Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Mantuvo la mirada hacia lo alto, especulativamente. Luego volvió a meter la cabeza en el interior de la camioneta y reanudó la lectura de un grueso manual encuadernado titulado
Telefonía digital
.
Fiel a su palabra, Mimo había pasado las dos últimas horas preparando a Levine, para lo que tuvo que echar mano de sus conexiones con la bizantina comunidad de intrusos, llegar hasta remotos bancos de información, conectar con misteriosas corrientes de datos. Uno tras otro, como un grupo de jugadores irregulares de la liga moderna, personas extrañas se habían presentado ante la puerta de la habitación ocupada por Levine. La mayoría de ellos eran muchachos; pilluelos y huérfanos del mundo clandestino de los ladrones. Uno de ellos le había proporcionado una tarjeta de identidad, que le identificaba como Joseph O'Roarke, de la New England Telephone Company. Levine reconoció la foto de la tarjeta como una de sí mismo que se había publicado en el
Business Week
dos años antes. La tarjeta se halla sujeta a un clip del bolsillo delantero del uniforme de la compañía telefónica que el botones le había entregado antes.
Otro muchacho, con una mueca insolente, le había entregado una pequeña pieza de equipo electrónico que parecía un mando a distancia para abrir la puerta de un garaje. Otro le había traído varios manuales técnicos, biblias prohibidas dentro de la comunidad obsesionada por los teléfonos. Finalmente, un joven de edad algo más avanzada le trajo las llaves de una camioneta de una compañía telefónica, que esperaba abajo, en el aparcamiento del Holiday Inn. Levine debía dejar las llaves bajo el tablero. El joven le había dicho que necesitaría la camioneta hacia las tres de la madrugada, aunque no dijo para qué.
Mimo había permanecido en frecuente contacto con él vía módem, para verter en sus archivos los planos del edificio, y para dirigirle a través de los dispositivos de seguridad que había podido detectar y valorar, además de ofrecerle apoyo para la estratagema que utilizaría Levine para penetrar en el edificio. Finalmente, transmitió al ordenador de Levine un largo programa con instrucciones de uso.
Ahora, sin embargo, el ordenador personal de Levine estaba en el asiento de al lado, apagado, y Mimo se encontraba en algún lugar remoto y desconocido. Ahora no quedaba nadie más que el propio Levine.
Dejó el manual y cerró los ojos un momento, antes de susurrar una breve oración en la silenciosa oscuridad. Luego tomó el ordenador, bajó de la camioneta y cerró la portezuela ruidosamente, para alejarse sin mirar atrás. El aire del puerto venía cargado con un leve olor a gasolina. Trató de avanzar con el paso tranquilo y sin prisas de cualquier técnico que se precie. El teléfono de comprobación de líneas rebotaba extrañamente contra su cadera. Repasó una vez más las diversas vías que podía seguir la conversación inicial que se avecinaba. Luego tragó saliva. Había tantas posibilidades y estaba preparado para afrontar tan pocas…
Subió los escalones que conducían a la puerta sin marcar situada en la parte trasera del edificio y pulsó un timbre. Se produjo un prolongado silencio y Levine se esforzó por no largarse de allí. Entonces se oyó un crujido y una voz preguntó:
—¿Quién es?
—Compañía telefónica —contestó Levine, con lo que esperó que sonara como un tono indiferente.
—¿De qué se trata? — preguntó la voz, que no pareció impresionada.
—Nuestras terminales indican que las líneas T-1 fallan en este lugar —dijo Levine—. He venido para comprobarlo.
—Se han desconectado todas las líneas externas —dijo la voz—. Es una situación temporal.
Levine vaciló un momento.
—No pueden desconectar líneas contratadas. Va en contra de las normas.
—Eso ya se ha hecho.
Mierda.
—¿Cómo se llama usted, hijo?
Hubo un largo silencio.
—Weiskamp.
—Muy bien, Weiskamp. Las normas exigen que las líneas contratadas se mantengan abiertas permanentemente. Le diré una cosa: no deseo tener que regresar y rellenar un montón de papeleo sobre ustedes. Sé que ni usted ni su supervisor querrán tener que dar una engorrosa explicación a la compañía. Así que me limitaré a colocar un terminador temporal en las líneas. Una vez ustedes vuelvan a conectar el sistema, las líneas se reabrirán automáticamente.
Levine esperó haber sido más convincente para su interlocutor de lo que había sido para sí mismo.
No hubo respuesta.
—De otro modo tendremos que arrancar esas líneas manualmente, desde el empalme externo. Y no volverán a tenerlas cuando quieran conectarlas de nuevo.
Un suspiro le llegó a través de los altavoces del interfono.
—Déjeme ver su identificación.
Levine miró alrededor, distinguió una cámara por encima del marco de la puerta y ladeó en su dirección la tarjeta que colgaba del bolsillo del pecho. Mientras esperaba, se preguntó ociosamente por qué habrían elegido el nombre de O'Roarke. Confiaba en que un profesor judío de Brooklyn pudiera imitar el acento irlandés de Boston.
