Nivel 5 (13 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

BOOK: Nivel 5
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—¡Pero, profesor…!

Levine chasqueó la lengua y señaló a otro periodista.

—Fred, será mejor que haga una pregunta antes de que se le forme un músculo en el sobaco.

—Doctor Levine, según usted no hay suficiente regulación gubernamental en el campo de la ingeniería genética, pero ¿qué me dice de la Administración para los Alimentos y las Drogas, la FDA?

Levine frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—La FDA ni siquiera exige aprobación para la mayoría de los alimentos diseñados por ingeniería genética. En las estanterías de cualquier tienda encontrará tomates, leche, fresas y hasta maíz diseñado por ingeniería genética. ¿Hasta qué punto cree que los han comprobado cuidadosamente? Las cosas no se hacen mucho mejor en la investigación médica. Las empresas como la GeneDyne pueden hacer prácticamente lo que les plazca. Esas empresas de ingeniería genética están colocando genes humanos en cerdos, ratas y hasta en bacterias. Están mezclando el ADN de plantas y animales, y creando formas de vida monstruosas. En cualquier momento podrían crear, accidental o deliberadamente, un nuevo patógeno capaz de exterminar la raza humana. La ingeniería genética es el mayor peligro al que se ha enfrentado jamás la humanidad. Algo infinitamente más peligroso que las armas nucleares. Y nadie le presta atención.

Los gritos empezaron de nuevo y Levine señaló a un periodista situado delante.

—Una pregunta más. Usted, Murray. Me agradó su artículo en el
Globe
de la semana pasada sobre la NASA.

—Tengo que hacerle una pregunta de la que seguramente todos deseamos conocer su respuesta. ¿Cómo se siente? — ¿Acerca de qué?

—Por la demanda interpuesta por la GeneDyne contra usted y Harvard, en la que se pide una indemnización de doscientos millones de dólares y la disolución de su fundación.

Se produjo un breve y repentino silencio. Levine parpadeó dos veces, y todos se dieron cuenta de que Levine no estaba enterado de esta nueva noticia.

—¿Doscientos millones? — repitió con voz tenue.

Toni Wheeler se adelantó hacia él.

—Doctor Levine —le susurró—, eso era lo que yo…

Levine la miró brevemente y le puso una mano tranquilizadora sobre el hombro.

—Quizá haya llegado el momento de que todo salga a la luz —dijo serenamente. Luego, se volvió sonriente hacia los periodistas—. Permítanme decir unas cosas que no saben sobre Brent Scopes y la GeneDyne. Probablemente todos saben cómo construyó el señor Scopes su imperio farmacéutico. El y yo estudiamos juntos en la Universidad de Irvine. Fuimos… —hizo una pausa, antes de añadir—: buenos amigos. Durante unas vacaciones de primavera él realizó una excursión a solas por el monumento nacional de Canyonlands. Regresó a la universidad con un puñado de semillas de maíz que había descubierto en unas ruinas de los indios anasazi. Consiguió germinarlas. Luego descubrió que esas semillas prehistóricas eran inmunes a la devastadora plaga conocida como el hongo del tizón del maíz. Consiguió aislar el gen inmune y lo empalmó con el grano moderno etiquetado RUST-X. Es una historia casi legendaria. Estoy seguro de que la recordarán de haberla leído en
Forbes
.

»Pero esa historia no es del todo exacta. Brent Scopes no lo hizo solo. Lo hicimos juntos. Yo le ayudé a aislar el gen y empalmarlo en el híbrido moderno. Fue un logro que conseguimos juntos y presentamos juntos la patente. Pero entonces tuvimos una divergencia. Brent Scopes deseaba explotar la patente, ganar dinero con ella. Yo deseaba ofrecerla gratuitamente al mundo. Nosotros… bueno, digamos que al final prevaleció la opinión de Scopes.

—¿Cómo? — preguntó alguien.

—Eso no importa —contestó Levine con brusquedad—. La cuestión es que Scopes abandonó la universidad y utilizó los ingresos procedentes de los derechos para fundar la GeneDyne. Yo me negué a tener nada que ver con aquello, ni con el dinero ni con la empresa, con nada. Siempre he considerado que aquella era la peor clase de explotación.

»Pero la patente del RUST-X expirará en menos de tres meses. Para que la GeneDyne pueda renovarla, la renovación de la patente debe estar firmada por dos personas: yo mismo y el señor Scopes. Y yo no firmaré la renovación de la patente. Ni las amenazas ni los sobornos me harán cambiar de opinión. Cuando expire, el maíz resistente al tizón será del dominio público, y se convertirá en propiedad del mundo. Se acabarán los grandes beneficios por derechos que recibe la GeneDyne. El señor Scopes lo sabe muy bien, aunque no los mercados financieros. Quizá ya sea hora de que los analistas echen un vistazo más atento a la elevada relación entre precio y valor de las acciones de la GeneDyne. En cualquier caso, estoy convencido de que esta demanda no se refiere a mi reciente artículo sobre la GeneDyne, publicado en
Política Genética
. Sólo supone la forma que ha encontrado Brent para tratar de presionarme para que firme la renovación de esa patente.

