Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
—Acabo de decirle que es una posibilidad —repitió ella—. No siempre se puede creer en una máquina. Estas cepas de la gripe X son muy similares.
—Está bien, está bien —asintió Carson con un suspiro—. Pero antes quiero comprobar por segunda vez las notas de Burt sobre la representación tipológica del plásmido de la gripe X. Ahora ya la conozco a fondo, pero quisiera repasarla una vez más para estar seguro.
—Permítame ayudarle —dijo Susana—. Quizá entre usted y yo podamos encontrar algo.
Empezaron a leer en silencio.
Roger Czerny estaba tumbado en su cama, en la unidad de cuarentena, y miraba a BrandonSmith, sentada y apoyada contra la pared opuesta, con cara de pocos amigos, como era habitual en ella. Detestaba más profunda e intensamente a aquella mujer que a cualquier otra persona en su vida. Detestaba el grueso biotraje que llevaba, su chillona voz sarcástica, el sonido de su respiración y los quejidos que sonaban a través del intercomunicador. Por su culpa, él podía morir. Le enfurecía el hecho de que tuviera que compartir la sala de cuarentena con ella. Con todo el dinero que disponía la GeneDyne, ¿por qué no habían construido dos salas de cuarentena? ¿Por qué encerrarlo con aquella gorda desagradable, que se quejaba y gemía todo el día? Se veía obligado a observar cada una de las funciones de su cuerpo, a verla comer, dormir, vaciar su bolsa de excrementos, todo. Era intolerable, y muy complicado, incluso el ir a orinar o tratar de cenar al mismo tiempo que se mantenía el ambiente estéril. Cuando saliera de allí, pensó, los iba a demandar a menos que le ofrecieran una bonificación de por lo menos cien de los grandes. Deberían haberle proporcionado un traje a prueba de desgarros. Eso debería haber formado parte del procedimiento. No importaba que les hubieran dado a ambos trajes azules nuevos. Lo cierto era que lo habían encerrado con su posible asesina. Eran culpables por ello, y lo pagarían.
Y para rematarlo todo, no querían decirle los resultados de los análisis de sangre. La única forma de saber algo sería dejar transcurrir el período de cuarentena de noventa y seis horas. Si le dejaban salir, eso significaría que estaba limpio. Si no…
Mierda, pensó. Se necesitarían por lo menos doscientos de los grandes para compensar todo eso. Mejor doscientos cincuenta. Conseguiría un buen abogado.
Eran las diez. La iluminación era débil y sabía que era por la noche, no por la mañana. Esa era la única forma de saberlo, encerrado en esa prisión: por la luz. Pensó una vez más en una visita que hizo una vez a un hospital, unos diez años antes. Apendicectomía de urgencia. Esto era como un hospital, sólo que mucho peor. Aquí estaba, a cincuenta metros por debajo de tierra, encerrado a cal y canto en una pequeña habitación, sin forma de salir, teniendo como compañera a aquella… Abrió y cerró la boca varias veces, tratando de acallar el pánico que surgía burbujeante hacia la superficie.
Lentamente, su respiración recuperó la normalidad. Se revolvió en la cama y apuntó con un mando remoto al televisor que colgaba del techo, para ver de nuevo
Tres compinches
. Cualquier cosa, con tal de distraerse.
Sonó un pitido suave y una luz azul empezó a parpadear en lo alto de la pared. Luego se oyó el siseo del aire comprimido que escapaba y el doctor Grady se introdujo por la escotilla, con el abultado traje rojo de emergencia dificultando sus movimientos.
—Vuelve a ser la hora —dijo alegremente por el intercomunicador.
Tomó primero la muestra de sangre de Brandon-Smith, insertando la aguja a través de una arandela especial sellada con goma, situada en la parte superior del traje de la mujer.
—No me encuentro bien —se quejó Brandon-Smith, lo mismo que decía cada vez que acudía el médico—. Estoy un poco mareada.
El médico le comprobó la temperatura, para lo que utilizó el termómetro insertado en el traje de la mujer.
—¡Treinta y siete coma siete! —dijo de pronto—. Eso se debe a la tensión de la situación. Intente relajarse.
—Pero es que me duele la cabeza —dijo ella por enésima vez.
—No es la hora para ponerle otra inyección de Tylenol —repuso el médico—. Dentro de dos horas.
—Pero es que me duele ahora.
—Bueno, quizá le pongamos media dosis —cedió el médico, que buscó en su maletín, con las manos enguantadas, y le aplicó otra inyección.
—Dígamelo, por favor. Dígame si la tengo —suplicó ella.
—Dentro de veinticuatro horas —contestó el médico—. Sólo un día más de espera. Lo está haciendo muy bien, Rosalind. Lo hace estupendamente. Como ya le he dicho, a mí no me dan mucha más información que a usted.
—Es un embustero —le espetó Brandon-Smith—. Quiero hablar con Brent.
—Relájese. Nadie es un embustero. Es la tensión lo que le hace hablar así.
El médico se acercó a Czerny, que le presentó el lado adecuado de su traje, resignado a que le sacaran una nueva muestra de sangre.
