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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (40 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Me pasé el día con los ojos clavados en la pantalla.

La cotización osciló a lo largo de toda la mañana, pero la tendencia era claramente a la baja. A la hora de la comida, el valor de las acciones había descendido un 9,8 por ciento. Corrí a comprar un sandwich a la máquina expendedora. Cuando volví, se habían hundido hasta el 14,1 por ciento. Sentí que se me paraba el corazón: la única explicación posible era que hubiera habido, en el espacio de unos pocos minutos, una venta de un gran paquete de acciones. Uno de los grandes accionistas había cedido. «¡Sí!» Estaba en la gloria. El umbral psicológico del 10 por ciento del descenso debía haber sido el desencadenante. Esos fondos de inversión vendían sobre la base de criterios fijados de antemano.

«¡Sólo uno! ¡Tan sólo uno! ¡Si el segundo accionista mayoritario vende, tendré el camino libre!»

¿Cuál sería el umbral que se habría fijado? ¿Un 15 por ciento? Apenas me permitía albergar esperanzas. Estaba tan cerca…

Durante la hora siguiente no pasó gran cosa. Ardía de impaciencia. Sólo me había comido la mitad de mi sandwich. No tenía apetito.

Corrí como alma que lleva el diablo a buscar un café a la sala de descanso y volví derramando la mitad por el camino. Ningún movimiento, esta vez.

El sitio web de
Les Echos
publicó dos líneas para decir que el fondo INVENIRA había vendido sus acciones de Dunker Consulting, sin añadir ningún comentario más.

A las 15.30 horas, se franqueó la barrera del 15 por ciento de descenso. Esperé conteniendo el aliento.

«Vamos, vamos, ¡que venda el segundo!»

Los minutos se desgranaron sin que sucediera nada. Mala señal. Esperé, hirviendo de impaciencia. 15,3 por ciento. El retroceso proseguía lentamente, sin la abrupta caída que esperaba. 15,7 por ciento.

«Por Dios, ¡vende ya!»

La bajada proseguía, concienzuda, laboriosa.

La sesión se cerró con una caída histórica del 16,8 por ciento. En efecto, la hazaña era enorme, inaudita incluso, pero quedaba un gran accionista en el sitio, lo que complicaba sobremanera las cosas. Junto con Dunker, podrían poseer la mayoría de los derechos de voto de los presentes el día de la asamblea general. La partida se anunciaba complicada.

Había pasado el día entero en un estado de excitación febril, embriagado por resultados más que alentadores, y todo aquello se terminaba ahora abruptamente con un regusto de insatisfacción. El motor se había gripado, atascado. El cielo, hasta ese momento tan clemente, se oscurecía de golpe. Tenía la sensación de una victoria a medias, teñida de fracaso. La adrenalina se retiraba de mi cuerpo como un adulador que percibe aires de cambio, y me sentí súbitamente fatigado, vacío.

¿De qué me serviría ser convincente ante los accionistas presentes en la asamblea general? Frente al peso electoral del mayor de entre ellos, ¿qué representarían las docenas o incluso los centenares de voces de los demás?

52

A
ndrew volcó sobre su escritorio la saca del correo que la recepcionista le había hecho llegar. Los sobres blancos se amontonaron sobre el cuero rojo, formando un montículo tan alto como los días anteriores. Tres de entre ellos cayeron al suelo; el inglés se apresuró a recogerlos. Colocó entonces la papelera a la derecha del escritorio, desplazó la pirámide hacia la izquierda y, armado con el abrecartas, cogió el primer sobre, lo rasgó con un gesto preciso y rápido para extraer el documento, que dejó delante de él, y arrojó el sobre a la papelera. A continuación cogió un nuevo sobre y repitió la secuencia de movimientos perfectamente orquestados.

Media hora más tarde, oyó a su jefe berrear. ¿Estaba al teléfono? Una ojeada a la pantalla del suyo le informó de que no era así. Más valía que fuera a ver lo que pasaba.

Llamó un par de veces, como de costumbre, y abrió la puerta. Dunker no le dejó tiempo a interesarse por sus eventuales necesidades.

—¡Son todos unos borregos!

—Señor…

—¡Todos, le digo! Ese periodista de pacotilla mete las narices donde no lo llaman, y todos esos imbéciles incapaces de pensar por sí mismos siguen sus consejos estúpidos y se lanzan a vender de inmediato sin reflexionar. ¡Sin reflexionar!

Andrew sabía por experiencia que lo mejor que podía hacer frente a los estallidos de su jefe era no decir nada y dejar que se desahogara. Completamente. Después, y sólo después, posiblemente podía pasar a otra cosa, volviendo a ser tal vez el caballero conciliador que sabía ser en determinadas circunstancias.

—Y Poupon es un borrego igual que los demás. Desde que INVENIRA nos dejó tirados hace tres días, intento coger el toro por los cuernos llamando a ese bobo para lograr que vuelva a invertir ahora que la cotización está baja. ¡Y el tipo está ilocalizable! Supuestamente, claro ¡Digamos más bien que no tiene pelotas de ponerse al teléfono! Aunque, la verdad, no me sorprende, llamándose así… Sin embargo, no le costaría nada. Con la prensa alimentando nuestros problemas imaginarios, las acciones se desploman desde hace tres días. Se desploman, le digo, se desmoronan, ¡se marchitan! ¡Pronto ya no valdrán nada!