Se oyó un clic, seguido por el sonido de algo pesado que rodaba hacia atrás. La puerta se abrió y un hombre alto se asomó, con largos rizos rubios que le caían sobre el cuello del uniforme gris y azul de GeneDyne.
—Por aquí —dijo, indicando a Levine que entrara.
Con el ordenador cuidadosamente sostenido bajo el brazo, Levine siguió al guardia por un largo tramo de escalera de hierro corrugado. Por debajo de sus pies llegaba hasta él el zumbido de un enorme generador. Las paredes de cemento sudaban en el aire húmedo.
El guardia abrió una puerta señalada con un letrero de SÓLO PERSONAL AUTORIZADO, se apartó y dejó que Levine entrara primero. Entró en una estancia atestada desde el suelo hasta el techo con lo que imaginó serían conmutadores digitales y relés de la red. Sobre unas estanterías metálicas había baterías de MAU, dispuestas en hileras. Aunque sabía que el verdadero cerebro de GeneDyne se encontraba en otra parte, formado por superordenadores conectados en paralelo que alimentaban la monstruosa red global de la empresa, en esa habitación se encontraban las entrañas de los sistemas, los cables ethernet que permitían a los ocupantes del edificio conectar con un vasto sistema nervioso electrónico.
Vio ante sí los perfiles de la consola central de relés. Otro guardia estaba sentado en un extremo de la consola, con la mirada fija en un monitor. Se volvió en cuanto entró Levine.
—¿Quién es? — preguntó con ceño, desviando la mirada de Levine a Weiskamp.
—¿Quién crees que puede ser, el hojalatero? — replicó Weiskamp—. Ha venido por lo de las líneas contratadas.
—Tengo que colocarles un terminador temporal —dijo Levine, y dejó el ordenador personal sobre la terminal. Observó los complejos controles del enchufe múltiple que Mimo le había asegurado que encontraría allí.
—Nunca he oído nada de eso —dijo el guardia.
—Porque nunca han cortado las líneas antes —replicó Levine.
El guardia masculló algo, pero no hizo el menor movimiento para detenerlo. Levine siguió observando los controles, con una pequeña señal de advertencia sonando en su cabeza. Este segundo guardia le planteaba problemas.
Allí estaba: la portilla de la red de acceso. Mimo le había dicho que la sede central de GeneDyne tenía una red tan densa que hasta en los cuartos de baño había conexiones para los ejecutivos. Rápidamente, abrió su ordenador personal y lo conectó con la portilla de acceso.
—¿Qué está haciendo? — preguntó el guardia con una mirada recelosa.
Se levantó y empezó a dirigirse hacia el ordenador personal.
—Llamar a la pantalla el programa de terminación —contestó Levine.
—Nunca había visto a ninguno de ustedes utilizar un ordenador —comentó el guardia.
Levine se encogió de hombros.
—Los tiempos cambian. Ahora, puede usted enviar una señal de terminación por la línea a la unidad de control. Es completamente automático.
Un logotipo de la compañía telefónica apareció en la pantalla del ordenador, seguido por unas líneas de información que se desplazaron sobre ella. A pesar de su nerviosismo, Levine tuvo que contener una sonrisa. Mimo había pensado en todo. Mientras la pantalla estaba ocupada en mostrar complicadas tonterías para entretener a los guardias, un programa diseñado por Mimo estaba siendo insertado en la red de GeneDyne.
—Creo que será mejor que informe a Endicott de esto —dijo el receloso guardia.
Una alarma se disparó en la cabeza de Levine.
—Deja ya de dar la tabarra, ¿quieres? —dijo Weiskamp—. Ya te he oído hablar bastante.
—Ya conoces el reglamento. Se supone que Endicott debe dar el visto bueno a cualquier trabajo de mantenimiento que se haga en el sistema desde el exterior.
El ordenador de Levine emitió un chirrido y reapareció el logotipo de la compañía telefónica. Levine se apresuró a extraer el cable de la conexión con la red.
—¿Lo ves? —dijo Weiskamp—. Ya ha terminado.
—Yo mismo encontraré la salida —dijo Levine cuando el otro guardia se inclinaba ya hacia un teléfono interno—. Contabilidad les enviará un albarán detallado en cuanto vuelvan a conectar la línea.
Levine regresó al pasillo. Weiskamp no le había seguido. Eso estaba bien; un papel menos que tendría que representar más tarde.
