Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Llegó al borde de una vasta corriente de lava, compuesta por desiguales cascajos negros amontonados sobre el suelo del desierto, cubiertos por ocotillos en flor. Carson sabía que eso era parte de la vasta formación de lava conocida como el Malpaís, que cubría cientos de kilómetros cuadrados del desierto de Jornada. Ahora, las montañas del oeste se hallaban más cerca y observó que, igual que Monte Dragón, se trataba de una cadena de apagados conos de cenizas.
Cabalgó a lo largo del borde de la lava, zigzagueando, siguiendo el contorno irregular de la corriente. La lava se había extendido sobre el desierto como una ameba, dejando un complicado laberinto de ensenadas, islas y cuevas.
Mientras cabalgaba, una tormenta de verano empezó a formarse rápidamente sobre las montañas. Una gran cabeza tormentosa empezó a elevarse, con la parte inferior plana y oscura como un yunque. Olisqueó un cambio en el aire, un frescor en la brisa, que traía consigo el olor del ozono. La nube, que se extendía con rapidez, cubrió el sol, y una penumbra, como de catedral, descendió sobre el paisaje. Al cabo de pocos minutos, la nube empezó a descargar una columna de lluvia del color del acero azulado. Carson espoleó a
Roscoe
para que se pusiera al trote, sin dejar de observar los bordes de la corriente de lava, imaginando que podría capear la tormenta en una de las cuevas que habitualmente se encontraban en toda corriente de lava.
La columna de lluvia se espesó, y el viento empezó a empujar madejas de polvo a lo largo del suelo. Un rayo parpadeó en el interior de la nube, y el retumbar del trueno reverberó a través del desierto como el sonido de una batalla lejana. A medida que se acercaba la tormenta, un bajo gemido pareció llenar el aire y el olor de la arena húmeda y la electricidad se hizo más intenso.
Carson rodeó una península de lava y distinguió una cueva de aspecto prometedor entre los montones de basalto retorcido. Desmontó, cogió las alforjas y dejó a
Roscoe
atado a una roca. Luego ascendió por la lava, en dirección a la entrada de la cueva.
La boca estaba oscura y fría, con un suelo cubierto de arena arrastrada por el viento. Entró justo cuando las primeras y pesadas gotas de lluvia empezaban a golpear el suelo. Desde allí podía ver a
Roscoe
, que había colocado las ancas contra el viento y agachaba la cabeza. La silla se empaparía. Debería haberla traído consigo al interior de la cueva, pero una silla como aquélla no merecía ningún tratamiento especial. Ya la engrasaría cuando regresara.
El desierto se vio repentinamente envuelto en cortinas de lluvia. Las montañas desaparecieron de la vista, y la línea de lava negra se difuminó bajo el torrente gris. Carson se tumbó de espaldas en la penumbra de la cueva. Sus pensamientos se dirigieron, inevitablemente, hacia Monte Dragón. Ni siquiera allí podía escapar de eso. Aquel laboratorio perdido en el desierto todavía le parecía algo irreal. Se torturó una vez más con el pensamiento de que si su empalme genético hubiera tenido éxito, aquella mujer seguiría con vida. En cierto modo, su propia seguridad en sí mismo la había matado. Una parte de él se daba cuenta de que esa línea de pensamiento era irracional, a pesar de lo cual seguía agobiándole una y otra vez. Sabía que había hecho las cosas de la mejor manera posible; la falta de atención de Fillson y Brandon-Smith había sido la verdadera responsable. Aun así, no lograba sacudirse del todo la sensación de culpabilidad.
Cerró los ojos para escuchar la lluvia y el viento. Finalmente, se sentó y miró por la abertura de la cueva.
Roscoe
permanecía en silencio y tranquilo. Seguramente había visto tormentas otras veces. Aunque Carson sentía pena por él, sabía que la suerte de los caballos había sido, desde tiempo inmemorial, permanecer bajo la lluvia mientras sus amos buscaban refugio en cuevas.
Se acomodó contra la pared y, con aire ausente, sus manos recorrieron la arena que cubría el suelo de la cueva, a la espera de que pasara la tormenta. Sus dedos se cerraron sobre algo frío y duro y lo extrajo de la arena. Era una punta de flecha de pedernal gris, tan ligera y equilibrada como una hoja. Recordaba haber encontrado de niño otra similar, mientras cabalgaba por la sierra. Cuando la llevó a casa, su tío abuelo Charley se mostró muy excitado por el descubrimiento, y le aseguró que se trataba de un poderoso amuleto de protección, y que debía llevarlo siempre consigo. Su tío abuelo le preparó una pequeña bolsa de gamuza para que llevara la punta de flecha; luego, canturreó algo sobre ella y la espolvoreó con polen. Su padre se mofó de aquel ritual. Más tarde, arrojó la bolsa a la basura y le dijo a su tío abuelo que la había perdido.
Ahora, se guardó la punta de flecha en el bolsillo, se levantó y se dirigió hacia la entrada de la cueva. De algún modo, aquel hallazgo le hizo sentirse mejor. Conseguiría neutralizar el virus de la gripe X, aunque sólo fuera para asegurarse de que la muerte de Brandon-Smith no se había producido en vano.
