Read Nivel 5 Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (14 page)

BOOK: Nivel 5
3.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Es posible que no sea agradable —admitió Carson—, pero esto salvará millones de vidas. Es un mal necesario.

—Me pregunto si Scopes está realmente interesado en salvar vidas. A mí me parece que está más interesado en el dinero, en mucho dinero —dijo en castellano al tiempo que se frotaba los enguantados índice y pulgar.

Carson la ignoró. Si deseaba hablar de aquel modo por un canal de intercomunicación controlado y conseguir que la despidieran, eso era asunto de ella. Quizá su próximo ayudante se mostrara más afable.

Hizo aparecer en la pantalla de su ordenador una imagen de un polipéptido de la gripe X, y luego lo hizo girar en la pantalla, tratando de pensar en otras formas de poder neutralizarlo. Pero le resultaba difícil concentrarse cuando estaba convencido de haber resuelto ya el problema.

Susana abrió un autoclave y empezó a retirar redomas de cristal y tubos de ensayo, para guardarlos en estanterías situadas al fondo del laboratorio. Carson observó con atención la estructura terciaria del polipéptido, compuesto por miles de aminoácidos. Si pudiera cortar esos enlaces de sulfuro, pensó, podríamos desencadenar la parte activa del grupo, y lograr que el virus fuera inofensivo. Pero eso, seguramente, ya se le habría ocurrido a Burt. Despejó la pantalla y llamó la información de las pruebas de difracción por rayos X de la vaina proteínica. No quedaba nada por hacer. Se permitió pensar, aunque sólo brevemente, en las felicitaciones, en el ascenso, en la admiración de Scopes.

—Scopes es muy listo al darnos a todos acciones de la empresa —dijo Susana—. Eso apaga la disensión. Juega con la avaricia de la gente. Todo el mundo quiere enriquecerse. Cada vez que te encuentras con una multinacional como ésta…

Con su ensoñación bruscamente rota, Carson se volvió hacia ella.

—Si le desagrada tanto, ¿por qué demonios se encuentra aquí? — espetó por su intercomunicador.

—En primer lugar, yo no sabía en qué iba a trabajar. Se suponía que me iban a destinar al departamento médico, pero me trasladaron aquí cuando se marchó el ayudante de Burt. En segundo lugar, estoy invirtiendo mi dinero en una clínica de salud mental que deseo crear en un barrio de Albuquerque.

Resaltó la pronunciación castellana de barrio, haciendo rodar las erres en el rico hispanomejicano, algo que a Carson aún le pareció más irritante, como si ella deseara dejar patente su capacidad bilingüe. Carson era capaz de hablar aceptablemente español, pero no estaba dispuesto a intentarlo y darle a ella ocasión para que le ridiculizara.

—¿Qué sabe usted de salud mental? — le preguntó.

—Pasé dos años en la facultad de medicina —contestó Susana—. Estudiaba psiquiatría.

—¿Y qué ocurrió?

—Tuve que dejarlo. No pude afrontarlo financieramente.

Carson pensó en eso y consideró llegado el momento de decirle algo a aquella bruja.

—Mierda —espetó.

Se produjo un silencio tenso.

—Sí, mierda,
cabrón
—replicó ella acercándose más.

—Sí, mierda. Con un nombre como Cabeza de Vaca no habría podido alcanzar el doctorado. ¿Ha oído hablar alguna vez de acción afirmativa?

El silencio fue más prolongado.

—Ayudé a mi esposo a estudiar en la facultad de medicina —dijo ella con ferocidad—. Y cuando me llegó el turno a mí, se divorció, el muy
canalla
. Perdí más de un semestre, y cuando se está en la facultad… —Se detuvo—. Ni siquiera sé por qué me molesto en justificarme ante usted.

Carson guardó silencio, preocupado por haberse dejado arrastrar de nuevo a una discusión.

—Sí, podría haber conseguido un doctorado —prosiguió ella—, pero no por mi bonito nombre, sino porque conseguí ocho sobresalientes en mis cursos.

Carson apenas si pudo creer que hubiera obtenido unas notas tan brillantes, pero se esforzó en mantener la boca cerrada.

—¿Así que está convencido de que no soy más que una pobre y humilde
chola
que necesita un apellido español para entrar en la facultad de medicina?

Maldita sea. ¿Por qué demonios he empezado esta estúpida discusión?, se preguntó Carson. Se volvió hacia su terminal, con la esperanza de que, si la ignoraba, ella acabaría por marcharse.

De repente, sintió que una mano apretaba su traje, convirtiendo una parte del material de goma en una bola.

—Contésteme,
cabrón
.

Carson levantó el brazo para protestar y la presión sobre su traje se incrementó.

En ese momento, la enorme figura de Brandon-Smith apareció en la escotilla y una dura risa sonó por el intercomunicador.

—Discúlpenme por interrumpir, tortolitos, pero quería informar que los chimpancés A veintidós y Z nueve están de regreso en sus jaulas, reanimados y aparentemente saludables. Al menos por el momento.

Se volvió bruscamente y se alejó.