Se produjo un breve silencio y luego un repentino murmullo de voces.

—Pero, doctor Levine —dijo una voz por encima del murmullo—. Aún no nos ha dicho qué piensa hacer acerca de la demanda.

Por un momento Levine no dijo nada. Luego se echó a reír; fue una risa pletórica, que llegó hasta el fondo del vestíbulo. Finalmente sacudió la cabeza con incredulidad, se sacó un pañuelo y se sonó la nariz.

—¿Cuál es su respuesta, profesor? — insistió el periodista.

—Acabo de darle mi respuesta —contestó Levine guardándose el pañuelo—. Y ahora, tengo entendido que he de recibir un premio.

Se despidió de los periodistas con una última sonrisa, tomó a Toni Wheeler por el brazo y cruzó el vestíbulo hacia las puertas abiertas que daban acceso al salón de banquetes.

Carson estaba ante una mesa de bioprofilaxis en el laboratorio C, estrecho, atestado, e iluminado con una luz casi dolorosamente brillante. Aprendía rápidamente las innumerables molestias, grandes y pequeñas, de trabajar con un ambiente biopeligroso: las inflamaciones que se producían allí donde el traje rozaba con la piel desnuda, la incapacidad para sentarse cómodamente, la tensión muscular que suponían las largas horas de movimientos lentos y cuidadosos.

Lo peor era la creciente sensación de claustrofobia de Carson. Siempre se había sentido afectado por ella; supuso que el hecho de vivir en los espacios abiertos del desierto le había hecho susceptible a ella, y ésta era precisamente la clase de ambiente limitado y encerrado que no soportaba. Mientras trabajaba, en su mente surgía una y otra vez el recuerdo de la primera vez en que, aterrorizado, tuvo que subir en un ascensor de un hospital de Sacramento, además de las tres horas que había tenido que pasar en cierta ocasión en un vagón de metro estropeado bajo la calle Boylston. Los rutinarios procedimientos de emergencia del Tanque de la Fiebre eran un recordatorio del peligroso ambiente en el que se encontraban, lo mismo que los frecuentes comentarios murmurados acerca de una «manipulación terminal», el temido accidente que pudiera contaminar algún día todo el laboratorio y a todos los que trabajaban en él. Pensó que él, al menos, no se vería confinado por mucho más tiempo en el Tanque de la Fiebre. Siempre y cuando el empalme del gen funcionara, claro.

Y había funcionado perfectamente. Lo había hecho muchas veces antes, en el MIT, pero esto era diferente. Ahora ya no se trataba de un experimento para la tesis doctoral; se hallaba implicado en un proyecto que podía salvar innumerables vidas y, quizá, permitirle ganar el premio Nobel. Y tenía acceso al mejor equipo que incluso el laboratorio mejor equipado del MIT.

Había sido fácil. En realidad, coser y cantar.

Le murmuró unas palabras a Susana y ella colocó un tubo de ensayo en la cámara de bioprofilaxis. En el fondo del tubo, el virus cristalizado de la gripe X formaba una costra blanca. A pesar de las complicadas medidas de segundad que limitaban sus movimientos, Carson aún tenía problemas para comprender que esta delgada capa de sustancia blanca fuera tan terroríficamente letal. Deslizó las manos hacia el interior de la cámara a través de los agujeros recubiertos de goma para introducir los brazos. Tomó una jeringuilla, la llenó con el medio de transporte viral y agitó suavemente el tubo. La masa cristalizada se desmembró con suavidad y se disolvió, formando una solución turbia de partículas virales vivas.

—Eche un vistazo —le dijo a ella—. Esto nos hará famosos a todos.

—Sí, desde luego. Si es que no nos mata antes.

—Eso es ridículo. Este es el laboratorio más seguro del mundo.

—Me da mala espina tener que trabajar con un virus tan mortal —repuso Susana, y sacudió la cabeza—. Los accidentes pueden producirse en cualquier parte.

—¿Como por ejemplo?

—¿Qué habría podido pasar si Burt se hubiera sentido homicida, en lugar de estresado? Habría podido robar un vaso de precipitación con esta mierda y… bueno, en ese caso ya no estaríamos aquí, eso se lo aseguro.

Carson la miró un momento, pensó en una respuesta y luego se la guardó para sí mismo. Había aprendido rápidamente que las discusiones con Susana eran siempre una pérdida de tiempo. Desconectó la manguera de aire.

—Llevemos esto al zoo.

A través del intercomunicador general, Carson alertó al técnico médico y a Fillson, el cuidador de los animales, e iniciaron el lento trayecto por el estrecho pasillo.

Fillson salió a su encuentro fuera de su recinto, y miró a Carson con expresión taciturna, como si le molestara tener que trabajar. En cuanto se abrieron las puertas, los animales iniciaron sus lastimeros gritos y tamborileos, con los peludos dedos engarfiados alrededor del alambre de sus jaulas.

