Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica
Carson se detuvo un momento para examinar los cascos de
Roscoe
. Tenían algunas desbastaduras en los bordes pero, por lo demás, se mantenían bien. No había señales de heridas o grietas que penetraran en la corona. Podrían avanzar otro par de kilómetros por la lava.
De Vaca esperó a que la alcanzara y miró hacia los buitres, en lo alto.
—Zopilotes. Acuden ya a nuestro funeral.
—No —dijo él—, andan tras otra cosa. Todavía no hemos llegado a ese punto.
Ella guardó un momento de silencio.
—Siento habérselo hecho pasar mal —dijo finalmente—. Soy una persona un tanto quisquillosa, por si no se había dado cuenta.
—Me di cuenta desde que nos conocimos.
—Allá, en Monte Dragón, pensaba que había muchas cosas que estaban saliendo mal en mi vida y mi trabajo. Ahora, si conseguimos salir de este horno, juro que apreciaré un poco más lo que tengo.
—No olvide que tenemos razones para vivir, además de por nosotros mismos.
—¿Cree que puedo olvidar eso? — replicó ella—. No hago más que pensar en los miles de personas inocentes que esperan recibir la PurBlood el viernes. Creo que prefiero estar aquí, con este calor, antes que en una cama de hospital, a la espera de que me introduzcan ese líquido en las venas. —Hizo una pausa—. En Truchas —continuó—, nunca tuvimos un calor como éste. Y había agua por todas partes. Las corrientes descendían desde los picos. Podía ponerse una a gatas y beber todo lo que quisiera. Y el agua siempre estaba fresca, incluso en verano. Y tan deliciosa. Solíamos ir a las cascadas para tirarnos por los toboganes de piedra. Dios, sólo de pensar en eso… —Su voz se apagó.
—Ya le dije que no pensara en esas cosas.
Hubo otro silencio.
—Quizá nuestra amiga ya haya hundido los colmillos en ese canalla, mientras nosotros hablamos —añadió Susana esperanzadamente.
Al otro lado de la puerta, Levine se detuvo, como petrificado.
Se encontraba sobre un precipicio rocoso. Allá abajo, el océano azotaba un promontorio de granito. Las olas rompían contra la roca y estallaban en un rocío de espuma blanca, antes de retirarse sobre la cremosa marea. Se volvió. El peñasco situado tras él aparecía desnudo y azotado por el viento. Un pequeño sendero serpenteaba por un prado cubierto de hierba y desaparecía en un denso bosque de píceas.
No se veía la menor señal del perro que le había conducido hasta el pasillo. Había entrado en un mundo completamente nuevo.
Por un momento, Levine apartó la mano del ordenador, y cerró los ojos para no contemplar la vista. No era sólo la extrañeza del paisaje lo que le inquietaba, la enorme recreación, increíblemente real, de una costa allí donde debía haber encontrado una sala octogonal. Había algo más.
Reconoció el lugar. No era un paisaje imaginario. Ya había estado allí con anterioridad, hacía muchos años, con el propio Scopes. En la universidad, donde habían sido amigos inseparables. Ésa era la isla donde la familia de Scopes había tenido una casa de verano.
La isla Monhegan, en Maine.
Se encontraba sobre un peñasco, en un extremo de la isla. Si lo recordaba correctamente, aquel punto se llamaba Burnt Head.
Volvió a apoyar la mano en el ordenador, y se giró, trazando un lento círculo, sin dejar de observar el paisaje. Cada nueva característica, cada nueva vista, despertaba en su mente una fresca sensación de
déjà vu
. Era un logro increíble, casi inconcebible. Aquéllos eran los dominios personales de Scopes, el corazón de su programa del cifraespacio, su mundo secreto, en la isla de su juventud.
Levine recordó el verano que había pasado en aquella isla. Para un muchacho bostoniano de orígenes humildes, el lugar había sido toda una revelación. Fueron largos y calurosos días dedicados a explorar los estanques formados por la marea entre las rocas, y los campos iluminados por el sol. La familia de Brent tenía una destartalada casona victoriana, que también se levantaba sobre un risco, al borde del Village, hacia el lado de sotavento de la isla.
Entonces, Levine comprendió repentinamente dónde podría encontrar a Scopes.
Empezó a descender por el sendero, hacia el oscuro bosque de píceas. Observó que había desaparecido el extraño cántico del mundo del ciberespacio, sustituido por los ruidos de la isla que él recordaba: el graznido ocasional de una gaviota, el rumor distante del océano. Al introducirse más profundamente en el bosque, el sonido del océano desapareció y sólo quedó el viento que silbaba y gemía entre las tortuosas ramas de las píceas. Levine continuó su marcha hacia una ligera neblina, extrañado al comprobar lo fácilmente que se adaptaba a moverse por ese mundo virtual. La enorme imagen situada ante él, sobre la pared del ascensor, los sonidos y las vistas, la facilidad con que el programa respondía a su ordenador; todo coadyuvaba a un increíble efecto de verosimilitud.
