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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (11 page)

BOOK: Nivel 5
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En el interior de la sala octogonal, un foco incrustado en lo más alto del techo abovedado lanzaba un fino rayo de pura luz blanca sobre el centro de la sala. Bajo la mancha de luz había un usado sofá, al estilo de los años setenta, cuyos brazos estaban oscurecidos por el uso, y cuyo respaldo mostraba ondulaciones protuberantes producidas igualmente por el prolongado uso. Una cinta plateada de cable eléctrico sellaba el borde delantero. Por feo y desgastado que fuera, el sofá conservaba una calidad esencial: era extremadamente cómodo.

A cada lado del sofá había dos mesitas
faux-antique
de aspecto barato. En una de ellas había un gran teléfono y varios instrumentos electrónicos en pulidas cajas metálicas, y una videocámara estaba enfocada hacia el sofá. Sobre la otra mesita no había nada, aunque mostraba las manchas de innumerables y grasientas cajas de pizza y de pegajosas latas de coca-cola.

Delante del sofá había una gran mesa de trabajo. En contraste con el resto del mobiliario, era asombrosamente hermosa. La hoja estaba tallada en madera de arce, con empalmes de pico de pájaro, pulida y engrasada para resaltar su perfección fractal. El arce aparecía rodeado por un reborde de
lignum vitae
, negro y pesado, en el que se había taraceado una franja de nogal y polvo de ostra, que formaba un complejo dibujo geométrico. El dibujo mostraba el
naadaa
, la sagrada planta del maíz, que constituía el núcleo de la religión de los antiguos indios anasazi. Las semillas de este maíz habían convertido al ocupante de esta sala en un hombre muy rico. Sobre la mesa sólo había un teclado de ordenador, de uno de cuyos lados sobresalía una corta antena de largo alcance.

El resto de la sala era clínicamente estéril y estaba vacío, con la única excepción de un gran instrumento musical, colgado en la periferia del círculo de luz. Se trataba de un pianoforte de seis octavas y cuerda cuádruple, supuestamente construido para Beethoven en 1820 por la empresa Otto Schachter, de Hamburgo. Los hombros y la lira de la caja de resonancia del piano, hecho de palo de rosa, estaban elegantemente tallados con una escena rococó de ninfas y dioses acuáticos.

Una figura vestida con una camiseta negra, téjanos azules y mocasines sioux, estaba sentada, inclinada sobre el piano, con la cabeza agachada y los dedos inmóviles, muertos sobre las teclas de marfil. Durante varios minutos todo permaneció envuelto en la quietud. Luego, el profundo silencio se vio sacudido por una fuerte melodía en séptima decreciente,
sforzando
, que se resolvió en un do menor: los compases iniciales de la última sonata de Beethoven, la Opus 111. La introducción
maestoso
elevó sus ecos hacia el gran espacio abovedado. La introducción evolucionó hacia el
allegro con brío ed appassionato
, y las primeras notas del tema llenaron la sala apagando el pitido de una llamada de vídeo que se acababa de recibir. El movimiento continuó, con la ligera figura inclinada sobre el teclado, sacudiendo el despeinado cabello a causa del esfuerzo. El pitido sonó de nuevo y pasó desapercibido hasta que, finalmente, una de las grandes pantallas murales se encendió y reveló un rostro salpicado por el barro y la lluvia.

Las notas se interrumpieron repentinamente y el sonido del piano se apagó con rapidez. La figura se levantó, lanzó una maldición y cerró de golpe la tapa del piano.

—Brent —dijo el rostro—. ¿Está usted ahí?

Scopes se dirigió hacia el maltrecho sofá, se dejó caer sobre él con las piernas cruzadas y se colocó el teclado de ordenadora sobre el regazo. Tecleó algunas órdenes, y luego levantó la mirada hacia la vasta imagen de la pantalla.

