Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
—¿Qué alternativa tenemos? Si le preocupan los chimpancés, están perdidos de todos modos. Han estado expuestos a la gripe X. En realidad les haremos un favor.
—Lo sé. Pero de estas instalaciones han surgido muchas cosas buenas. Se necesitarán años para reproducir el trabajo que se ha llevado a cabo aquí. Ahora sabemos por qué falla la gripe X, y podemos corregirla.
—Si nos queman el culo, ¿quién va a neutralizar la gripe X? — fue la colérica respuesta que resonó en el casco de Carson—. Y si alguno de esos locos le pone la mano encima al material, ¿a quién le importará el daño que causemos a la línea básica de GeneDyne? Voy a…
—Carson —sonó la voz severa de Nye—. De Vaca. Escúchenme con atención. Su empleo en GeneDyne ha concluido, con efectos inmediatos. Están ustedes violando la propiedad de GeneDyne, y su presencia en las instalaciones del Nivel 5 constituye un acto hostil. Si deciden rendirse, puedo garantizarles su seguridad. Si no, aténganse a las consecuencias. No tienen ninguna posibilidad de escapar.
—Eso se lo debemos a las videocámaras —murmuró Susana.
—Es posible que esté controlando el canal privado —replicó Carson—. Hable lo menos posible.
—No importa. Ya casi he acabado.
Tecleó más lentamente. Luego se inclinó hacia un lado, levantó una tapa de seguridad con bisagra que protegía una caja de conmutadores negros y apretó el de más arriba.
Inmediatamente, un tono alto sonó por encima del gemido intermitente de la sirena de emergencia, y una serie de luces de advertencia empezaron a parpadear en el techo.
«Atención —dijo una serena e impersonal voz femenina en el casco de Carson—. Una alerta de fase cero se iniciará dentro de sesenta segundos.»
Susana apretó un segundo conmutador y luego propinó una patada a la consola, como medida adicional. Una lluvia de chispas cayó sobre su traje.
«Activado el dispositivo de destrucción infalible —dijo la voz femenina—. Eludida la secuencia del proceso de alerta.»
—Ahora sí la ha hecho buena —musitó Carson.
De Vaca apretó el botón de emergencia global del panel de comunicación de su traje y habló a través de todo el sistema de Monte Dragón.
—¿Nye? Quiero que me escuche atentamente.
—No tiene nada que decir, excepto sí o no —fue la fría respuesta de Nye.
—¡Escuche,
canalla
! Estamos en la subestación de seguridad. Hemos iniciado una alerta de fase cero. Esterilización total, sin paliativos.
—De Vaca, si usted…
—No puede detenerlo. Ya he iniciado el proceso. ¿Lo entiende? Dentro de cinco minutos, el Nivel 5 se verá inundado de aire a mil grados de temperatura. Todo este maldito lugar volará por los aires como un funeral vikingo. Cualquiera que se encuentre en un radio de trescientos metros resultará carbonizado.
Como para subrayar sus palabras, la voz femenina volvió a sonar por el canal global: «Iniciada la alerta de fase cero. Disponen de diez minutos para evacuar la zona.»
—¿Diez minutos? — repitió Carson—. Dios mío.
—De Vaca, está más loca de lo que creía —dijo la voz de Nye—. No se saldrá con la suya. ¿Me oye?
Susana emitió una risa que sonó como un ladrido.
—¿Y usted dice que estoy loca? — replicó—. No soy yo la que sale todos los días al desierto, con sombrero de safari y coleta cabalgando como un condenado bastardo.
—¡Susana, cállese! — gritó Carson.
Se produjo un mortal silencio.
Ella se volvió hacia él, con ceño, pero su expresión cambió rápidamente.
—Guy, mire eso —dijo por el canal privado, señalando por encima de su hombro.
Carson se volvió y vio la pared de los monitores de vídeo. Recorrió con la mirada las innumerables imágenes en blanco y negro, sin saber qué había llamado la atención de ella. Los laboratorios, los pasillos y las zonas de almacenamiento seguían desiertos y en silencio.
Excepto uno. En el pasillo principal, justo más allá de la portilla de entrada, se movía una figura. Había una firmeza y deliberación en sus movimientos que a Carson le heló la sangre. Se acercó al monitor y lo contempló detenidamente. La figura llevaba el abultado biotraje que aumentaba la reserva interna de oxígeno y que sólo era utilizado por el personal de seguridad. Sostenía en una mano un objeto negro y largo que parecía una porra de policía. A medida que el abultado biotraje se acercó más, pasando por debajo de la cámara, Carson comprobó que el objeto era una escopeta, con mango de pistola y doble cañón recortado.
Entonces reparó en la forma de caminar de la figura. De vez en cuando se escoraba, como si una pierna le flaquease momentáneamente.
—Mike Marr —murmuró Susana.
Carson se dispuso a responder, pero se detuvo. Su instinto le indicó que algo más andaba mal, terriblemente mal. Se quedó inmóvil, tratando de averiguar qué había disparado su alarma subconsciente.