El sendero se bifurcaba. Levine se concentró y trató de recordar el camino que conducía al Village. Al final, eligió al azar uno de los dos senderos.
Descendió hacia una hondonada y cruzó un estrecho arroyo, un hilo azulado bordeado de plantas. El sendero ascendía ahora por una estrecha garganta y se perdía en el bosque. Levine empezó a volver sobre sus pasos, pero la niebla se había hecho más espesa y lo único que podía ver eran troncos negros, cubiertos de líquenes, que lo rodeaban por todas partes mientras avanzaba en medio de la niebla. Se había perdido.
Levine pensó un momento. Sabía que el Village se encontraba en la parte occidental de la isla. Pero ¿dónde estaba el oeste?
De pronto una sombra se movió entre la niebla, a su izquierda, y al cabo de un momento se materializó en forma de un hombre que sostenía una linterna. Al caminar el hombre, la linterna despedía un haz amarillo de luz que se movía en la niebla. El hombre se detuvo. Se volvió lentamente y miró a Levine entre los troncos de los árboles. El profesor también le miró y hasta llegó a preguntarse si debía saludarlo. Se produjo un fogonazo y escuchó un sonido seco.
Levine se dio cuenta de que le estaban disparando. Por lo visto, aquel hombre era una especie de guardia de seguridad situado dentro del programa del ciberespacio. Pero ¿hasta dónde podía ver, y por qué le disparaba?
De repente, oyó una voz perentoria por encima del suave suspiro del viento. Levine se volvió con rapidez y miró los altavoces del ascensor. La voz pertenecía a Brent Scopes.
«Atención a todo el personal de seguridad. Un intruso ha sido descubierto en la red informática de GeneDyne. Bajo las condiciones actuales, eso significa que el intruso está dentro del edificio. Localícenlo y deténganlo inmediatamente.»
Al penetrar en el mundo de la isla, había alertado al programa de seguridad del ordenador de GeneDyne. Pero ¿qué ocurriría si era alcanzado por el disparo de un arma de fuego? Quizá eso terminaría con el programa del cifraespacio, y le dejaría tan lejos de Scopes como había estado cuando entró en el edificio.
La figura volvió a disparar.
Levine huyó hacia el interior del bosque. Mientras avanzaba entre los ondulantes jirones de niebla, empezó a ver más siluetas humanas que se movían entre los árboles, y más fogonazos de luz. El bosque fue haciéndose menos espeso y finalmente llegó a un camino de tierra.
Se detuvo un momento y miró alrededor. Las figuras parecían haberse desvanecido. Avanzó por el camino con toda la velocidad que le permitieron los controles de su ordenador, alerta a cualquier señal de alguien que se aproximara.
Un ruido repentino lo alertó y volvió a esconderse en el bosque. Un momento después, un grupo de oscuras siluetas pasó cerca, como fantasmas; sostenían linternas y llevaban armas. Esperó a que pasaran y luego regresó al camino.
El camino de tierra pronto se convirtió en piedra y descendió hacia el mar. En la distancia, Levine distinguió los tejados diseminados del Village, aglutinados alrededor del campanario blanco de la iglesia. Por detrás de ellos se levantaba el gran techo de la mansarda de la Posada de la Isla.
Con precaución, descendió de la colina y entró en el pueblo. El lugar parecía desierto. La niebla era más espesa entre las casas, y pasó rápidamente ante ventanas oscuras de viejo cristal ondulado. Aquí y allá, una luz en alguna casa arrojaba un resplandor a través de la niebla. En una ocasión oyó voces y se ocultó en un callejón hasta que un grupo de siluetas pasó delante de él y se perdió en la niebla.
Más allá de la iglesia, el camino se bifurcaba de nuevo. Ahora sabía dónde se encontraba. Eligió el sendero de la izquierda, y ascendió por la carretera que subía por el lado del risco. Luego se detuvo y manipuló el ordenador para contemplar una vista desde la colina.
Allí, en lo alto del risco, rodeada por una verja de hierro forjado, se elevaban los perfiles sombríos de la mansión de Scopes.
Las largas horas de avanzar inclinado y de revisar la lava en busca de huellas pasaban factura a la espalda de Nye. Los caballos apenas si habían dejado huellas que pudiera seguir y le resultaba una tarea tediosa y lenta. En tres horas apenas había podido seguir las huellas de Carson y la furcia india a lo largo de tres kilómetros.
Se enderezó y se frotó la espalda. Bebió otro pequeño sorbo de la cantimplora. Vertió un poco en el sombrero y dejó que
Muerto
lo bebiera. Terminaría por alcanzarlos, aunque sólo fuera para encontrar sus cadáveres destrozados por los coyotes. Les sobreviviría.
Cerró los ojos un momento contra la cegadora luz del sol. Luego, con un profundo suspiro, reanudó la marcha. Dos metros delante de él, observó unas hierbas aplastadas. Avanzó un paso y miró más allá. A unos cuatro metros encontró una piedra caída. Recorrió la zona con la mirada, en semicírculo. Y encontró la huella de un casco, sobre una pequeña extensión de arena.
