Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
—Parece un problema bastante sencillo de resolver.
—Debería serlo, pero no lo es. Por alguna razón, el virus siempre muta de regreso a su forma mortífera. Cuando Burt trabajó en eso, probablemente inoculó a toda una colonia de chimpancés con cepas supuestamente seguras del virus de la gripe X. En cada una de esas ocasiones, el virus se invirtió y…, bueno, usted mismo ha visto los resultados. Se produce un repentino edema cerebral. Burt fue un científico brillante. De no haber sido por él, no habríamos conseguido la PurBlood, nuestro producto de sangre artificial, estabilizado y listo para la venta. Pero el problema de la gripe X le puso… —Singer hizo una pausa y finalmente añadió—: No pudo soportar la presión.
—No comprendo por qué la gente evita entrar en el Tanque de la Fiebre —dijo Carson.
—Es horrible. Y abrigo serios recelos acerca del uso de los chimpancés. Pero cuando se consideran los beneficios que esto puede reportar a la humanidad…
Singer guardó silencio y contempló el paisaje.
—¿Por qué tanto secreto? — preguntó finalmente Carson.
—Por dos razones. Tenemos motivos para creer que hay por lo menos otra empresa farmacéutica que está trabajando en una línea similar de investigación, y no queremos revelar prematuramente lo que hacemos. Pero lo más importante es que ahí fuera hay mucha gente temerosa de la tecnología. En realidad no se lo reprocho. Después de lo sucedido con las armas nucleares, con la radiación, con los accidentes de Three Mile Island y de Chernobil, hasta es lógico que recelen. Y no les gusta la idea de la ingeniería genética. — Se volvió hacia Carson—. Afrontémoslo: estamos hablando de producir una alteración permanente en el genoma humano. Eso podría ser muy controvertido. Y si la gente se opone a las verduras genéticamente alteradas, ¿qué pensarían de esto? Con la PurBlood nos encontramos con el mismo problema. Así pues, queremos tener preparado el virus de la gripe X cuando lo anunciemos al mundo. De ese modo, la oposición no tendrá tiempo para desarrollarse. La gente se dará cuenta de que los beneficios sobrepasan con mucho cualquier temor que pueda existir en una pequeña parte de la opinión pública.
—Esa parte, sin embargo, puede ser muy bulliciosa.
Carson había visto en ocasiones a grupos de manifestantes desfilar ante las puertas de la GeneDyne cuando salía o acudía al trabajo.
—Sí. Ahí fuera hay gente como Charles Levine. ¿Ha oído hablar de la Fundación para la
Política Genética
? Es una organización radical que parece decidida a destruir a la ingeniería genética en general, y a Brent Scopes en particular.
Carson asintió con un gesto.
—Levine y Scopes fueron amigos en la universidad. Dios, ésa es toda una historia. Recuérdeme que algún día le cuente lo que sé al respecto. En cualquier caso, Levine está un poco desequilibrado, es un verdadero Quijote. Hacer retroceder el progreso científico se ha convertido en el objetivo de su vida. Según me dicen, las cosas han empeorado desde la muerte de su esposa. Y ha emprendido una
vendetta
contra Brent Scopes en la que lleva enfrascado veinte años. Desgraciadamente, en los medios de comunicación hay mucha gente que le escucha y que publica toda su basura. — Se alejó de la ventana—. Resulta más fácil derribar algo que construirlo, Guy. Monte Dragón es el laboratorio de ingeniería genética más seguro del mundo. Nadie, absolutamente nadie está más interesado en la seguridad de sus empleados y de sus productos que el propio Brent Scopes.
Carson estuvo a punto de mencionar que Charles Levine había sido su profesor en los estudios de posgraduado, pero se lo pensó mejor. Quizá Singer ya lo sabía.
—¿De modo que quieren presentar la terapia de la gripe X como un
fait accompli
? ¿Y por eso las prisas?
—Sólo en parte. — Singer vaciló antes de continuar—. La verdad es que la gripe X es muy importante para la GeneDyne. De hecho, es algo crucial. La principal patente generadora de derechos de Scopes, el verdadero fundamento financiero de la GeneDyne, expira dentro de unas semanas.
—Pero Scopes sólo cumplirá cuarenta años dentro de poco. La patente no puede ser tan antigua. ¿Por qué no se limita a renovarla?
—No conozco todos los detalles —contestó Singer con un encogimiento de hombros—. Sólo sé que expira y que no se puede renovar. Cuando eso suceda, la empresa dejará de cobrar todos esos derechos. En cuanto a la PurBlood, no se podrá distribuir hasta dentro de un par de meses, y de todos modos se necesitarán años para amortizar el coste de la investigación. Nuestros otros productos aún se encuentran en la fase del proceso de aprobación. Si no conseguimos pronto la gripe X, la GeneDyne tendrá que recortar los generosos dividendos que paga. Eso tendrá un efecto catastrófico sobre el precio de las acciones, que es donde usted y yo tenemos intereses. — Se volvió y le indicó con señas—. Acérquese aquí, Guy.