Fillson avanzó a lo largo de la hilera de jaulas con un bastón, con el que golpeaba los dedos de las manos. Los gritos aumentaron, pero los golpes del bastón tuvieron el efecto deseado, y todos los dedos desaparecieron en el interior de las jaulas.

—Qué asco —exclamó Susana.

Fillson se detuvo y la miró.

—¿Qué ha dicho? — preguntó.

—He dicho «qué asco». Les ha golpeado usted los dedos con mucha dureza.

Vaya, vaya. Ya empezamos de nuevo, pensó Carson.

Fillson la miró fijamente por un momento; el húmedo labio inferior se movió ligeramente por detrás de su visor. Luego se dio media vuelta. Se inclinó sobre un armario y extrajo el mismo bidón de rociado que Carson le había visto utilizar en otras ocasiones; se acercó después a una jaula y dirigió el aerosol hacia el interior. Esperó un rato a que el sedante causara efecto. Después abrió la puerta de la jaula y extrajo a su ocupante adormilado.

Carson se adelantó para echar un vistazo. Era una hembra joven, que emitió un débil quejido y miró a Carson con unos ojos aterrorizados, apenas abiertos, semiparalizada por la droga. Fillson la ató a una pequeña camilla que dirigió después hacia la cámara contigua. Carson le hizo un gesto a Susana, que entregó al técnico el tubo de ensayo, encerrado en un recipiente Mylar a prueba de golpes.

—¿Los habituales diez centímetros? — preguntó el técnico.

—Sí —asintió Carson.

Era la primera vez que dirigía una inoculación, y experimentó una extraña mezcla de expectación, compasión y culpabilidad. Avanzó hacia la cámara contigua y vio al técnico afeitar una pequeña zona redondeada del antebrazo del animal, que luego empapó vigorosamente en betadine. El chimpancé, medio adormecido, observó todo el proceso y luego se volvió hacia Carson, que apartó la mirada.

Se les unió Rosalind Brandon-Smith, que dirigió una amplia sonrisa a Fillson antes de volverse, con expresión pétrea, hacia Carson. Una de sus responsabilidades consistía en controlar a los chimpancés inoculados y hacer la autopsia de los que murieran de edema. Carson sabía que, por el momento, todos los inoculados habían muerto.

El chimpancé ni siquiera se encogió cuando la aguja se introdujo en su carne.

—Espero que se dé cuenta de que necesita inocular a dos chimpancés —sonó la voz de Brandon-Smith en los auriculares de Carson—. Macho y hembra.

Carson asintió con un gesto, sin mirarla. El chimpancé hembra fue llevado en la camilla al zoo, y Fillson regresó con un macho. Era aún más pequeño, todavía juvenil, y tenía una curiosa cara de búho.

—Esto es suficiente para romperle el corazón a una, ¿verdad? —dijo Susana.

Fillson la miró con enfado.

—No hay necesidad de antropomorfizar. Sólo son animales.

—Sólo animales —murmuró Susana—. Eso es lo que somos todos, señor Fillson.

—Estos dos van a vivir —dijo Carson—. Estoy seguro.

—Siento desilusionarle, Carson —bufó Brandon-Smith—. Aunque su virus neutralizado funcione tendremos que matarlos de todos modos para hacerles la autopsia.

Cruzó los brazos y miró a Fillson, recibiendo una sonrisa por parte de éste.

Carson miró a Susana. Pudo observar el rubor colérico que teñía su rostro, una expresión con la que ya empezaba a estar familiarizado. Pero ella guardó silencio.

El técnico deslizó la aguja en el brazo del joven chimpancé y le inyectó con suavidad los diez centímetros cúbicos del virus de la gripe X. Extrajo la aguja, apretó una torunda de algodón sobre el lugar del pinchazo y se la sujetó al brazo con esparadrapo.

—¿Cuándo lo sabremos? — preguntó Carson.

—Se pueden necesitar hasta dos semanas para que los chimpancés desarrollen los síntomas —dijo Brandon-Smith—, aunque con frecuencia sucede con mayor rapidez. Tomamos muestras de sangre cada doce horas, y los anticuerpos suelen aparecer al cabo de una semana. Los chimpancés infectados se colocan directamente en la zona de cuarentena de animales, por detrás del zoo.

—¿Me tendrá usted informado? — preguntó Carson.

—Desde luego —contestó Brandon-Smith—. Pero yo, en su lugar, no esperaría a los resultados. Será mejor suponer que ha sido un fracaso y proceder en consecuencia. De otro modo perderíamos mucho tiempo.

Tras decir esto, salió de la estancia. Carson y Susana desconectaron sus mangueras de aire y la siguieron a través de la escotilla, para regresar a su zona de trabajo.

—Dios santo, menudo cernícalo —dijo Susana cuando entraban en el laboratorio C.

—¿A quién se refiere? — preguntó Carson.

La observación de las inoculaciones, y tener que escuchar el tono de sarcasmo de BrandonSmith, le habían puesto de mal humor.

—No estoy segura de que tengamos derecho a tratar así a los animales —dijo ella—. Me pregunto, entre otras cosas, si esas diminutas jaulas cumplen las normas gubernamentales.

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