Andrew seguía imperturbable, aunque odiaba que su jefe, capaz del más pulido de los discursos, chillara como un verdulero cada vez que perdía el control de la situación.

Esperó pacientemente y, cuando creyó que su cólera había sido purgada, trató de cambiar de tema.

—Ya le he recordado en otras ocasiones nuestra próxima asamblea general, señor presidente, y…

—Deje de hablarme de esa maldita asamblea general, ¡es el menor de mis problemas! He perdido a mi mayor accionista, y la cotización no está cerca de remontar. No es eso lo que les voy a contar a los cuatro aficionados que vengan, porque no les importa un carajo, ¡qué cambiará eso sea cual sea la situación! Por otra parte, si no supone un imperativo estúpido legal, anularé la asamblea general.

—Por desgracia, está usted en lo cierto: es obligatorio reunir a los accionistas una vez al año.

—¡Los accionistas, los accionistas…! Ese calificativo les queda muy grande a los cuatro jubilados que invierten cuatro perras en Bolsa con la esperanza de que les reporte más beneficios que la caja de ahorros. Además, en general, no asisten nunca a las asambleas, salvo unos pocos idiotas que se creen importantes sólo porque poseen un puñado de acciones.

—Bueno…, me temo que esta vez van a ser mucho más numerosos de lo que usted cree, señor. Últimamente, recibimos cada día más confirmaciones a nuestra convocatoria de la asamblea. Es precisamente de eso de lo que intento hablarle en vano desde ayer: habrá que cambiar de sala, pues la sala de reuniones que alquilamos en el hotel Lutetia se quedará pequeña.

—¿Que se quedará pequeña? ¿Cómo que pequeña? ¡¿De qué diablos me está hablando?!

—Creo que temen la caída de la cotización, señor, y deciden interesarse más de cerca por la empresa de la que son…

—Pero si cada uno de ellos debe de tener cinco o seis acciones, como mucho. Que no me toquen las pelotas… No me apetece en absoluto tener que hablar de estrategias de crecimiento con un jubilado o la manija de turno. ¡Que no tengo que darles ninguna explicación!

—La gente que no sigue de cerca la cotización de sus acciones se despierta cuando han perdido el 30 por ciento y se dan cuenta de que ya es tarde para vender: perderían demasiado. De pronto, su única esperanza es que la situación se enderece, por eso se interesan súbitamente por la manera en que la empresa está dirigida, cuando ése era el menor de sus problemas dos días antes. Se vio el mismo fenómeno cuando las acciones de Eurotunnel bajaron, señor. Los pequeños accionistas decidieron acudir en masa a las asambleas para defender sus intereses.

—Le rogaría que dejase ahí sus arriesgadas comparaciones, ¿de acuerdo?

—En cualquier caso, realmente va a hacer falta cambiar de sitio para poder recibirlos.

—Cambiar de sitio, cambiar de sitio… ¡No voy a alquilar una sala de fiestas!

—Pues… no, señor, una sala de fiestas se quedaría pequeña… Al paso que vamos, será mejor que vayamos pensando en el palacio de deportes de París-Bercy.

53

C
omo el resto de los accionistas de la empresa, había recibido mi convocatoria a la asamblea general por carta certificada hacía unos quince días.

Llevaba una semana redactando mi discurso, puliéndolo como un escultor trabaja su obra, perfilando el mármol para suprimir la más mínima aspereza no deseada. Casi llegué a sabérmelo de memoria, a fuerza de entrenarme recitándolo delante del espejo del cuarto de baño, imaginándome delante del grupo de accionistas que tenía que convencer. Pensaba en ello casi de manera permanente, ya fuese andando por la calle, sentado en el metro o mientras hacía cola en algún sitio. Incluso llegaba a declamar ciertos pasajes bajo la ducha, visualizando a un público subyugado por mis palabras mientras el agua caliente caía sobre mi cabeza, chorreando por mi piel y calentando mi cuerpo y mi corazón, haciéndolos vibrar al unísono con mi voz haciendo eco en mi auditorio imaginario. Me acordé repetidas veces de mi éxito en Speech-Masters, y eso me dio fe en mis capacidades.

Estaba orgulloso de mi discurso, lo encontraba convincente. Si hubiese estado en el lugar de los pequeños accionistas, sin duda habría votado por mí.

El sitio donde debía celebrarse la asamblea se había cambiado a principios de semana. Un correo oficial me comunicaba una nueva dirección: POPB, bulevar de Bercy, 8, en el duodécimo distrito. El lugar no le decía nada a un parisino reciente como yo.

