Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Carson apenas oyó la pregunta, pues había otra cosa que contribuía a inquietarlo.
El ambiente reinante en el comedor parecía muy callado, casi furtivo. Las mesas estaban llenas, la gente comía y, sin embargo, se oían muy pocas conversaciones. Los comensales parecían efectuar mecánicamente los movimientos necesarios para comer, al parecer más por hábito que por hambre. Los ecos de la pregunta de Harper parecieron resonar en tres docenas de vasos de agua. ¡Cristo! ¿Me he quedado dormido?, se preguntó Carson. ¿Cómo he podido perderme esto?
Harper recibió su cerveza, mientras que Carson y Susana tomaron un refresco.
—¿No toman nada de alcohol? — preguntó Harper y bebió un largo sorbo.
Carson sacudió la cabeza.
—Todavía no he recibido respuesta a mi pregunta —dijo Harper, y se alisó el cabello castaño con una mano de movimientos inquietos—. He preguntado en qué han estado metidos.
Los miró alternativamente, e hizo parpadear sus ojos enrojecidos.
—Oh, en lo de siempre, ya sabe —contestó Susana, que estaba sentada muy rígida, sin dejar de mirar su plato vacío.
—¿Lo de siempre? — repitió Harper, como si aquellas palabras fueran nuevas para él—. Vaya. Trabajamos en el proyecto más grande en la historia de GeneDyne y resulta que ustedes parecen aburrirse.
Carson asintió con un gesto y deseó que Harper no hablara con un tono tan fuerte. Aunque pudieran robar un Hummer, ¿qué dirían cuando llegaran a la civilización? ¿Quién creería en dos personas de ojos desorbitados recién salidas del desierto? Necesitaban encontrar alguna prueba para entregar a los medios de comunicación. Pero ¿debían dejar la gripe X en manos de unas personas que se estaban volviendo locas por momentos? No obstante, si se quedaban allí no avanzarían mucho, a menos que consiguieran hacer llegar alguna prueba a manos de Levine. Naturalmente, sería imposible transmitir gigabytes de información a través de la red. Eso sería detectado enseguida, pero…
De pronto, Harper lo cogió de la pechera de la camisa.
—Estoy hablando con usted, gilipollas —dijo Harper, y tiró de Carson hacia sí.
—Lo siento —murmuró Carson, conteniéndose.
—¿Por qué me ignoran? — exclamó Harper—. ¿Qué es lo que no quieren decirme?
—Lo siento, George. Estaba pensando en otra cosa.
—Hemos estado muy ocupados, ¿sabes? —intervino Susana con tono afable—. Tenemos mucho en que pensar.
Harper soltó a Carson.
—Acaba de decir que estaban haciendo lo de siempre. Lo dijo, sé que lo dijo. Así pues, ¿de qué se trata?
Carson miró alrededor. La gente de las mesas cercanas se volvía a mirarles y aunque sus miradas eran apagadas y como vacías, traducían la clase de vaga expectación que no había visto desde que fuera testigo, hacía mucho tiempo, de una reyerta en un bar.
—George —dijo Susana—, he oído decir que el otro día consiguió usted un avance muy importante.
—¿Qué? — preguntó Harper.
—Me lo dijo el doctor Singer. Me dijo que hacía usted progresos extraordinarios.
Harper se olvidó de Carson.
—¿John dijo eso? Bueno, no me sorprende.
Ella sonrió y apoyó una mano en el brazo de Harper.
—¿Y sabe otra cosa? El otro día quedé muy impresionada por su forma de manejar a Vanderwagon.
Harper se irguió en su silla y la miró.
—Gracias —dijo.
—Debí comentárselo antes. Fue un descuido por mi parte el no haberlo hecho así. Lo siento.
Susana miraba a Harper con una expresión de simpatía y comprensión en su rostro. Luego, significativamente, la mirada descendió hacia las manos de Harper. Sin darse cuenta de la sugerencia que ella transmitía a Carson con sus ojos, Harper bajó la mirada y empezó a examinarse las uñas.
—Fíjese en esto —dijo—. Aquí hay suciedad. Hay que tomar muchas precauciones con los gérmenes que hay en este lugar.
Luego, sin decir una palabra más, se levantó y se dirigió al lavabo.
Carson emitió un suspiro de alivio.
—¡Santo Dios! — susurró.
Los científicos de las mesas contiguas habían vuelto a su comida, pero una extraña sensación quedó suspendida en el aire; un silencio inquietante, como si todos estuvieran a la escucha.
—Creo que venir aquí ha sido una mala idea —murmuró Susana—. De todos modos, no tengo hambre.
Carson intentó normalizar su respiración entrecortada y cerró los ojos por un momento. En cuanto lo hizo, el mundo pareció hundirse bajo sus pies. Se sentía exhausto.
