Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Miró de nuevo hacia atrás y vio que las luces de los Hummers se aproximaban con rapidez. Las luces se detenían periódicamente, quizá para permitir que Nye descendiera y comprobara las huellas. La lava haría más lento su avance, pero no los detendría.
—¿Qué ocurre con el agua? — preguntó Susana de pronto, en medio de la oscuridad—. ¿Tendremos suficiente?
—No —contestó Carson—. Habrá que encontrarla.
—Pero ¿dónde?
El guardó silencio.
Nye estaba de pie en el aparcamiento vacío, sin dejar de mirar la oscuridad, mientras su sombra jugueteaba sobre las arenas del desierto. El montón de ruinas en que se había convertido Monte Dragón ardía a su espalda, fuera de control, pero él lo ignoró.
Un oficial de seguridad se acercó corriendo, con la respiración entrecortada y el rostro cubierto de hollín.
—Señor, la presión del agua en las mangueras se agotará en cinco minutos. ¿Conectamos con las reservas de emergencia?
—¿Por qué no? — contestó Nye con aire ausente, sin molestarse en mirar al hombre.
Había fracasado masivamente; eso lo sabía. Carson se le había escurrido entre los dedos, pero no antes de haber destruido por completo las mismas instalaciones que Nye estaba encargado de proteger. Pensó por un momento en qué le diría a Brent Scopes. Luego apartó aquel pensamiento. Ese era el peor fracaso de su carrera, incluso peor que aquel en el que ya ni siquiera se permitía pensar. No había posibilidad de redención.
Pero sí existía la posibilidad de la venganza. Carson era el responsable de todo, y lo pagaría caro, y aquella zorra hispana también. No les permitiría escapar.
Observó las luces de los Hummers, que se alejaban sobre el desierto, y su labio se curvó con una mueca de desprecio. Singer era un estúpido. Era imposible seguir la pista de nada desde el interior de un Hummer. Había que detenerse continuamente, bajar y encontrar el rastro; sería incluso más lento que ir a pie. Además, Carson conocía el desierto, y los caballos. Probablemente hasta conocía algunos trucos para borrar las huellas. En el Jornada había flujos de lava tan laberínticos que se necesitarían años para explorarlos. Habría llanuras de arena donde las huellas de un caballo serían borradas por el viento en apenas unas horas.
Nye sabía todas estas cosas. Pero también sabía que era virtualmente imposible borrar por completo un rastro en ese desierto. Siempre se dejaba un rastro, incluso sobre la roca o la arena. Los diez años que había trabajado en una instalación árabe de seguridad le habían enseñado todo lo que un hombre podía aprender sobre el desierto.
Nye arrojó hacia la arena el ahora inservible comunicador de radio y se volvió hacia los establos. Mientras caminaba, no prestó la menor atención a los gritos desesperados, el rugir de las llamaradas, los crujidos del metal que se derrumbaba. Algo nuevo le había ocurrido. Si Carson había logrado escapar quería decir que aquel hombre quizá era más inteligente de lo que había creído. Quizá había sido lo bastante astuto para llevarse o incluso herir a su caballo,
Muerto
, antes de huir. El jefe de seguridad aceleró el paso.
Al pasar ante la destrozada puerta del cobertizo miró hacia donde se guardaban los arreos, que era donde dejaba el rifle. El arma estaba todavía allí.
Nye se detuvo en seco. Los clavos en los que normalmente colgaba sus viejas alforjas McClellan estaban vacíos. Y, sin embargo, ayer mismo las había colgado allí. Una neblina rojiza pareció extenderse delante de sus ojos. Carson se había llevado las alforjas y sus dos cantimploras de cinco litros; una cantidad irrisoria de agua para cruzar el Jornada del Muerto. Carson estaba condenado.
Pero no era la pérdida de las cantimploras lo que le preocupaba. Le faltaba algo más; algo mucho más importante. Siempre había creído que las alforjas constituían un escondite que no llamaba la atención, donde podía guardar su secreto. Pero Carson se las había robado. Carson había destruido su carrera y ahora se disponía a arrebatarle lo único que le quedaba. Por un momento la cólera le mantuvo como si hubiera echado raíces, totalmente inmóvil.
Y entonces oyó el relincho que tan bien conocía. A pesar de su rabia, el labio de Nye se curvó en una media sonrisa. Porque ahora estaba seguro de que su venganza no era una posibilidad sino una certidumbre.
Mientras se movían hacia el este, Carson observó que las luces de los Hummers se alejaban de ellos, hacia su izquierda. Los vehículos se aproximaban al Malpaís. En aquel punto, y con un poco de suerte, perderían el rastro. Se necesitaría de un rastreador experto, que se moviera a pie, para seguirlos a través de la lava. Nye era bueno, pero no lo sería tanto como para seguir el rastro de un caballo a través de la lava. Una vez perdiera el rastro, imaginaría que habían tomado por un atajo a través de la lava y que seguían dirigiéndose hacia el sur. Además, con la PurBlood contaminada en sus venas, era muy improbable que fuese una amenaza para alguien, excepto para sí mismo. En cualquier caso, pensó Carson, él y Susana estarían libres. Libres para regresar a la civilización y advertir al mundo sobre la planificada comercialización de PurBlood.