Carson se dirigió hacia donde estaba Singer, de pie. La ventana permitía contemplar una amplia vista del desierto Jornada del Muerto, que se extendía hacia el horizonte, para disolverse en una encendida explosión de luz allí donde la tierra se encontraba con el cielo. Los edificios de Monte Dragón arrojaban alargadas sombras hacia el este, donde Carson apenas pudo distinguir los restos de lo que parecían unas antiguas ruinas indias, en forma de varios muros semiderruidos que se levantaban sobre la arena.
Singer colocó una mano sobre el hombro de Carson.
—Todas estas cuestiones no deberían preocuparle ahora. Piense en el potencial que se encuentra al alcance de la mano. Cualquier médico de tipo medio, si tiene mucha suerte, puede salvar unos cientos de vidas. Un investigador médico puede salvar miles. Pero usted, yo, la GeneDyne… vamos a salvar a millones, miles de millones de seres humanos.
Señaló una baja cadena montañosa que se elevaba hacia el nordeste, como una serie de dientes oscuros sobre el brillante desierto.
—Hace cincuenta años la humanidad hizo estallar el primer ingenio atómico al pie de esas montañas que ve al fondo. El Trinity Site se encuentra apenas a cuarenta y cinco kilómetros de aquí. Ése fue el lado oscuro de la ciencia. Ahora, medio siglo más tarde, en este mismo desierto, tenemos la oportunidad de redimir a la ciencia. Es realmente algo tan sencillo y tan profundo como eso. — Apretó la presión de su mano sobre el hombro, antes de añadir—: Guy, esto será la aventura más grande de toda su vida, se lo garantizo.
Se quedaron allí, contemplando el desierto y, mientras miraba, Carson pudo percibir su vasta intensidad, lo que le producía una sensación que era casi religiosa en su fuerza. Y supo que Singer tenía razón.
Carson se levantó a las cinco y media. Balanceó los pies sobre el costado de la cama y miró por la ventana abierta hacia las montañas de San Andrés. El aire fresco de la noche entraba por la ventana, trayendo consigo la quietud del alba. Respiró profundamente. En Nueva Jersey apenas podía arrastrarse fuera de la cama a las ocho de la mañana. Ahora, en su segunda mañana en el desierto, ya había regresado a su antiguo horario habitual.
Contempló cómo iban desapareciendo lentamente las estrellas, dejando sólo a Venus en un cielo sin nubes, hacia el este. El peculiar color verde del amanecer en el desierto se fue extendiendo por el cielo, para desvanecerse y convertirse en amarillo. Lentamente, los perfiles de las plantas surgieron de entre el difuminado tono azulado de la tierra desértica. Los espinosos nudos de las prosopis y de las altas matas de hierbas tobosas aparecían muy diseminados; la vida en el desierto era solitaria, nada abigarrada, pensó Carson.
Su habitación era austera pero estaba cómodamente amueblada: cama, sofá y sillón a juego, una amplia mesa de despacho y estanterías para libros. Se duchó, afeitó y vistió sintiéndose alternativamente excitado y receloso ante el día que le esperaba.
Había dedicado la tarde anterior a pasar por el proceso de filiación al que lo sometió el equipo administrativo de Monte Dragón: rellenó formularios, le tomaron fotografías y muestras de su voz, y fue sometido al examen físico más amplio que hubiera experimentado nunca. El médico de las instalaciones, Lyle Grady, era un hombre menudo y pequeño, que hablaba con una voz aguda. Apenas si había sonreído una sola vez mientras tecleaba en su terminal de ordenador. Después de una breve cena con Singer, Carson se había despedido temprano. Deseaba estar bien descansado al día siguiente.
En GeneDyne, la jornada de trabajo empezaba a las ocho de la mañana. Carson no solía desayunar, una herencia de los tiempos en que su padre hacía que se levantara temprano para ensillar su caballo en la oscuridad, pero ahora encontró el camino hacia la cafetería, donde tomó una rápida taza de café antes de dirigirse hacia su nuevo laboratorio. La cafetería estaba vacía, y Carson recordó un comentario de Singer la noche anterior.
—Por aquí solemos cenar a lo grande. El desayuno y el almuerzo no son muy populares. Hay algo en eso de trabajar en el Tanque de la Fiebre que mengua el apetito.
La gente ya se estaba poniendo los trajes, con rapidez y en silencio, cuando Carson llegó al Tanque de la Fiebre. Todos se volvieron a mirar al recién llegado, algunos con expresiones afables, otros con curiosidad y otros con indiferencia. Luego apareció Singer en la sala de preparación, con su redondeado rostro sonriente.
—¿Qué tal ha dormido? — le preguntó a Carson dándole una amistosa palmada en la espalda.
—Nada mal —contestó Carson—. Estoy ansioso por empezar.
—Bien. Quiero presentarle a su ayudante. — Miró alrededor—. ¿Dónde está Susana?
—Ya está dentro —dijo uno de los técnicos—. Tuvo que entrar pronto para comprobar unos cultivos.