La tormenta cesó y Carson salió de aquella especie de tubo de lava. Al mirar alrededor, distinguió un doble arco iris que se arqueaba sobre las montañas, hacia el sur. El sol empezó a asomar entre las nubes. Tomó las riendas de
Roscoe
, le dio unas palmadas como pidiéndole disculpas y luego secó la silla y montó de nuevo.
Los cascos del caballo se hundieron en la arena cuando Carson lo dirigió, una vez más, hacia las montañas. Al cabo de pocos minutos volvió a reinar el calor y el desierto empezó a soltar vapor. Sintió sed, pero, para no agotar su reserva de agua, decidió mascar un chicle.
Entonces se detuvo, con el chicle a medio camino de la boca: unas huellas cruzaban la arena directamente por delante de él: un caballo con jinete, al parecer tan mal herrado como
Roscoe
. Las huellas eran frescas, hechas después de la lluvia.
Se metió el chicle en la boca y las siguió. En lo alto de un altozano vio en la distancia al caballo y su jinete, destacados entre dos conos de ceniza. Reconoció inmediatamente el absurdo sombrero de safari y el traje oscuro. No había nada de absurdo, sin embargo, en la forma en que el hombre manejaba su caballo. Hizo retroceder a
Roscoe
para ponerse a cubierto tras el altozano, desmontó y miró por encima de la pequeña altura.
Nye trotaba en ángulo recto con respecto a Carson, y montaba a la inglesa. De repente, tiró de las riendas para detenerse y se sacó un trozo de papel de la pechera. Lo aplanó sobre el pomo, sacó una brújula de pínulas, la orientó sobre el papel y apuntó directamente al sol. Hizo que su caballo efectuara un giro de noventa grados, lo espoleó al trote, y pronto desapareció tras las colinas.
Carson volvió a montar. Confiado en su habilidad para seguir un rastro, dejó que Nye ganara alguna distancia antes de espolear su montura.
Nye dejaba tras de sí un rastro muy peculiar. Cabalgó en línea recta durante casi un kilómetro, efectuó un brusco giro de noventa grados, cabalgó otro kilómetro y así continuó el proceso, efectuando zigzagueos sobre el desierto, formando una pauta de cuadros de tablero de ajedrez. Por las huellas de los cascos sobre la arena, Carson comprendió que antes de efectuar uno de los giros, Nye se detenía un momento.
Carson siguió la pista, fascinado por aquel misterio. ¿Qué demonios estaba haciendo Nye? Era evidente que no se trataba de una excursión de placer; sin lugar a dudas, el hombre tenía la intención de pasar la noche allí, en esas colinas volcánicas olvidadas de Dios, a más de treinta kilómetros de Monte Dragón.
Desmontó de nuevo para examinar el rastro. Ahora Nye se movía con mayor rapidez, y se alejaba a paso largo y lento. Montaba un buen caballo, en mejores condiciones físicas que
Roscoe
, y Carson se dio cuenta de que no podría seguirlo indefinidamente. Con un poco de ejercicio,
Roscoe
podría igualar seguramente a la montura de Nye, pero padecía «el mal del cobertizo», y aún le separaban muchos kilómetros del laboratorio. Aunque volviera grupas ahora, no llegaría al laboratorio hasta la medianoche. Había llegado el momento de abandonar la caza.
Se preparaba para montar de nuevo cuando oyó una voz cortante tras él. Se volvió y vio a Nye que se le acercaba.
—¿Qué demonios está haciendo? — dijo el inglés.
—Salir a dar un paseo a caballo, lo mismo que usted —contestó Carson.
No pudo ocultar la sorpresa en su tono de voz. Evidentemente, Nye se había dado cuenta de que le seguían y retrocedió, en una maniobra clásica, para perseguir al perseguidor.
—Miente. Me estaba espiando.
—Bueno, sentí curiosidad… —repuso Carson.
Nye se acercó más y con una leve presión de la rodilla hizo girar el caballo con un movimiento experto, al mismo tiempo que colocaba la mano derecha en la culata de un rifle que llevaba enfundado en la silla.
—Una mentira —siseó—. Sé lo que anda buscando, Carson, así que no intente hacerse el listo conmigo. Si vuelvo a descubrirle siguiéndome otra vez, lo mato, ¿me ha oído? Le enterraría aquí mismo y nadie encontraría su nauseabundo cadáver.
Carson montó en su caballo.
—Nadie me habla de ese modo.
—Yo hablo con cualquiera como me place.
Nye empezó a extraer el rifle de la funda.
Carson azuzó los flancos de su caballo y se abalanzó contra Nye, que, tomado por sorpresa, sacó el rifle de un tirón e intentó efectuar un giro.
Roscoe
chocó contra
Muerto
y derribó al jefe de seguridad, al tiempo que Carson sujetaba el cañón del rifle y se lo arrebataba con un fuerte tirón.
Sin dejar de vigilar a Nye, Carson abrió la recámara, extrajo el peine y lo arrojó al suelo. Se extrajo el chicle de la boca y lo introdujo profundamente en la cámara. La cerró y arrojó el rifle lejos, colina abajo.
