demonios es exactamente un defecto, Carson? ¿Acaso es un defecto ser de baja estatura? ¿Tener otro color de piel, o el pelo rizado? ¿Ser demasiado tímido también es un defecto? Una vez hayamos erradicado la gripe, ¿qué vendrá a continuación? ¿Cree usted realmente que la ciencia se va a contener ante la posibilidad de que la gente sea más inteligente, viva más tiempo, sea más alta, agraciada y afable, sobre todo cuando con eso se pueden ganar miles de millones de dólares?
—Evidentemente, será una situación muy regulada —dijo Carson.
—¡Regulación! ¿Y quién va a decidir qué es mejor? ¿Usted? ¿Yo? ¿El gobierno? ¿Brent Scopes? ¡Librémonos de los genes desagradables! Los genes de la gordura y la fealdad, los genes que hacen a una persona repugnante, aquellos que codifican los defectos de la personalidad. Quítese las anteojeras por un momento y dígame qué significa esto para la integridad de la raza humana.
—Estamos muy lejos de poder hacer todo eso —murmuró Carson.
—Tonterías. Lo estamos haciendo ahora mismo, con la gripe X. La tipificación del genoma humano ya está casi terminada. Los cambios pueden empezar por ser pequeños, pero aumentarán. La diferencia en el ADN entre seres humanos y chimpancés es menos del dos por ciento, y fíjese en la inconmensurable diferencia que existe entre ambos. Ni siquiera se necesitaría introducir grandes cambios en el genoma para reconfigurar a la raza humana y convertirla en algo irreconocible.
Carson guardó silencio. Era el mismo argumento que había oído en innumerables ocasiones. Sólo que ahora, y a pesar de todos sus esfuerzos por resistirse, empezaba a cobrar sentido para él. Quizá sólo se sentía cansado y no disponía de la energía para discutir con aquella mujer. O quizá fuera la expresión del rostro de Teece cuando le dijo: «Mi trabajo no puede esperar.»
Permanecieron en silencio a la sombra de la roca volcánica, con la vista fija en el hermoso racimo de edificios blancos que formaban las instalaciones de Monte Dragón, temblorosos e insustanciales bajo el creciente calor. Mientras luchaba contra aquellas ideas, Carson sintió que algo se hacía añicos en su interior. Era la misma sensación experimentada cuando, siendo un adolescente, había observado desde la caja de un camión cómo subastaban el rancho de su familia. Siempre había creído, con mucha mayor firmeza que en cualquier otra cosa, que las mejores esperanzas para el futuro de la humanidad estaban en la ciencia. Y ahora, fuera por la razón que fuese, esa creencia amenazaba con disolverse en las oleadas de calor que se elevaban desde el suelo del desierto.
Se aclaró la garganta y meneó la cabeza, como si tratara de apartar aquellos pensamientos.
—Si ya lo tiene usted decidido, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Salir de aquí como alma que lleva el diablo y sacar a la luz pública lo que está sucediendo aquí.
—Es algo completamente legal —repuso Carson, y sacudió la cabeza—. Es investigación genética controlada por la FDA. Nadie puede impedirlo.
—Puedo hacerlo si resulta que alguien ha sido asesinado. Aquí sucede algo que no está bien. Y Teece descubrió lo que era.
Carson la miró, sentada con la espalda apoyada contra la roca, con los brazos rodeándose las rodillas y el cabello apartado de la frente por la brisa.
—No estoy seguro de lo que sabía Teece —dijo él con parsimonia—, pero sí sé lo que buscaba.
—¿De qué me habla ahora? — preguntó ella entrecerrando los ojos.
—Teece cree que Franklin Burt llevaba un diario personal. Eso me dijo la noche antes de que se marchara. También dijo que Vanderwagon y Burt tenían niveles muy altos de dopamina y serotonina en su torrente sanguíneo. Lo mismo le sucedió a Brandon-Smith, aunque en menor medida.
Susana guardó silencio.
—Teece creía que ese diario de Burt podría arrojar luz sobre lo que estuviera causando esos síntomas —añadió Carson—. Se disponía a buscarlo en cuanto regresara.
Ella se levantó.
—Bien, ¿va a ayudarme?
—¿Ayudarla a qué?
—A encontrar el diario de Burt. A averiguar el secreto de Monte Dragón.
Charles Levine se había propuesto llegar muy pronto a Greenough Hall, cerrar con llave la puerta de su despacho y dejar instrucciones a Ray de que no le pasara ninguna llamada ni admitiera a ninguna visita. Había traspasado temporalmente las clases a dos profesores adjuntos, y cancelado su apretado programa de conferencias para los próximos meses. Ésos habían sido los últimos consejos de Toni Wheeler antes de dimitir de su puesto como asesora de relaciones públicas de la fundación. Por una vez, Levine decidió hacer caso de sus consejos. Aumentaba la presión interna de los benefactores de la universidad, y los mensajes telefónicos que le dejaba el decano de la facultad eran cada vez más alarmantes. Levine percibió el peligro y, en contra de lo que le dictaba su naturaleza, decidió no llamar la atención durante algún tiempo.
Al llegar, le sorprendió encontrar a un hombre esperándole delante de la puerta de su despacho, a pesar de que aún eran las siete de la mañana. Instintivamente, Levine le tendió la mano, pero el hombre se limitó a mirarlo.
—¿Qué puedo hacer por usted? — preguntó Levine al tiempo que abría la puerta del despacho y le hacía entrar.
El hombre tomó asiento y colocó su maletín sobre el regazo. Tenía un alborotado cabello gris, pómulos altos y aparentaba unos setenta años de edad.
—Me llamo Jacob Perlstein —dijo—. Soy investigador en la Fundación de Investigación del Holocausto, en Washington.
—Ah, sí. Conozco su trabajo. Tiene usted una sólida reputación.
Perlstein era conocido en todo el mundo por el inquebrantable celo con que había tratado de arrojar luz sobre los campos nazis de la muerte y los guetos judíos de Europa oriental. Levine se acomodó en su silla, extrañado ante la actitud hostil de aquel hombre.