—Usted trabajará en el laboratorio C —dijo Singer—. Rosalind le enseñó el camino, ¿verdad?
—Más o menos —asintió Carson mientras sacaba el traje del armario.
—Bien. Probablemente quiera empezar por revisar las notas de Frank Burt. Susana se ocupará de proporcionarle todo lo que necesite.
Tras haber terminado el procedimiento de vestirse, con ayuda de Singer, Carson siguió a los demás hacia las duchas químicas, y entró de nuevo en la madriguera de estrechos pasillos y compuertas del laboratorio de bioseguridad de Nivel 5. Una vez más, le resultó difícil acostumbrarse a aquel traje limitador, a la dependencia de los tubos de aire. Después de haberse equivocado algunas veces, se encontró delante de una puerta metálica señalada como LABORATORIO C.
En el interior, una figura, abultada en su traje, estaba inclinada sobre una mesa de bioprofilaxis, ocupada en clasificar una serie de discos de Petri. Carson apretó uno de los botones de intercomunicación de su traje.
—Hola. ¿Es usted la señorita De Vaca? — La mujer se enderezó—. Soy Guy Carson.
Una pequeña voz aguda crujió por el intercomunicador.
—Susana Cabeza de Vaca.
Se estrecharon torpemente las manos.
—Estos trajes son un incordio —comentó De Vaca—. De modo que es usted el sustituto de Burt.
—En efecto —asintió Carson.
—¿Hispano? — preguntó ella mirando hacia su visor.
—No, soy anglo —contestó Carson, más apresuradamente de lo que hubiera querido.
—Hummm —murmuró De Vaca tras una pausa, mirándole intensamente—. Bueno, de todos modos parece de por aquí.
—Me crié en Bootheel.
—Lo sabía. En ese caso, Guy, usted y yo somos los únicos nativos aquí.
—¿Es usted de Nuevo México? ¿Cuándo llegó? — preguntó Carson.
—Llegué hace unas dos semanas, transferida desde la planta de Albuquerque. Se me asignó inicialmente al departamento médico, pero ahora sustituyo al ayudante del doctor Burt, que se marchó pocos días después de él.
—¿De dónde es usted? — preguntó Carson.
—De una pequeña ciudad montañosa llamada Truchas, unos cuarenta y cinco kilómetros al norte de Santa Fe.
—Quiero decir, dónde nació.
—En Truchas —contestó ella tras otra pausa.
—Entiendo —asintió Carson, sorprendido por la brusquedad de su tono.
—¿Quiere decir cuándo cruzamos a nado río Grande?
—Bueno, no… Siempre he sentido mucho respeto por los mejicanos…
—¿Mejicanos?
—Sí. Algunos de los mejores obreros de nuestro rancho eran mejicanos, y cuando era adolescente tuve muchos amigos mejicanos…
—Mi familia —le interrumpió De Vaca fríamente— llegó a América con don Juan de Oñate. De hecho, don Alonso Cabeza de Vaca y su esposa estuvieron a punto de morir de sed mientras cruzaban este mismo desierto. Eso fue en 1598, mucho antes de que su polvorienta familia de cabello rubio se instalara en Bootheel. Pero me conmueve que tuviera usted amigos mejicanos en su juventud.
Se dio media vuelta y continuó con su clasificación de los discos de Petri, al tiempo que marcaba los números en un ordenador portátil.
Jesús, pensó Carson. Singer no bromeaba cuando dijo que todo el mundo andaba estresado por aquí.
—Señorita De Vaca —dijo—, espero que comprenda que sólo trataba de ser amable. — Aguardó un momento, pero ella continuó con su trabajo, en silencio—. No es que importe mucho, pero yo no procedo de una polvorienta familia. Mi antepasado fue Kit Carson y mi bisabuelo fundó el rancho donde crecí. Los Carson llevamos en Nuevo México casi doscientos años.
—¿El coronel Christopher Carson? Bueno, quién lo hubiera dicho. —Ahora hablaba sin levantar la vista de su trabajo—. Una vez escribí un artículo en la universidad sobre Carson. Y ¿es usted descendiente de su esposa española o de su esposa india? —Hubo un silencio—. Tiene que ser de la una o de la otra, porque no me parece un hombre blanco.
—No suelo definirme por mi composición racial, señorita De Vaca —dijo Carson tratando de conservar su tono apacible.
—Es Cabeza de Vaca —replicó ella, mientras empezaba a clasificar otro montón de discos.
Carson apretó enojado el botón del intercomunicador.
—No me importa si es Cabeza o Kowalski. No estoy dispuesto a soportar esta clase de tratamiento descortés, ni de usted ni de esa oca de Rosalind, ni de nadie.
Se produjo un silencio. Luego, De Vaca se echó a reír.
—Carson. Fíjese en esos dos botones que tiene en su panel de intercomunicación. Uno es para conversaciones privadas sobre un canal local, el otro es para su emisión global. No vuelva a confundirlos si no quiere que todos los que estamos en el Tanque de la Fiebre nos enteremos de lo que dice.