Pero aquel otro guardia, el receloso, estaría probablemente llamando a Endicott. Y eso era malo. Si Endicott, fuera quien fuese, decidía llamar a la compañía telefónica y comprobar si un empleado llamado O'Roarke…
En lo alto de la escalera, Levine giró a la derecha y descendió por un corto pasillo. La batería de ascensores de servicio se hallaba situada directamente delante, tal como le había asegurado Mimo. Entró en el ascensor de servicio más cercano y subió al segundo piso. La puerta se abrió a un mundo completamente diferente. Desaparecieron los monótonos espacios de cemento, los tubos fluorescentes de metro veinte suspendidos del techo. En lugar de eso, una lujosa alfombra de color índigo se extendía desde las puertas del ascensor a lo largo de un elegante pasillo. Desde el techo, pequeñas luces violeta arrojaban círculos de color sobre la mullida alfombra. Levine observó grandes paneles visuales planos, ahora a oscuras. Durante el día, los paneles mostrarían sin duda obras de arte digitalizadas, directorios de pisos, valores de las acciones de bolsa, o cualquier otra cosa imaginable.
Salió del ascensor y avanzó por un pasillo desierto hasta doblar una esquina, en dirección a los ascensores públicos. Al apretar el botón de llamada sonó una campanilla y se abrieron con un susurro las puertas de uno de los ascensores negros. Miró alrededor por última vez y entró. El ascensor estaba alfombrado con el mismo y elegante color índigo que el pasillo. Las paredes laterales aparecían recubiertas por una madera ligera y densa que Levine supuso que debía de ser de teca. La pared posterior era de cristal, y permitía contemplar una espectacular vista nocturna del puerto de Boston. Innumerables luces se movían a sus pies.
«Piso, por favor», dijo el ascensor.
Ahora, tenía que actuar con rapidez. Localizó la caja de la red, por debajo del teléfono de emergencia y enchufó el ordenador personal en el receptáculo metálico. Rápidamente, encendió la ordenadora y tecleó una breve orden: «cortina».
Esperó, mientras el programa de Mimo desconectaba la alimentación de vídeo para la cámara de seguridad del ascensor, registraba diez segundos del vídeo del ascensor de al lado y los establecía como un puente. A partir de ahora la cámara de seguridad sólo mostraría un ascensor vacío.
«Piso, por favor», repitió el ascensor.
Levine tecleó otra orden: «estropeado».
Las luces del ascensor parpadearon perezosamente y las puertas se cerraron con un siseo. Levine observó los números de los pisos, por encima de la puerta. Al pasar ante el séptimo, el ascensor se detuvo.
«Atención, por favor —anunció una voz suave—. Este ascensor ha quedado fuera de servicio.»
Levine se desprendió del teléfono portátil que colgaba de su cinturón y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta del ascensor y el ordenador personal sobre sus rodillas. Metió la mano en un bolsillo y extrajo el instrumento de aspecto extraño que el ladronzuelo le había entregado antes en la habitación del hotel; lo conectó con una portilla de serie del ordenador. Desde un extremo del instrumento, sacó una antena corta. Luego tecleó otra orden: «rastrea».
La pantalla se aclaró y la respuesta le llegó casi inmediatamente.
«¡Vaya, hombre! Imagino que todo ha salido bien y que ahora se encuentra usted a salvo, dentro del ascensor, entre los pisos siete y ocho.»
«Estoy entre los pisos siete y ocho —tecleó Levine—, pero no estoy seguro de que todo haya salido bien. Alguien llamado Endicott puede haber sido alertado de mi presencia.»
«He visto antes ese nombre. Creo que es el jefe de seguridad. Espere un momento.»
Una vez más, la pantalla quedó en blanco.
«He efectuado una breve inspección de la actividad de la red dentro del edificio de la GeneDyne —informó Mimo minutos más tarde—. Todo parece tranquilo en el campo enemigo. ¿Está preparado para continuar?»
«Sí», contestó Levine en contra de lo que le dictaba su sano juicio.
«Muy bien. Recuerde lo que le he dicho, profesor. Scopes y sólo Scopes controla la seguridad computarizada de los pisos superiores del edificio. Eso significa que tiene que introducirse en su ciberespacio personal. Ya le he dicho todo lo que sé al respecto. No se parecerá a nada de lo que posiblemente imagina. Nadie sabe gran cosa sobre el ciberespacio de Scopes, aparte de las pocas imágenes de funcionamiento que mostró hace años en el Centro para Neurocibernética Avanzada. En aquel entonces habló de una nueva tecnología que estaba desarrollando y a la que llamó "cifraespacio". Se trata de alguna clase de ambiente tridimensional, que es su hogar privado base, desde donde puede manejar su red a voluntad. Desde entonces, nada. Supongo que el sistema fue tan audaz que deseó reservárselo para sí mismo. A partir de los registros de compilación, he calculado que el programa contiene hasta tres millones de líneas de código. Eso es el Gran Kakhuna de la codificación, profesor. Sé dónde se halla situado el servidor del ciberespacio, y puedo proporcionarle una herramienta de navegación que le permita acceder a él. Pero nada más. Necesita estar físicamente dentro del edificio para conectarse.»