Susana abrió la boca para decir algo. Pero luego relajó la presión de la mano sobre el traje de Carson, retrocedió y sonrió burlona.

—Carson, me pareció un poco nervioso cuando estábamos allí.

Él se volvió para mirarla, e hizo esfuerzos por tener en cuenta que la tensión y la grosería que se apoderaba de la gente en el Tanque de la Fiebre no eran más que una parte del trabajo. Empezaba a comprender qué había vuelto loco a Burt. Si lograba mantener su mente fija en el objetivo definitivo… De todos modos, en seis meses todo habría terminado.

Se volvió de nuevo hacia la molécula y la hizo girar otros 120 grados, en busca de vulnerabilidades. Ella volvió a sacar equipo de la autoclave para guardarlo. La paz volvió a instalarse en el laboratorio. Carson se preguntó por un momento qué había sucedido con el esposo de Susana.

Carson despertó antes del amanecer. Miró con ojos legañosos el calendario electrónico situado en la pared, junto a su cama. Era sábado, el día del picnic anual de la bomba. Según le había explicado Singer, la tradición de ese picnic se remontaba a los tiempos en que el laboratorio se hallaba dedicado a la investigación militar. Una vez al año se organizaba una peregrinación al viejo Trinity Site, donde se hizo estallar la primera bomba atómica en 1945.

Carson se levantó y se dispuso a prepararse una taza de café. Le gustaban las mañanas tranquilas del desierto y lo último que deseaba era hablar de cosas intrascendentes en el comedor. Había dejado de tomar el insípido café de la cafetería al cabo de tres días.

Abrió un armario de la cocina y sacó el bote esmaltado de café, desgastado por años de uso. Junto con su viejo par de espuelas, el bote de hojalata era una de las pocas cosas que había llevado consigo a Cambridge, y una de las pocas posesiones que conservó después de que el banco embargara el rancho. Había sido su compañero de muchas mañanas junto a la hoguera de campamento, en la sierra, y había llegado a sentir por él casi un cariño supersticioso. Le dio la vuelta en las manos. El exterior era negro, cubierto con una costra de hollín endurecido por el fuego que ni siquiera podía quitarse con una navaja. El interior seguía siendo de un agradable esmaltado azul oscuro salpicado de blanco, con la gruesa melladura en el lado allí donde su viejo caballo,
Weaver
, lo había coceado una mañana, alejándolo del fuego. La manija estaba aplastada, también por obra de
Weaver
, y Carson recordó el día, insoportablemente caluroso, en que se llevaron al caballo por Hueco Wash, con las dos sillas de montar. Sacudió la cabeza con pesar.
Weaver
había desaparecido junto con el rancho; no era más que un viejo caballo mejicano que no valía más de un par de cientos de pavos. Probablemente fue a parar directamente al matadero.

Carson llenó la cafetera con agua del grifo, echó dos puñados de café molido y la colocó en una plancha caliente incrustada en una consola cercana. La vigiló atentamente. Justo antes de que hirviera el agua, la retiró de la plancha, vertió en ella un poco de agua fría para que descendiera el poso y volvió a colocarla sobre la plancha para que terminara el hervor. Era la mejor forma de preparar el café, mucho mejor que aquellos ridículos filtros, émbolos y máquinas expreso de quinientos dólares que todo el mundo utilizaba en Cambridge. Y este café era realmente fuerte. Recordaba haber oído decir a su padre muchas veces que el café no estaba bien preparado si no se podía hacer flotar una herradura en él.

Cuando se servía el café se detuvo al captar su imagen reflejada en el espejo situado por encima de su mesa de despacho. Frunció el entrecejo y recordó la mirada recelosa que le había dirigido Susana cuando le dijo que era anglo. En Cambridge, las mujeres habían encontrado a menudo algo exótico en sus ojos negros y en su nariz aquilina. Ocasionalmente, les hablaba de su antepasado Kit Carson, pero nunca mencionó que su antepasado materno fue un ute del sur. Ahora, no dejó de molestarle el hecho de que todavía guardara consigo aquel secreto, después de que hubieran transcurrido tantos años desde que los compañeros de la escuela le llamaran «mestizo».

Recordó a su tío abuelo Charley. Aunque era medio blanco, parecía un ute auténtico y hasta hablaba el dialecto indio. Charley murió cuando Carson tenía nueve años; lo recordaba como un hombre apergaminado, sentado en una mecedora junto al fuego, que se reía para sus adentros, fumaba puros y lanzaba, desde la punta de la lengua, escupitajos de tabaco mascado hacia las llamas. Contaba numerosas historias indias, la mayoría de ellas relacionadas con la persecución de caballos perdidos y el robo de ganado a los vilipendiados navajos. Carson sólo podía escuchar aquellas historias cuando sus padres no estaban cerca, ya que, de otro modo, se apresuraban a alejarlo de allí y regañaban al viejo por llenar la cabeza del muchacho con mentiras y tonterías. Al padre de Carson no le gustaba el viejo tío Charley, y a menudo hacía comentarios nada halagüeños sobre su cabello largo, que el viejo se negaba a dejarse cortar porque aseguraba que eso haría que lloviera menos. También recordaba haber escuchado a hurtadillas a su padre comentarle a su madre que Dios le había dado a su hijo «más sangre ute de la que le correspondía».