El rostro salpicado de barro pertenecía a un hombre que en ese momento se hallaba sentado en la cabina de un Range Rover. Fuera de las ventanillas azotadas por la lluvia había un claro verde, una hendedura reciente en el flanco de la jungla de Camerún, que lo rodeaba todo. El claro era un barrizal, agitado hasta crear formas lunares por las botas y las ruedas. Troncos de árboles cortados eran arrastrados a lo largo de los bordes del claro. A pocos pasos del Range Rover, aparecían apiladas varias docenas de jaulas hechas con recias cañas y alambre espinoso, formando inestables montones apilados. Manos y pies peludos salían por entre el alambre espinoso, y miserables ojos de mirada infantil contemplaban el mundo desde ellas.

—¿Cómo van las cosas, Rod? — dijo Scopes con tono de hastío, al tiempo que se volvía hacia la cámara de la mesita del extremo.

—El tiempo es infernal.

—Aquí también está lloviendo —dijo Scopes.

—Sí, pero usted no tiene que ver la lluvia hasta que…

—Llevo tres días esperando a tener noticias de usted, Faifa. ¿Qué demonios ha pasado?

En el rostro apareció una sonrisa zalamera.

—Tuvimos problemas en conseguir gasolina para los camiones. Durante las dos últimas semanas he tenido a todo un pueblo trabajando en la jungla, a un dólar por persona y día. Ahora, todos son ricos y tenemos a cincuenta y seis chimpancés pigmeos.

Sonrió ampliamente y se limpió la nariz, lo que no hizo sino embadurnar aún más la cara de barro. O quizá no fuera barro. Scopes apartó la mirada.

—Los quiero en Nuevo México en seis semanas. Y procure que el índice de mortalidad no supere el cincuenta por ciento.

—¿Cincuenta por ciento? Eso será duro —dijo Faifa—. Habitualmente…

—¡Basta, Faifa!

—Pero…

—¿Cree que eso es duro? Ya veremos lo que le sucede a Rodney P. Faifa si a Nuevo México llegan más cadáveres que cuerpos vivos. Fíjese en ellos, ahí sentados, bajo la lluvia.

Hubo un silencio. Faifa hizo sonar el claxon y un rostro africano apareció ante la ventanilla. Faifa la bajó unos centímetros, y Scopes pudo oír los aullidos miserables de los animales enjaulados más allá.

—¡Capataz de cazadores! — dijo Faifa en inglés oriental—. ¡Cubre a esas bestias! ¿Me oyes? Por cada una que muera recibirás un chelín menos.

—¿Qué querer? — llegó la respuesta desde fuera del Range Rover—. Masa prometió un poco de…

—¡Hazlo ahora mismo! — Faifa cerró la ventanilla, apagando las quejas del hombre, y se volvió a mirar a Scopes con otra sonrisa—. ¿Qué le parece eso como acción rápida?

Scopes le miró fríamente.

—Bastante pobre. ¿No cree que esos chimpancés necesitan también ser alimentados?

—¡Está bien!

Faifa volvió a hacer sonar el claxon.

Scopes apretó un botón y cortó la comunicación del vídeo. Se reclinó en el sofá, tecleó unas órdenes más y se detuvo. De repente, con otra maldición, arrojó el teclado a través de la sala, estrellándolo contra la pared. Una tecla se soltó y cayó sobre el piso pulido. Scopes permaneció arrellanado en el sofá, inmóvil.

Un momento después, la puerta se abrió con un siseo y ante ella apareció un hombre alto, de unos sesenta años. Iba vestido con traje negro, camisa blanca almidonada, zapatos de punta y corbata de seda azul. Entre las canosas sienes, dos elegantes ojos grises enmarcaban una nariz pequeña y cincelada.

—¿Todo en orden, señor Scopes? — preguntó.

Scopes hizo un gesto hacia el teclado caído.

—Se ha roto.

La figura sonrió irónicamente.

—Supongo que el señor Faifa ha terminado por llamar.

Scopes se frotó el despeinado cabello.

—En efecto. Esos cazadores de animales son la forma humana más baja que he conocido. Es una vergüenza que el apetito de Monte Dragón por los chimpancés parezca insaciable.