—No vuelva a empuñar un rifle delante de mí —dijo con serenidad.
Nye montó, respirando con dificultad y con el rostro enrojecido. Se dirigió hacia donde había caído el rifle, pero Carson espoleó su caballo y se interpuso.
—Para ser inglés, es usted un jodido bastardo —dijo Carson.
—Es un rifle de tres mil dólares —replicó Nye.
—Razón de más para no empuñarlo delante de la gente —dijo Carson—. Si intenta utilizarlo ahora, explotará y le volará su bonita coleta. Para cuando haya podido limpiarlo, ya me habré ido.
Hubo un prolongado silencio. El sol de últimas horas de la tarde se reflejaba en los ojos de Nye, dándoles un extraño tono dorado oscuro. Al mirar aquellos ojos, Carson vio que sus finos matices no eran del todo producidos por el sol; los ojos de aquel hombre despedían de hecho un brillo rojizo, como las llamas interiores de una obsesión secreta.
Sin decir otra palabra, Carson volvió su caballo y se dirigió hacia el norte a trote ligero. Al cabo de un rato, se detuvo para mirar hacia atrás. Nye permanecía inmóvil sobre su montura, silueteado contra el sol, mirándole fijamente.
—¡Vigile su espalda, Carson! — oyó su voz distante.
Y Carson creyó oír una extraña risa antes de que se la llevara el viento.
El CD portátil que había sobre un ejemplar extendido del
Wall Street Journal
, sobre una mesa blanca, en la sala de control, había sido desmontado en veinte o treinta piezas. Un hombre que llevaba una sucia camiseta se hallaba inclinado sobre él, con expresión de intensa concentración. El eslogan de la camiseta decía VISITE LA HERMOSA GEORGIA SOVIÉTICA, estampado sobre la imagen de un edificio gubernamental que parecía una fortaleza, ejemplo de arquitectura estalinista.
Susana estaba de pie, a un lado de la inmaculada sala de control, preguntándose si lo de la camiseta sería broma.
—Dijo usted que nunca había arreglado antes un CD —comentó, nerviosa.
—
Da
—murmuró la figura sin levantar la vista.
—Bueno, entonces, ¿cómo se propone…?
El hombre volvió a murmurar algo y extrajo un chip del tablero de circuitos, sosteniéndolo con un par de tenazas recubiertas de plástico.
—Hmmm —murmuró, al tiempo que lo dejaba caer sobre el periódico.
Volvió a utilizar las tenazas y extrajo un segundo chip.
—Quizá no haya sido una buena idea traérselo —añadió Susana.
El hombre se volvió para mirarla por encima de un par de gafas de lectura medio caídas sobre el puente de la nariz.
—Pero aún no está arreglado —protestó.
Ella se encogió de hombros, lamentando haberle llevado el CD a Pavel Vladimirovic. Aunque le habían dicho que era una especie de genio de la mecánica, hasta el momento no había visto prueba de ello. Y él había admitido incluso que nunca había visto un CD, y mucho menos arreglado uno.
Vladimirovic suspiró, dejó caer el segundo chip sobre el periódico y se sentó, ajustándose las gafas sobre la nariz.
—Está roto —anunció.
—Lo sé —repuso ella—. Por eso se lo traje.
El asintió con un gesto y le indicó que se sentara a su lado, en una silla.
—¿Puede arreglarlo o no? — preguntó ella, todavía de pie.
—
Da
—asintió él—. No preocupar. Yo poder arreglar. Es problema con chip que controla diodo láser.
Susana se sentó a su lado.
—¿Tiene piezas de repuesto? — preguntó.
Vladimirovic asintió y se frotó la sudorosa nuca. Luego se levantó, se dirigió a un armario y regresó con una pequeña caja abierta de la que sobresalían verdes tableros de circuitos.
—Ahora volver a arreglar —dijo.
Ella le observó mientras él, con un arranque de actividad, resolvía y extraía componentes de los tableros de circuitos. En menos de cinco minutos había vuelto a montar el aparato. Luego lo enchufó, introdujo el CD que ella le había llevado y esperó. El sonido de los B-52 surgió rugiendo de los altavoces.
—¡Eeeh! — exclamó, apagándolo—.
Nekulturny
. ¿Qué es ese ruido? Debe de estar roto aún. — Rió su propia broma.
—Gracias —dijo Susana con un tono más agradable—. Lo utilizo casi todas las noches y temía pasarme aquí el resto del tiempo sin poder escuchar música. ¿Cómo lo ha hecho?
—Aquí muchas piezas extra de mecanismos de sistema destrucción infalible —contestó Vladimirovic—. Uso uno de ésos. No es nada, una máquina muy sencilla. ¡No como éstas! — Señaló las hileras de paneles de control, pantallas de terminal y consolas.
—¿Qué hacen? — preguntó De Vaca.
—Muchas cosas —contestó él acercándose pesadamente a los aparatos—. Aquí está control de flujo de aire laminar. Tomar el aire por aquí, horno controlado por todos éstos. — Movió la mano con un gesto vago—. Y todos éstos controlan enfriamiento.