La víspera, me tomé el día libre para deshacerme de las tensiones, relajarme, prepararme mentalmente. Sin embargo, cuando el sol se puso en el horizonte, abandonándome para desaparecer detrás de la melancólica sucesión de tejados y de chimeneas, mi confianza en mí mismo empezó a desmoronarse lentamente, al tiempo que emergía una dura realidad que poco a poco tomaba forma en mi mente, borrando mis sueños para presentarse por entero ante mis ojos: la del desafío que se avecinaba inexorablemente.

Estaba claro que Dunker nunca me perdonaría mi candidatura frente a él. Al día siguiente a la misma hora, sería o bien presidente director general de Dunker Consulting, o bien ex consultor en paro perseguido por un antiguo psiquiatra medio chiflado. Mi cabeza venció a mi corazón, metiéndome el miedo hasta el tuétano.

La mañana del día siguiente pasó a prisa. Releí por enésima vez mi discurso y luego bajé a dar una vuelta para oxigenar las neuronas y tratar de reducir mi nivel de estrés. Estaba en un estado extraño, los nervios de punta. Al salir, vi a Étienne bajo la escalera y sentí la necesidad de confiarme a él, tal vez para tranquilizarme de nuevo en presencia de alguien más débil que yo, o tal vez para conocer más de cerca una situación que próximamente podría ser la mía…

—Estoy muy nervioso —le confesé.

—¿Nervioso? —dijo con su voz rugosa.

—Sí, debo hablar delante de mucha gente para exponerles mi visión sobre ciertos temas… y estoy de los nervios.

Dejó vagar su mirada observando a los transeúntes con aire de incredulidad.

—No veo dónde está el problema. Yo digo siempre lo que pienso cuando lo pienso y todo va bien.

—No es tan sencillo como eso… No estaré yo solo. Voy a ser visto, escuchado, juzgado…

—Pues, si no les gusta, ¡peor para ellos! Uno debe decir lo que piensa. Escuchar tu corazón, no tus miedos. Y, entonces, es imposible estar nervioso.

Me preparé una comida ligera y sintonicé la radio en una emisora de noticias. Prefería comer escuchando a otros hablar; eso me impedía cavilar demasiado.

Apenas había empezado cuando me quedé paralizado de pronto. El periodista acababa de anunciar el
flash
de las 14.30. Las 14.30… Se me paró el corazón mientras me remangaba. Mi reloj señalaba las 13.07. Corrí a mi cuarto. ¡El radio despertador también marcaba las 14.30! «¡¡¡No era posible!!!» La asamblea empezaba a las 15.00 horas… ¡en la otra punta de París!

Me arranqué la camisa y los vaqueros, me lancé a por mi traje gris, me puse una camisa blanca y cogí una corbata italiana. Tuve que modificar tres veces el nudo para conseguir que quedara a la altura adecuada. Até los cordones de mis zapatos en un periquete. Cogí mi convocatoria y mi discurso, los metí en una carpeta de cartón; luego cerré de un golpe la puerta de mi apartamento y me precipité por la escalera.

Las 14.38. Lo tenía muy crudo para llegar a tiempo. Sólo me quedaba rezar para que la reunión no comenzase a la hora en punto. Había que anunciar la candidatura a la presidencia al comienzo de la sesión. Si no lo hacía, estaba perdido.

Corrí como nunca y llegué, sin aliento, al andén del metro, justo en el momento en el que las puertas se disponían a cerrarse. Me lancé al interior y de pronto me encontré repantigado en un asiento, resoplando como una vaca, frente a una ancianita que me miraba con unos ojos como platos.

La ira bullía en mi interior. ¡¿Cómo podía ser que mi reloj me hubiese dejado tirado el mismo día que no tenía derecho a cometer un solo error?!

—¡No es posible! —solté en alto.

Me sentía como si me hubiese dado un fuerte golpe en la cabeza.

—No me lo creo, ¡no me lo creo! —dije, hundido, con la cara entre las manos.

La ancianita se cambió de asiento.

Me pasé todo el trayecto con la pataleta, fuera de mí.

Cuando salí del metro, mi móvil señalaba las 15.05. Pero ¿iba bien? Me precipité afuera, buscando el número 8 del bulevar de Bercy. La calle era extraña, bordeada por una especie de gran terraplén recubierto de césped con aberturas como bocas a intervalos que hacían pensar que se había acondicionado un hangar o un parking subterráneo. No había ningún número a la vista. Estaba maldito. Corrí hasta un transeúnte, que volvió la cabeza y se alejó apresurado cuando le hablé. Me encontré con otro.

—Disculpe ¿el número 8 del bulevar de Bercy, por favor?

—Pues, no sé, ¿qué hay ahí?

Saqué mi convocatoria.

—POPB. Debe de ser…

—Justo ahí —dijo señalándome una de las bocas al lado de un cartel gigante de Madonna—. ¡Que no cunda el pánico, el concierto es mañana!

Corrí a grandes zancadas y franqueé la puerta blandiendo mi convocatoria ante un guardia de seguridad. «Palacio de deportes de París-Bercy», decía un letrero. No sabía que se alquilaran los estadios a empresas.

—Diríjase a recepción —me dijo el guardia indicándome unas mesas alineadas detrás de las cuales se aburrían unas azafatas vestidas de azul.

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