—¿Puedo hacer alguna cosa por usted, Roger? — preguntó el médico.
—No —contestó Czerny.
Aunque empujara al médico y lograra salir de la habitación, sabía que había dos de sus compañeros fuera de la zona de cuarentena.
El médico le extrajo la muestra de sangre y se marchó. La luz azul dejó de parpadear una vez la escotilla quedó cerrada. Czerny volvió a mirar
Tres compinches
mientras Brandon-Smith se tumbaba y se quedaba finalmente sumida en un sueño espasmódico. A las once, Czerny apagó las luces.
Despertó repentinamente a las dos. Aunque todo estaba tan oscuro como si se encontrara en un profundo pozo, sintió, con un estremecimiento de horror, una presencia que se inclinaba sobre su cama.
—¿Quién es? — exclamó, al tiempo que se sentaba de un salto.
Manoteó en busca de la luz antes de darse cuenta de que la silueta situada al lado de su cama era Brandon-Smith.
—¿Qué quiere? — le preguntó. Ella no dijo nada. Su enorme cuerpo parecía temblar ligeramente—. ¡Déjeme solo! — exclamó.
—Mi brazo derecho —dijo Brandon-Smith. — ¿Qué le pasa?
—Ha desaparecido.' Me desperté y había desaparecido.
En la oscuridad, Czerny tanteó su manga, encontró el botón de emergencia global y lo apretó.
Brandon-Smith avanzó un paso y chocó contra la cama.
—¡Aléjese de mí! — le gritó Czerny al notar que la cama vibraba.
—Mi brazo derecho también ha desaparecido —susurró ella con una voz extraña. Todo su cuerpo empezó a temblar—. Es extraño, hay algo que parece estar metiéndose en mi cabeza, como gusanos.
Los temblores continuaron.
Czerny se volvió hacia la pared.
—¡Socorro! — gritó por el intercomunicador—. ¡Que alguien venga a ayudarme!
Dos bombillas en el techo se encendieron con una apagada luz carmesí.
De repente, Brandon-Smith lanzó un grito.
—¿Dónde estás? ¡No puedo verte! ¡No me dejes, por favor!
Por el intercomunicador, Czerny escuchó un sonido de algo húmedo, que se vio sofocado casi instantáneamente por el zumbido de un cortocircuito. Al levantar la mirada, repentinamente horrorizado, observó cómo la arrugada materia gris salía disparada contra el interior del visor del casco de Brandon-Smith. Y, sin embargo, ella permaneció de pie durante largo rato, antes de empezar a derrumbarse lentamente sobre la cama de Czerny.
El cobertizo de los caballos se encontraba en el borde de la verja que rodeaba el perímetro; era un edificio modesto, de metal, con seis cuadras. En cuatro de ellas había caballos. Faltaba una hora para el amanecer, y Venus ya brillaba nítidamente en el horizonte, hacia el este.
En el interior del cobertizo, Carson observó a los caballos dormitar en sus cuadras, con las cabezas agachadas. Emitió un suave silbido y las cabezas se elevaron, con las orejas tiesas.
—¿A cuál de vosotros, viejos jamelgos, le gustaría salir a cabalgar un rato? — susurró.
En respuesta, uno de los caballos pateó el suelo.
Los miró a todos. Evidentemente eran adquisiciones locales, animales desechados de los ranchos. Un appaloosa de lomo alto, dos viejos jamelgos y un caballo de clase, aunque de raza indeterminada.
Muerto
, el magnífico caballo de Nye, no estaba allí. Por lo visto, el inglés lo había sacado antes, para una de sus misteriosas excursiones. Supongo que él también está harto de este lugar, pensó Carson. De todos modos, parecía un momento extraño para que el jefe de seguridad abandonara el recinto. Carson, al menos, tenía una excusa: las instalaciones del Nivel 5 seguían cerradas, y así seguirían hasta que llegara al día siguiente un inspector de la Administración para la Seguridad y la Salud Ocupacional, la OSHA. Carson no podía trabajar aunque quisiera.
Pero aunque el Tanque de la Fiebre hubiera estado abierto, nada ni nadie le habría obligado a trabajar hoy. Sonrió con una mueca en la oscuridad, rodeado por el aire rancio del establo. Precisamente cuando había llegado a la conclusión de que era irracional culparse por el accidente de Brandon-Smith, ella había muerto a causa de la exposición a la gripe X. Luego, Czerny había sido retirado en ambulancia, libre del virus, pero enajenado. Todo el Tanque de la Fiebre había sido descontaminado y luego sellado. Ahora no podía hacerse más que esperar, y Carson se había cansado de esperar en el apagado ambiente fúnebre del complejo residencial. Necesitaba tiempo para pensar en el problema de la gripe X, para tratar de averiguar qué había salido mal y, aún más importante, para recuperar su equilibrio. Y para eso no conocía mejor tónico que una larga excursión a caballo.
El caballo de clase llamó su atención. Era un bayo, con una gran cabeza, joven y de aspecto duro. Miró a Carson a través de las crines.