Darse cuenta de ello fue como un mazazo.
A lo largo de las innumerables horas que había pasado en el Tanque de la Fiebre, a través de los muchos pitidos de comunicación, tonos y voces que habían sonado en su casco, siempre había existido un sonido firme, permanente y continuo: el tranquilizador siseo de la manguera de aire conectada a su traje.
Ahora, ese siseo había desaparecido.
Bajó la mano rápidamente, desconectó la manguera de aire de la válvula del traje y tomó otra línea que conectó a la válvula.
Nada.
Se volvió hacia Susana, que había observado sus movimientos. Una expresión de comprensión apareció en sus ojos.
—El muy bastardo ha cerrado el suministro de aire —dijo ella.
«Disponen de nueve minutos para evacuar la zona.»
Carson levantó un dedo enguantado delante de su visor para indicar silencio. «¿Cuanto tiempo?», preguntó con movimientos de la boca.
Ella levantó la mano con los dedos extendidos. Había cinco minutos de reserva de aire en sus biotrajes.
Cinco minutos. Dios santo, se necesita por lo menos de ese tiempo para la descontaminación, pensó Carson, y tuvo que esforzarse para contener el pánico. Miró de nuevo los monitores en busca de Marr: ahora avanzaba por la zona de producción.
Sólo les quedaba una alternativa.
Desconectó la inútil manguera de aire e indicó a Susana que le siguiera fuera de la subestación de seguridad, de regreso al vestíbulo central. Carson se agarró a los peldaños metálicos de la escalera y miró hacia arriba. Distinguió el enorme dispositivo de absorción de aire, cinco niveles por encima de donde se encontraban, suspendido como una cruel promesa, en el pináculo mismo del Tanque de la Fiebre. Aún no se veían señales de Marr. Sujetándose a los peldaños de la escalera, Carson subió con toda la rapidez que pudo, pasó por la zona de generadores y por los laboratorios de apoyo y llegó a las instalaciones de almacenamiento del segundo nivel. Seguido de cerca por su ayudante, se agachó rápidamente tras la gran estructura del congelador.
Se volvió hacia ella y le indicó calma con las manos, para después concentrarse en tranquilizar su propia respiración y tratar de administrar su menguada reserva de oxígeno. Miró hacia la escalera del vestíbulo central.
Carson sabía que no había forma de salir del Tanque de la Fiebre sin pasar por descontaminación. Marr también debía de saberlo. Los buscaría primero en la escotilla de salida. Al ver que no estaban allí, imaginaría que seguían en la subestación de seguridad. Al fin y al cabo, Marr sabía que nadie sería lo bastante estúpido para desperdiciar su tiempo en ninguna otra sección del Tanque de la Fiebre, con tan escasa reserva de aire y con una explosión masiva programada para dentro de pocos minutos.
Al menos, eso era lo que Carson confiaba que supiera Marr.
«Disponen de ocho minutos para evacuar la zona.»
Esperaron en la oscuridad, con las miradas fijas en la escalera del vestíbulo central. Carson notó que Susana le tironeaba desde atrás, pero le hizo señas de que se quedara quieta. Se preguntó qué terribles agentes patógenos habría almacenados en el congelador que estaba a pocos centímetros de él. Transcurrieron los segundos. Empezó a respirar superficialmente, preguntándose si su plan los habría condenado a la muerte.
De repente, la pierna de un traje rojo apareció en la escalera. Carson hizo que De Vaca retrocediera entre las sombras. La figura apareció por completo ante la vista. Se detuvo en el segundo nivel y echó un vistazo alrededor. Luego continuó hacia abajo, en dirección a la subestación de seguridad.
Carson esperó un momento y luego avanzó hacia la débil luz rojiza, seguido por Susana. Miró con recelo sobre el borde del vestíbulo central: estaba vacío. Ahora, Marr estaría en el nivel inferior, acercándose a la subestación de seguridad. Se movería con lentitud, en previsión de que Carson estuviera armado. Eso les daría unos segundos más.
Carson indicó a Susana que subiera por la escalera hacia el nivel principal del Tanque de la Fiebre, y le indicó que le esperara en la esclusa de salida. Luego descendió con rapidez por el pasillo que conducía al zoo.
Los chimpancés estaban frenéticos, enloquecidos por el retumbar de las alarmas. Lo miraron con enrojecidos ojos coléricos, y golpearon las jaulas con terrorífica ferocidad. Había algunas jaulas vacías, mudos testimonios de las recientes víctimas del virus.
Carson se acercó a la hilera de jaulas. Luego, con cuidado de evitar las manos que surgían entre los barrotes, tiró de los pasadores uno tras otro, liberando las puertas. Encolerizadas aún más por su proximidad, las criaturas redoblaron sus golpes y chillidos. El traje de Carson pareció vibrar con sus aullidos desesperados.
«Disponen de siete minutos para evacuar la zona.»