—Ya no puedo pensar más —dijo—. Reunámonos en el laboratorio de radiología a medianoche. Mientras tanto, intente dormir algo.
—¿Está loco? — le espetó ella—. ¿Cómo podría dormir?
Carson la miró fijamente.
—No va a tener otra oportunidad —le dijo.
Charles Levine miró la carpeta azulada que tenía en la mano, llena de sellos y estampada en relieve, con una gran firma extendida sobre el sello. Empezó a abrirla y se detuvo. Ya sabía lo que contenía. Se volvió para echarla a la papelera pero se dio cuenta de que eso tampoco era necesario. Destruir el documento no contribuiría a hacer desaparecer su sustancia.
Miró por la puerta abierta, más allá de las cajas de cartón y de madera, hacia el vacío despacho exterior. Apenas una semana antes, Ray había estado sentado allí, ocupado en tamizar las llamadas y en mantener a raya a los exaltados. Ray le había sido leal hasta el final, a diferencia de muchos colegas y miembros de la fundación. ¿Cómo podía haberse visto tan comprometido el trabajo de toda una vida, eclipsado en tan corto espacio de tiempo?
Se sentó en la silla y miró sin ver el único objeto que aún quedaba en la mesa, su ordenador personal. Apenas unos días antes había tenido su línea conectada con las profundas y frías aguas de la red donde trataba de pescar y encontrar apoyo para su cruzada. Pero en su anzuelo había caído un leviatán, un loco asesino que había devastado lo que más le importaba.
Su mayor error había sido subestimar a Brent Scopes. O, quizá, haberlo sobrestimado. Los Scopes que conocía no habrían luchado contra él de aquel modo. Quizá, pensó Levine, él mismo había sido el culpable, culpable de haber llegado a conclusiones precipitadas, quizá incluso de conducta poco ética al haberse introducido en la red informática de GeneDyne. Había provocado a Scopes. Pero que Scopes hubiera mancillado premeditadamente el recuerdo de su padre asesinado… eso era inexcusable, enfermizo. Levine siempre había conservado el recuerdo de la amistad que hubo entre ambos, una amistad profunda e intelectualmente intensa que nunca podría sustituir. Nunca se había recuperado por completo de la pérdida y, de algún modo, estaba convencido de que Scopes sentía lo mismo.
Era evidente que se había equivocado.
La mirada de Levine se desplazó sobre las estanterías vacías, los archivadores abiertos, las motas de polvo que descendían perezosamente en el aire quieto. El hecho de haber perdido su fundación, su reputación y su cátedra titular lo cambiaba todo. Eso hacía que sus alternativas fueran muy simples; de hecho, una sola. Y a partir de esa única alternativa, en su mente empezó a cobrar forma un plan.
Después del anochecer, Monte Dragón se convertía en el hogar de miles de sombras. Las pasarelas cubiertas y los edificios de múltiples facetas brillaban con un pálido azulado a la luz de la luna menguante. Los pasos, el crujir de la gravilla sólo servían para destacar más el silencio y la extraordinaria soledad. Más allá del delgado cordón de luces que iluminaba la verja del perímetro, todo aparecía envuelto en una vasta oscuridad que se extendía a lo largo de cientos de kilómetros en todas las direcciones, sin verse interrumpida por ninguna luz o fuego de campamento.
Carson avanzó entre las sombras hacia el laboratorio de radiología. No había nadie en el exterior, y el complejo residencial estaba tranquilo, pero el silencio sólo contribuyó a aumentar su nerviosismo. Había elegido el laboratorio de radiología porque había sido sustituido por nuevas instalaciones en el interior del Tanque de la Fiebre y ahora apenas lo usaba nadie, y también porque era el único laboratorio de baja seguridad dotado de pleno acceso a la red. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro de que su elección hubiera sido la correcta. El laboratorio se hallaba en un lugar apartado, detrás de los talleres de maquinaria, y si se encontraba con alguien tendría dificultades para explicar su presencia allí.
Abrió con un crujido la puerta del laboratorio y se detuvo. Una luz pálida brillaba en el interior de la estancia, y oyó el rumor de movimiento.
—¡Jesús, Carson! Me ha asustado.
Era Susana, un fantasma pálido silueteado contra el brillo de la pantalla de un ordenador. Ella le hizo señas de que entrara.
—¿Qué está haciendo? — susurró él, tomando asiento junto a ella.
—He venido aquí temprano. Escuche. Se me ha ocurrido una forma de comprobar todo esto, de ver si tenemos razón acerca de la PurBlood. —Hablaba en susurros, al mismo tiempo que tecleaba con rapidez—. Disponemos de exámenes físicos semanales, ¿verdad?
—No me lo recuerde.
Ella se volvió a mirarle.
—¿No lo comprende? Podemos comprobar las muestras.
La comprensión se abrió paso en la mente de Carson. Los exámenes físicos incluían toma de muestras espinales. Podían comprobar el fluido cerebroespinal, en busca de elevados niveles de dopamina y serotonina.