Carson entró en la cuadra y recorrió el flanco del caballo con la mano. La piel estaba tirante y áspera, y el pellejo era áspero. El caballo no se sacudió ni tembló; se limitó a volver la cabeza y. olisqueó el hombro de Carson. Tenía en el ojo un brillo sereno y alerta que le gustó.
Le levantó la pata delantera. Los cascos estaban en bastante buen estado, aunque el trabajo hecho con la herradura dejaba que desear. El caballo se mantuvo tranquilo mientras Carson le limpiaba la pezuña con una navaja. Dejó la pata y le dio unas palmadas en el cuello.
—Eres un caballo bueno —le dijo—, pero seguramente también eres un hijo de puta.
El caballo pateó el suelo, como en respuesta a sus palabras.
Carson le pasó una correa por la cabeza y lo condujo hasta un puesto de enganche, en el exterior. Habían transcurrido dos años desde la última vez que montó. Entró en la estancia donde se guardaban los arreos y observó la colección de sillas de Monte Dragón. Era evidente que a la mayoría de los residentes no les interesaba montar a caballo. Una de las sillas mostraba un árbol roto; otra estaba en tan mal estado que se desintegraría en cuanto el caballo iniciara un trote. Había una vieja silla abiquiu con un borrén posterior que probablemente serviría. Carson la levantó, tomó una manta y una almohadilla y llevó todo al puesto de enganche. Se colocó las viejas espuelas.
—¿Cómo te llamas? — murmuró mientras le cepillaba el pellejo.
El caballo se quedó quieto bajo la débil luz, en silencio.
—Bueno, te voy a llamar
Roscoe
.
Dobló la manta, la colocó sobre el lomo del caballo y añadió la almohadilla y la silla de montar. Extendió el látigo a través del aparejo y lo apretó, sintiendo que el caballo hinchaba el vientre, en un intento por engañar a Carson para que le dejara la cincha demasiado floja.
—Eres un bribón —dijo Carson.
Le pasó el collar por el pecho y le abrochó la hebilla de la cincha del flanco. Cuando el caballo no le prestaba atención, le apretó la rodilla contra el vientre y dio un tirón del látigo, dejándolo bien apretado. El caballo agachó las orejas.
—Buen chico —dijo Carson.
La luz era ahora más brillante por el este, y Venus había empezado a palidecer. Carson ató las alforjas, donde llevaba el almuerzo, engarfió un bidón de agua sobre la perilla de la silla, y montó.
No había ningún guardia en la puerta trasera de la verja del perímetro. Al acercarse al instrumento de apertura automática, Carson se inclinó, tecleó su código y la puerta se abrió.
Salió al trote hacia el desierto y aspiró profundamente. Después de casi tres semanas en el interior del laboratorio, se sintió por fin libre. Libre del claustrofóbico Tanque de la Fiebre, libre del horror de los últimos días. Mañana llegaría el inspector de la OSHA y el trabajo pesado empezaría de nuevo. Carson estaba decidido a aprovechar el día.
Roscoe
tenía un trote rudo y rápido. Carson hizo que se dirigiera hacia el sur y cabalgó en dirección a las ruinas indias, unos pocos muros desmoronados entre montones de cascotes. Había sentido curiosidad desde la primera vez que los vio, desde la ventana de Singer.
Pasó a corta distancia. La mayor parte de las ruinas estaban cubiertas por la arena soplada por el viento, pero aquí y allá distinguió los bajos perfiles de los muros caídos y bloques que formaban pequeños espacios. Tenían el mismo aspecto de las numerosas ruinas antiguas que había visto en el paisaje de su juventud. Las ruinas no tardaron en convertirse en un punto que disminuía tras él.
Cuando se hubo alejado varios kilómetros del laboratorio, dejó que el caballo caminara al paso y miró alrededor. Monte Dragón se había reducido a una mancha blanca de edificios, hacia el norte. La vegetación del desierto había cambiado sutilmente, y se encontró rodeado por matojos de creosote, que se extendían a intervalos hacia el horizonte, casi con precisión matemática.
Continuó de nuevo hacia el sur, disfrutando con el paso vivaz del caballo. Una cabra de cuerno largo se detuvo sobre un altozano y miró en su dirección. Se le unió otra. De repente, giraron grupas y huyeron; habían percibido su olor. Cabalgó a través de un curioso grupo de yucas de aspecto extraño, como una multitud de gente que se inclinara, y recordó una historia que se había contado en su familia acerca de cómo Kit Carson y un carromato, rodearon y dispararon durante un cuarto de hora contra un grupo de bandidos, antes de darse cuenta de que sólo disparaban contra un bosquecillo de yucas.
Hacia el mediodía, Carson calculó que debía de hallarse a unos veintidós kilómetros de Monte Dragón. Ahora, apenas podía distinguir el cono de cenizas, que formaba un triángulo oscuro en el horizonte, pero el laboratorio ya hacía tiempo que había desaparecido de la vista. Una cadena de montañas había aparecido por el oeste y dirigió el caballo hacia ellas, ansioso por explorar.