Spencer Fairley inclinó la cabeza.

—Debería contar usted con alguien que pudiera hacerse cargo de estos detalles, señor. Le inquietan demasiado.

—Este proyecto es demasiado importante —dijo Scopes con una sacudida de la cabeza.

—Entiendo, señor. ¿Quiere que le traiga algo más, aparte de un teclado nuevo?

Scopes lo despidió con un gesto de la mano y aire ausente. Cuando Fairley se volvía para marcharse, Scopes dijo:

—Espere. Había dos cosas. ¿Vio anoche las noticias del canal Siete?

—Como usted bien sabe, señor, no me importan ni la televisión ni los ordenadores.

—Irritable fósil de Beacon Hill —dijo Scopes con tono afectuoso. Fairley era el único hombre de la empresa al que Scopes permitía que le llamara «señor»—. ¿Qué haría sin usted para demostrarme cómo vive la mitad del mundo electrónicamente analfabeto? En cualquier caso, anoche, en el canal Siete, hablaron de una niña de doce años que tiene leucemia. Deseaba ir a Disneylandia antes de morir. Se trata del habitual pienso con que nos alimentan en las noticias de la noche. He olvidado el nombre de la chica. En cualquier caso, ocúpese de que ella y su familia vayan a Disneylandia, en avión privado, con todos los gastos pagados, en los mejores hoteles y con limusinas. Y, por favor, que todo sea estrictamente anónimo. No quiero que ese bastardo de Levine vuelva a burlarse de mí y retuerza las cosas hasta convertirlas en algo que no son. Déles también algo de dinero para que paguen las facturas médicas. Digamos unos cincuenta mil. Parecían buenas personas. Debe de ser muy doloroso tener un hijo que se muere de leucemia. Ni siquiera puedo imaginarlo.

—Sí, señor. Es muy amable por su parte, señor.

—¿Recuerda lo que dijo Samuel Johnson? «Es mejor vivir rico que morir rico.» Y recuerde que esto tiene que ser anónimo. No quiero que ni siquiera ellos sepan quién lo ha hecho. ¿De acuerdo?

—Entendido.

—Y otra cosa más. Ayer, cuando estuve en Nueva York, un jodido taxi estuvo a punto de atropellarme en un paso de peatones. En Park Avenue con la Cincuenta.

La expresión del rostro de Fairley permaneció inescrutable.

—Eso habría sido muy desgraciado.

—Spencer, ¿sabe lo que más me agrada de usted? Es tan raro que nunca sé si me está insultando o halagando. Bueno, el número de licencia del taxi era 4-A-5-6. Encárguese de que le quiten la licencia, ¿quiere? No deseo que ese hijo de puta termine por atropellar a alguna abuela.

—Sí, señor.

Cuando la pequeña puerta se cerró con un siseo y un apagado clic, Scopes se levantó y se dirigió pensativamente hacia el piano.

Un tono alto sonó en su casco y Carson dio un respingo ante la pantalla de la terminal. Luego se volvió a relajar. Sólo hacía tres días que estaba allí y supuso que, finalmente, se acostumbraría al pitido que sonaba a las seis de la tarde. Se desperezó y miró alrededor, en el laboratorio. Susana estaba en patología; bien podía terminar el trabajo por hoy. Tecleó fatigosamente unos pocos párrafos en su ordenador personal, detallando los acontecimientos del día. Al conectar su ordenador con la red para verter en ella sus archivos, fue incapaz de reprimir una sensación de orgullo. Dos días de trabajo en el laboratorio y ya sabía con exactitud qué había que hacer. La familiaridad con las últimas técnicas de laboratorio constituía la ventaja que necesitaba. Ahora, lo único que quedaba era llevarlo a cabo.

De pronto, vaciló. Un mensaje parpadeaba en la parte inferior de la pantalla.

«John Singer @ Ejec. Dragón en paginación. Apretar tecla de orden para charlar.»