O libres para morir de sed.
Notó la pesada y fría cantimplora que colgaba del pomo de la silla. Contenía cinco litros de agua, muy poco para una persona que pretendiera cruzar Jornada del Muerto. Pero se dio cuenta de que eso, por el momento, no era más que un problema secundario.
Carson se detuvo. Los Hummers se habían detenido al borde del río de lava, quizá a un kilómetro y medio de distancia.
—Encontremos un lugar bajo donde ocultar los caballos —dijo Carson—. Quiero asegurarme de que esos Hummers se dirigen hacia el sur.
Dejaron los caballos en una grieta cubierta de cascajos, entre la lava. Susana sostuvo las riendas, mientras él subía a un punto elevado y observaba.
Se preguntó por qué sus perseguidores no habían apagado las luces. Con ellas encendidas destacaban como un crucero en un océano inundado por la luz de la luna, visibles desde quince kilómetros o más. Resultaba extraño que Nye no hubiera pensado en eso.
Las luces se mantuvieron estacionarias durante uno o dos minutos. Luego empezaron a moverse sobre el río de lava, y allí se detuvieron de nuevo. Por un momento, a Carson le preocupó que alguien pudiera encontrar su rastro y dirigirse hacia él, pero en lugar de eso continuaron hacia el sur, ahora con mayor rapidez, con las luces elevándose y descendiendo sobre la lava.
Descendió de la altura a la que se había encaramado.
—Se dirigen al sur —dijo.
—Gracias a Dios.
Carson vaciló un momento.
—He estado pensando… —dijo al fin—. Me temo que vamos a tener que reservar esta agua para los caballos.
—¿Y nosotros?
—En el desierto, los caballos necesitan hasta cincuenta litros de agua al día, y treinta si cabalgan sólo por la noche. Si se derrumban, estamos acabados. Entonces no importará el agua que nosotros hayamos bebido. A pie no conseguiríamos avanzar más de ocho kilómetros sobre la lava o la arena profunda. Pero si reservamos el agua que tenemos para los caballos, incluso un poco les sentará bien. Así podrán recorrer veinte o treinta kilómetros más. Eso nos dará una oportunidad para encontrar agua.
En la oscuridad, Susana guardó silencio.
—Será extremadamente duro evitar beber cuando tengamos sed —añadió él—. Pero tenemos que reservarla para los caballos. Si lo desea, yo me haré cargo de su cantimplora cuando llegue el momento.
—¿Para podérsela beber? — fue la sarcástica respuesta.
—Necesitaremos de una gran disciplina cuando las cosas empiecen a ponerse duras. Y, créame, se pondrán muy duras. Así que, antes de continuar, hay otra regla sobre la sed que debe usted conocer: nunca la mencione. Por muy mal que se sienta, no hable jamás de agua. No piense en el agua.
—¿Quiere eso decir que tendremos que bebemos nuestro orín? — preguntó ella.
En la oscuridad, Carson no supo si hablaba en serio o no hacía más que incordiarle de nuevo.
—Eso sólo sucede en los libros. Lo que debe hacer es lo siguiente: cuando tenga ganas de orinar, conténgase. En cuanto el cuerpo se dé cuenta de que tiene mucha sed, reabsorberá el agua, y su deseo de orinar se desvanecerá. Finalmente tendrá que hacerlo, claro, pero para entonces la orina tendrá tanto contenido en sales que de todos modos sería inútil bebería.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Porque crecí en esta clase de desierto.
—Ya —dijo ella—. Y supongo que también ayuda un poco el tener sangre de ute.
Carson abrió la boca para replicar, pero decidió no hacerlo. Se reservaría la discusión para más tarde.
Continuaron hacia el este a través de la lava durante otro kilómetro y medio. Se movían con lentitud, conducían los caballos de las riendas y dejaban que ellos mismos eligieran el camino a seguir. Ocasionalmente, los animales tropezaban en la lava y los cascos despedían chispas. De vez en cuando, Carson se detenía para subir a una formación de lava y mirar hacia el sur. Cada vez que lo hacía observaba que los Hummers se habían alejado un poco más en la distancia. Finalmente, las luces desaparecieron por completo.
Al descender por última vez, se preguntó si debía haberle comunicado a la mujer la peor noticia. Incluso con los diez litros de agua de que disponían, los caballos apenas podrían recorrer la mitad de la distancia que tenían que salvar. Iban a tener que encontrar agua al menos una vez a lo largo del camino.
Nye apretó la cincha de
Muerto
y comprobó las correas de la silla. Todo estaba en orden. El rifle estaba en su funda, colgado bajo la pierna derecha, de donde podría sacarlo con un movimiento suave. También estaba seguro el tubo de metal que contenía el mapa de la zona.