—Pero no podemos acceder a esos registros —objetó.
—Anda usted muy retrasado,
cabrón
. Ya lo he hecho. Durante la primera semana que estuve aquí trabajé en el departamento médico, ¿recuerda? Nunca me han retirado los privilegios para el acceso por medio de la red a las fichas médicas. — Bajo la pálida luz del monitor sus pómulos eran como dos afilados riscos azulados—. Empecé por comprobar unas pocas fichas, pero hay mucho que investigar. Así que me he preparado un pequeño programa para investigar la información médica básica.
—¿Qué conseguirá? ¿Una lista de los niveles de dopamina y serotonina en el sistema de cada uno de ellos?
Ella negó con la cabeza.
—Los neurotransmisores no aparecen en una prueba espinal. Pero sí aparecerán sus productos de descomposición, sus principales metabolitos. El ácido homovanílico es el producto de descomposición de la dopamina, y el ácido hidroxindoleacético-5 es el producto de descomposición de la serotonina. Así que le he ordenado al programa que los busque, y que tabulara los valores de MHPG y VMA, que son los productos de descomposición de otro neurotransmisor, la norepinefrina. De ese modo podremos comparar los resultados.
—¿Y? — preguntó Carson.
—Bueno, no lo sé todavía. Aquí aparece la información.
La pantalla se llenó de texto y números.
MHPG | HVA | VMA | HIAA-5 | |
Aaron | 1 | 6 | 1 | 5 |
Alberts | 1 | 9 | 1 | 10 |
Browman | 1 | 12 | 1 | 9 |
Bunoz | 1 | 7 | 1 | 6 |
Carson | 1 | 1 | 1 | 1 |
Cristoferi | 1 | 8 | 1 | 5 |
Davidoff | 1 | 8 | 1 | 8 |
De Vaca | 1 | 1 | 1 | 1 |
Donergan | 1 | 10 | 1 | 8 |
Ducely | 1 | 7 | 1 | 9 |
Engles | 1 | 7 | 1 | 6 |
—¡Dios mío! — murmuró Carson.
Ella asintió con una mueca.
—Fíjese en los valores de HVA y HIAA-5. En todos los casos los niveles de dopamina y serotonina en el cerebro son muy superiores a lo normal.
Carson descendió con el cursor y revistó el resto de la lista.
—¡Fíjese en Nye! — exclamó de repente, señalando la pantalla—. Metabolitos de la dopamina catorce veces superiores a lo normal; de la serotonina, doce veces.
—Con niveles como estos, peligrosamente paranoides, quizá se presente en forma de esquizofrenia —dijo ella—. Apuesto a que percibió a Teece como una amenaza para Monte Dragón, o quizá para sí mismo, y le tendió una trampa en el desierto. Me pregunto si ese bastardo de Marr estaba con él. Tenía usted razón al decir que matar a Teece era una locura.
Carson se volvió a mirarla.
—¿Cómo es que estas lecturas tan anormales no han sido aireadas antes?
—Porque en un lugar como Monte Dragón no se comprueban los niveles de los neurotransmisores. Lo que buscan son anticuerpos, contaminación viral, material de ese tipo.
Además, estamos hablando de nanogramos por milímetro. Estos metabolitos no se encuentran a menos que se los busque específicamente.
Carson meneó la cabeza con incredulidad.
—¿Podemos hacer algo para contrarrestar los efectos adversos?
—Eso es difícil de saber. Se podría probar a administrar un antagonista receptor de la dopamina, como la clorpromazina, o la imipramina, que bloquea el transporte de la serotonina. Pero con niveles tan altos cómo éstos dudo que se produzca una gran mejoría. Ni siquiera sabemos si se puede invertir el proceso. Y eso suponiendo que dispusiésemos de suficiente reserva de ambos medicamentos, y que encontráramos una forma de administrarlos a todos los afectados.
Carson siguió con la vista fija en la pantalla, sumido en una horrorizada fascinación. De repente, sus manos se movieron sobre el teclado y copiaron la información en un archivo local. Luego despejó la pantalla y borró el programa.
—¿Qué demonios está haciendo? — siseó Susana.
—Ya hemos visto suficiente —contestó Carson—. Scopes también fue un sujeto beta de la prueba, ¿recuerda? Si nos descubriera haciendo esto, estaríamos listos.
Apagó la conexión de Susana en la terminal e introdujo su propio código en la pantalla de seguridad de GeneDyne. Mientras esperaba a que pasaran los mensajes grabados, extrajo dos pequeños discos ópticos del bolsillo.
—Regresé antes a la biblioteca y copié la información más importante en estos discos ópticos, incluido el vídeo, los datos de filtración, mis conexiones en línea sobre la gripe X, las notas de Burt. Ahora añadiré estos datos que acabo de archivar…