Apresuradamente, Carson entró en modo de charla y paginó Singer. No había estado conectado con la red en todo el día; no tenía forma de saber en qué momento había solicitado Singer la petición para charlar con él.

«John Singer @ Ejec. Dragón preparado para charlar. Apretar la orden de mando para continuar. ¿Cómo está usted, Guy?»

«Bien —tecleó Carson—. Acabo de encontrar su mensaje.»

«Debe habituarse a dejar su ordenador personal conectado a la red durante todo el tiempo que esté en el laboratorio. También debe comentárselo a Susana. ¿Puede dedicarme unos momentos después de la cena?»

«Sólo tiene que decirme la hora y el lugar», tecleó Carson.

«¿Qué le parece hacia las nueve en la cantina? Le veré entonces.»

Preguntándose de qué querría hablarle Singer, Carson hizo salir en pantalla el registro de la red.

La ordenadora respondió:

«Queda por leer un nuevo mensaje. ¿Desea leerlo ahora (S/N)?»

Carson encendió el sistema de mensajería electrónica de la GeneDyne y llamó el mensaje a la pantalla. Probablemente sólo es un mensaje anterior de Singer, preguntándose dónde estoy, pensó.

«Hola, Guy. Me alegra verle en su lugar y trabajando.

»Me agrada lo que ha hecho con el protocolo. Da la impresión de ser un ganador. Pero recuerde una cosa: Frank Burt fue el mejor científico que he conocido, y este problema pudo con él. Así que no sea engreído conmigo, ¿de acuerdo? Sé que va a conseguir salir adelante para la GeneDyne, Guy. Brent.»

Pocos minutos después de las nueve, Carson pidió un Jim Beam en el bar de la cantina y luego se dirigió hacia las puertas deslizantes de cristal para salir a la plataforma de observación. A últimas horas de la tarde, la cantina era el lugar preferido de la gente de laboratorio, con su agradable ambiente de cafetería y sus tableros de backgammon y de ajedrez. Ahora, sin embargo, estaba casi desierta. El viento había amainado y el calor del día había remitido. La plataforma estaba vacía, y eligió un asiento lejos de la blanca pared del edificio. Paladeó el sabor ahumado de bourbon, que bebía sin hielo, una costumbre que había adquirido cuando tomaba el cóctel de después de la cena directamente de la botella, delante de la chimenea encendida en el rancho. Observó la puesta de sol sobre las distantes montañas Fray Cristóbal. Al noreste y al este ya habían aparecido en el cielo los trazos de un rosa perlado de ricos matices.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos un momento, inhalando el olor acre del desierto, enfriado ahora por la puesta de sol, que llevaba consigo una mezcla del matorral creosote, de polvo y sal. Antes de marcharse al Este sólo había percibido aquel olor después de la lluvia. Pero ahora era como algo nuevo para él. Abrió los ojos de nuevo y contempló la vasta bóveda del cielo nocturno, en el que ya empezaba a aparecer el brillo de las estrellas: Escorpio, clara y brillante en el sur; Cisne, por encima de su cabeza, y la Vía Láctea arqueándose sobre todo.

La embrujadora fragancia de la noche del desierto, combinada con aquellas estrellas con que estaba tan familiarizado, le trajeron cientos de recuerdos. Reflexivamente, tomó un sorbo de su bebida.

Apartó aquellos pensamientos al escuchar el sonido de unos pasos. Llegaron desde una de las pasarelas situadas más allá de la cantina, y Carson supuso que sería Singer que se aproximaba procedente del complejo residencial. Pero la figura que surgió silenciosamente de entre la penumbra no era baja y fornida, sino que tenía más de un metro ochenta de altura e iba impecablemente vestida con un traje a medida. Llevaba un sombrero tipo safari, incongruentemente colocado sobre un cabello que parecía gris acerado bajo el frío rayo de las luces de sodio de la pasarela. Una coleta descendía entre los omóplatos. Si el hombre vio a Carson, no dio señal de ello, y continuó más allá de la balconada hacia la plaza central de piedra caliza.

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