Tomó un sorbo de café y miró por la ventana abierta, mientras se frotaba la espalda con aire ausente. Su habitación se encontraba en el segundo piso del edificio residencial y desde ella se dominaba una buena vista de los establos, el taller y la verja del perímetro. Más allá de la verja se iniciaba el interminable desierto.

Hizo una mueca cuando sus dedos encontraron un pequeño punto inflamado en la base de la espalda, allí donde la tarde anterior le habían insertado una aguja para tomarle una muestra de líquido espinal. Otra molestia de trabajar en una instalación de Nivel 5, ya que los exámenes físicos semanales eran obligatorios. Sólo era un recordatorio de la constante preocupación por la contaminación que tanto angustiaba a quienes trabajaban en Monte Dragón.

El picnic de la bomba era el primer día libre en casi una semana. Descubrió que la inoculación de los chimpancés con el virus neutralizado no era más que el principio de su misión. Aunque Carson había explicado que su nuevo protocolo era la única solución posible, Scopes había insistido en que practicara dos conjuntos adicionales de inoculaciones, para reducir al mínimo cualquier posibilidad de resultados erróneos. Ahora había seis chimpancés inoculados con la gripe X. Si sobrevivían, la siguiente prueba a realizar sería comprobar si habían desarrollado inmunidad a la gripe.

Desde su ventana, Carson observó a dos trabajadores que transportaban sobre ruedas un gran depósito galvanizado de almacenamiento hasta una camioneta Ford 350, y empezaban a forcejear para colocarla sobre la plataforma de la camioneta. El camión de agua había llegado pronto, y el conductor permanecía ante el vehículo, mientras el motor soltaba nubéculas de humo por el tubo de escape. El cielo estaba claro, ya que las lluvias de finales de verano no empezarían hasta dentro de unas semanas, y las distantes montañas brillaban con un color amatista bajo la luz de la mañana.

Terminó el café, bajó y encontró a Singer junto a la camioneta, dando órdenes a los hombres. Llevaba unas sandalias playeras y unas bermudas. Una chillona camisa color pastel cubría su generosa panza.

—Ya veo que está preparado para partir —dijo Carson.

Singer le miró a través de un viejo par de gafas de sol Ray-Bans.

—Llevo todo el año esperando este día —le dijo—. ¿Dónde está su bañador?

—Debajo de los vaqueros.

—Adáptese al ambiente, Guy. Tiene el aspecto de alguien que se dispone a arrear ganado, y no del que va a pasar un día en la playa. — Se volvió de nuevo hacia los obreros—: Salimos a las ocho en punto, así que empecemos a movernos. Traed los Hummers y cargadlos.

Otros científicos, técnicos y obreros iban acudiendo poco a poco al aparcamiento, cargados con bolsas de playa, toallas y sillas plegables.

—¿Cómo empezó este asunto? — preguntó Carson, mirándolos.

—Ni siquiera recuerdo de quién fue la idea —contestó Singer—. El gobierno abre el Trinity Site al público una vez al año. En algún momento preguntamos si podíamos visitar el lugar por nuestra cuenta, y nos dijeron que sí. Entonces, alguien sugirió organizar un picnic, y otro sugirió un partido de voleibol y llevar cerveza fría. Alguien más comentó que era una pena que no pudiéramos llevar el océano con nosotros, y fue entonces cuando surgió la idea del tanque para lavar al ganado. Fue una idea genial.

—¿Y a la gente no le preocupa la radiación? — preguntó Carson.

—Ya no queda radiación —contestó Singer con una risita—. Pero, de todos modos, llevamos contadores Geiger para tranquilizar a los escépticos. — Levantó la mirada al oír el sonido de motores que se aproximaban—. Venga, puede viajar conmigo.

Poco después, media docena de Hummers, con los techos bajados, traquetearon sobre un camino de tierra débilmente marcado que se dirigía en línea recta hacia el horizonte. El camión-tanque con el agua era el último de los vehículos que dejaba tras de sí una nube de polvo.

Después de una hora de conducción, Singer detuvo el Hummer.

—Aquí fue donde se detonó la bomba —le dijo a Carson.

—¿Cómo lo sabe? — preguntó Carson, y miró alrededor; sólo había desierto por todas partes.

La Sierra Oscura se elevaba hacia el oeste, con sus peladas y estériles montañas del desierto, con sus dentados farallones sedimentarios. Era un lugar desolado, pero no más que el resto del desierto de Jornada.

BOOK: Nivel 5
3.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Out of Orbit by Chris Jones
Patches by Ellen Miles
Solitary: A Novel by Travis Thrasher
Run the Gantlet by Amarinda Jones
The Progress of Love by Alice Munro
Mountain Investigation by Jessica Andersen
What if I Fly? by Conway, Jayne