En honor a la verdad, la tarea resultaba condenadamente tediosa. Se entretuvo en pensar que a esas alturas Carson y De Vaca ya se habrían bebido toda el agua que llevaban. Probablemente sus caballos estarían medio enloquecidos por la sed.
De repente distinguió un claro surco de huellas, a lo largo de siete metros. Nye se enderezó y las siguió, agradecido. Quizá se habían cansado de dificultar tanto su rastreo. El mismo sabía lo mucho que aquello le cansaba.
Entonces percibió un movimiento repentino con el rabillo del ojo, y
Muerto
retrocedió con una sacudida que arrojó a Nye al suelo, entre los cascos del caballo. Se dio un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido, seguido por un extraño sonido que pronto se extinguió, después de lo cual pareció transcurrir un tiempo infinito. Entonces se encontró contemplando una extensión interminable de azul. Se incorporó y sintió náuseas.
Muerto
estaba a unos siete metros de distancia, y al parecer tranquilo. Se llevó la mano a la cabeza. Sangre. Miró su reloj, y comprobó que sólo había perdido el sentido durante dos minutos.
Se volvió lentamente. Un muchacho sentado sobre una pequeña roca le sonreía, con las rodillas levantadas hasta la barbilla. Con pantalones cortos, calcetines hasta las rodillas y una vieja chaqueta deportiva, con el emblema del instituto St. Pancras en el bolsillo del pecho. Su largo cabello moteado le colgaba a los lados de la cabeza.
—Tú —exclamó Nye jadeante.
—Serpiente de cascabel —dijo el muchacho, y señaló con un gesto hacia un grupo de yucas.
Aquélla era la voz, con marcado acento londinense. Nye lo sabía muy bien. Los años de escuela pública en Surrey o Kent nunca habían borrado del todo aquel acento. Al oírla surgir de la boca de aquel chico, Nye se sintió instantáneamente transportado desde el feroz vacío del desierto del sudoeste hasta las estrechas calles de ladrillos grises de Beckenham, de pavimento resbaladizo por la lluvia, y con el pesado olor del carbón llenando el aire.
Hizo un esfuerzo y medio consiguió regresar al presente. Miró hacia donde el muchacho le había indicado. Allí estaba la serpiente, todavía enroscada y en posición de ataque, a unos tres metros de distancia.
—¿Por qué no me lo advertiste? — preguntó Nye.
El muchacho se echó a reír.
—Porque no la vi. Y tampoco la oí.
La serpiente, en efecto, estaba silenciosa. La cola se levantaba, en el extremo de su cuerpo enroscado, y producía vibraciones, pero no emitía ningún sonido. A veces las serpientes se rompían los cascabeles, pero era muy raro. Nye experimentó un escalofrío de temor.
Se levantó, e hizo esfuerzos por controlar las náuseas que sintió al incorporarse. Se dirigió hacia su caballo y extrajo el rifle de la funda.
—Espera un momento —le dijo el muchacho, sin dejar de sonreír burlonamente—. Yo en tu lugar no haría eso.
Nye volvió a meter el rifle en la funda. Tenía razón. Carson podría oír el disparo. Y eso le proporcionaría una información que no necesitaba saber.
Se dejó llevar por un presentimiento y caminó alrededor de la serpiente, trazando un amplio arco. Allí estaba: un palo verde de mesquite, recientemente cortado, con una horquilla en un extremo. Y cerca había otro igual.
El muchacho se levantó, se desperezó y se pasó una mano por el alborotado cabello.
—Parece que has sido sorprendido de nuevo. Un trabajo muy sucio. Ese ha estado a punto de derrotarte.
Nye masculló un juramento. Había subestimado a Carson. La serpiente se había asustado y lanzado su ataque demasiado pronto. Si no lo hubiera hecho así… Experimentó un mareo momentáneo.
Miró de nuevo al muchacho. La última vez que lo había visto, Nye había sido más joven, no más viejo que el despeinado jovenzuelo que estaba ahora ante él.
—¿Qué ocurrió realmente aquel día en Littlehampton? — preguntó—. Mamá no quiso contármelo.
El labio inferior del muchacho esbozó un mohín.
—Aquella ola tan grande me arrastró hacia abajo.
—¿Cómo conseguiste salir a nado?
El mohín se hizo más intenso.
—No lo hice.
—Así pues, ¿cómo estás aquí? — preguntó Nye.
El muchacho tomó un guijarro y lo arrojó a lo lejos.
—Lo mismo podría preguntarte a ti.
Nye asintió con un gesto. Era muy cierto. Supuso que todo eso resultaba extraño. Pero cada vez que lo pensaba le parecía más normal. Sabía que pronto dejaría de pensar en ello.
Tomó las riendas del caballo y dio un rodeo para evitar a la serpiente, y luego volvió al rastro de las huellas, unos diez metros más adelante, hacia el norte.