Ató las alforjas extra por detrás del borrén posterior de la silla y empezó a guardar munición en ellas. Luego llenó dos bidones de veinticinco litros, los ató juntos y los colgó sobre el borrén, uno a cada lado. Eso suponía un peso extra, pero era esencial. Lo más probable era que ni siquiera tuviera necesidad de seguir las huellas de Carson. Sabía que él sólo disponía de diez litros de agua, y eso sería suficiente para acabar con ellos. Pero Nye quería asegurarse. Deseaba ver sus cuerpos muertos y disecados para asegurarse de que el secreto volvía a ser suyo y sólo suyo.
En el pomo de la silla ató un pequeño saco que contenía una hogaza de pan y una bola de queso cheddar de dos kilos, cubierto de cera. Probó la linterna halógena, la guardó después en las alforjas y puso también un puñado de pilas extra.
Nye lo hizo todo metódicamente. No tenía ninguna prisa.
Muerto
era un caballo resistente y bien entrenado, y estaba en mejor forma que los dos ejemplares que Carson se había llevado. Probablemente Carson los forzaría al principio para escapar de los Hummers. Eso haría que empezaran mal. Sólo los estúpidos y los actores de Hollywood galopaban sobre sus caballos. Si Carson y la mujer esperaban poder cruzar el desierto, tendrían que tomárselo con calma y avanzar lentamente. Aun así, a medida que sus caballos empezaran a sufrir la escasez de agua, empezarían a flaquear. Nye calculó que, sin agua, y viajando sólo por la noche, podrían avanzar quizá unos setenta kilómetros antes de derrumbarse. Si trataban de viajar durante el día, quizá sólo avanzaran la mitad. Cualquier animal que permaneciera inmóvil sobre las arenas del desierto, o que incluso se moviera con lentitud o erráticamente, atraería una bandada de buitres que lo sobrevolarían en espiral. Aunque sólo fuera por eso no le costaría encontrarlos.
Pero no necesitaría de los buitres para saber dónde estaban. Seguir un rastro era un arte y una ciencia, como la música o la física nuclear. Exigía gran cantidad de conocimientos técnicos y una inteligencia intuitiva. Había aprendido mucho sobre eso durante el tiempo pasado en Oriente Próximo. Y los años de búsqueda en Jornada del Muerto no habían hecho sino acrecentar ese conocimiento.
Echó un vistazo final a sus preparativos. Perfecto. Montó sobre la silla y salió del cobertizo, para seguir las huellas de los cascos de los caballos de Carson y De Vaca, iluminado por el resplandor del incendio. El resplandor se amortiguó en cuanto se adentró en el desierto y se alejó del complejo en llamas. De vez en cuando encendía la linterna a medida que seguía el rastro hacia el sur. Tal como lo imaginaba: habían hecho correr a sus caballos. Excelente. Cada minuto de galope allí sería un kilómetro perdido al final. Habían dejado un rastro que podría seguir cualquier novato. Y un novato lo sigue, pensó Nye regocijado al observar la gran cantidad de huellas de ruedas que se entrecruzaban en una confusión, mientras perseguían el rastro de los cascos hacia el sur.
Se detuvo un momento en la oscuridad. Una voz había murmurado su nombre. Se giró en la silla y escudriñó el infinito desierto que lo rodeaba, en busca de la fuente de donde vino el sonido. Luego, puso nuevamente el caballo a trote lento.
El tiempo, el agua y el desierto estaban de su parte.
Carson se detuvo en el extremo más alejado del río de lava y miró hacia el norte. El gran brazo de la Vía Láctea se extendía a través del cielo, para hundirse finalmente más allá del horizonte. Se encontraban en medio de un mar de negrura. El más débil resplandor rojizo que se observaba hacia el norte señalaba la posición de Monte Dragón. Las luces parpadeantes de lo alto de la torre de microondas, situada en la cumbre, habían desaparecido hacía rato, con un último parpadeo antes de que fallaran los generadores.
Inhaló la fragancia que los rodeaba: hierbas secas y chamizos, mezclados con la frialdad de la noche del desierto.
—Necesitaremos borrar nuestras huellas al salir de la lava —dijo.
Susana tomó las riendas de ambos caballos y se adelantó, haciéndolos bajar de la lava hasta perderse en la oscuridad. Carson la siguió hasta el borde de la lava, se volvió, se quitó la camisa, se puso a gatas y empezó a retroceder sobre la arena. A medida que retrocedía pasaba la camisa sobre las huellas, delante de él y borraba así las huellas de los cascos y sus propias marcas. Trabajó lenta y cuidadosamente. Nada podía borrar por completo las huellas dejadas en la arena, pero el método que empleaba era bastante bueno. Un Hummer pasaría por allí sin ver nada.
Continuó así durante más de cien metros, para asegurarse. Luego se incorporó, sacudió la camisa y volvió a ponérsela. La tarea le había llevado diez minutos.