Carson se marchó del zoo, cruzó el vestíbulo y descendió hacia la esclusa de aire de salida. Al ver que se acercaba, Susana abrió la puerta sellada con caucho, y los dos pasaron rápidamente a la cámara de descontaminación. Cuando el líquido desinfectante empezó a bañarles, Carson se situó cerca de la puerta escotilla, y miró a través del panel de cristal hacia el interior del Tanque de la Fiebre. A esas alturas, los chimpancés habrían escapado de las jaulas. Se imaginó a las criaturas, enfermas y furiosas, recorriendo toda la instalación en penumbras, por las mesas de laboratorio, a lo largo de los pasillos… bajando por las escaleras…
«Disponen de cinco minutos para evacuar la zona.»
De repente, Carson se dio cuenta de que sus pulmones ya no recibían aire. Se volvió hacia Susana e hizo un gesto de sofoco. Si seguían respirando, no harían sino absorber anhídrido carbónico.
El baño amarillento se detuvo y la escotilla se abrió. Carson pasó a la siguiente esclusa, luchando por contener la abrumadora necesidad de respirar. Cuando se encendieron los secadores, la terrible falta de oxígeno pareció incendiar sus pulmones. Miró a Susana, débilmente apoyada contra la pared. Ella sacudió la cabeza.
«¿Ha sido eso el disparo de una escopeta?» Carson no pudo estar seguro, por encima del zumbido del mecanismo de secado.
De repente se abrió la última compuerta de aire y ambos salieron a la sala de preparación.
Carson la ayudó a quitarse el casco y luego tiró desesperadamente del suyo, lo arrojó al suelo y respiró bocanadas de aire fresco.
«Disponen de tres minutos para evacuar la zona.»
Se quitaron rápidamente los biotrajes y abandonaron la sala de preparación. Corrieron por el pasillo hacia el ascensor que conducía al edificio de operaciones.
—Es probable que estén esperándonos fuera —dijo Carson.
—De ningún modo —jadeó ella, mientras aspiraba bocanadas de aire—. Van a correr como diablos hacia el otro lado del recinto.
Los pasillos del edificio de operaciones permanecían a oscuras y vacíos. Corrieron por el pasillo, cruzaron el atrio y se detuvieron un instante ante la entrada principal. En cuanto Carson abrió la puerta oyó el frenético clamor de las sirenas de emergencia. Miró alrededor y se dirigió rápidamente hacia las sombras del exterior, haciéndole señas a Susana de que le siguiera.
Monte Dragón se hallaba sumido en el caos. Carson vio pequeños grupos de personas, que hablaban y gritaban. En una mancha de luz, fuera del complejo residencial, había varios científicos de pie, algunos aún con pijama, que hablaban excitadamente. Carson vio a Harper entre ellos, que blandía un puño en alto. Los guardias corrían entre los haces de los focos que lo barrían todo.
Se movieron con rapidez y se dirigieron hacia las sombras del incinerador. Carson dirigió la mirada hacia el otro extremo del recinto y distinguió el aparcamiento. Media docena de guardias armados rodeaban los Hummers, brillantemente iluminados por potentes focos. En el centro del grupo estaba Nye. Carson vio al jefe de seguridad, que gesticulaba y señalaba hacia el Tanque de la Fiebre.
—¡A los establos! — ordenó Carson al oído de Susana.
Los caballos estaban inquietos y excitados. Susana condujo a dos hacia la zona de ensillado, mientras Carson cogía los arreos y las sillas.
Al volverse hacia
Roscoe
para ponerle la silla, la tierra se estremeció bajo sus pies. Luego, un intenso fogonazo iluminó el interior de los establos con una insoportable claridad. La explosión se inició como un retumbar apagado, seguida por un creciente rugido. La onda expansiva sacudió los establos y las ventanas estallaron hacia adentro, diseminando astillas de madera y cristal sobre el suelo del cobertizo. El appaloosa de Susana retrocedió, aterrorizado.
—Tranquilo, muchacho —dijo ella, y sujetándolo por las riendas le acarició el cuello.
Carson miró rápidamente por los establos, vio las alforjas de Nye, las tomó y se las lanzó a Susana.
—Ocúpese de llenar las cantimploras con la manguera —le gritó mientras él ensillaba los caballos.
Cuando ella regresó, ya había terminado con
Roscoe
. Colocó las alforjas y las ató con las correas de la silla, al tiempo que Susana montaba.
—Un momento —dijo él.
Retrocedió corriendo y tomó dos sombreros de las perchas de la estancia donde se guardaban los arreos. Regresó, montó en
Roscoe
y ambos salieron al exterior.
El calor del fuego les abofeteó, y por un momento contemplaron la devastación que se había producido en el exterior. La baja caseta de filtración que coronaba el tejado del Tanque de la Fiebre se había convertido en un cráter de ruinas, del que brotaron llamaradas hacia el cielo. El tejado de hormigón del edificio de operaciones se había combado hacia abajo, y un resplandor rojizo se elevaba desde su interior. En el complejo residencial, las cortinas azotaban alocadamente a través de las ventanas destrozadas. Un intenso incendio rugía desde el incinerador, y coloreaba la arena de los alrededores con un brillo anaranjado.