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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (44 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Eso no se sostendrá. Ya ha visto las acciones: al día siguiente de la asamblea general, ¡han caído un 11 por ciento!

—Nada inquietante. Es sólo porque el segundo gran accionista ha vendido su parte. En adelante, la sociedad estará constituida únicamente por pequeños accionistas que se adherirán a la nueva visión de la empresa. ¡Se terminó la presión de los grandes inversores! Ahora estamos como en familia…

—Se lo va a comer enterito. ¡No le doy ni seis meses antes de que un competidor lance una opa hostil! Luego, antes de quince días, volverá el accionista mayoritario y usted será destituido.

—Las opas no triunfarán. Una opa no es nada más que un inversor que ofrece comprar las partes de los accionistas a un precio superior al de la cotización en el mercado. Pero le recuerdo que votaron por mí después de que les dijese que las acciones subirían más despacio que con usted. Luego decidieron adherirse a un proyecto renunciando a sus esperanzas de ganancias financieras a corto plazo. Apuesto a que seguirán fieles y no se dejarán tentar por el canto de las sirenas.

—Se está engañando a sí mismo. La voluntad de los hombres es débil cuando hay dinero de por medio.

—No ha entendido usted que la situación ha cambiado. A sus accionistas les importaba poco su empresa. Su única motivación era el afán de lucro. Por esa razón era usted esclavo de la rentabilidad de su inversión. Quienes se han quedado conmigo estarán unidos en adelante alrededor de un proyecto, un verdadero proyecto empresarial basado en una filosofía y unos valores. No hay ninguna razón para que renieguen de los suyos propios ahora. Se quedarán.

Dunker me miró, perplejo. Abrí la carpeta que tenía delante de mí y saqué un folio que le tendí.

—Tome, su nuevo contrato de trabajo. El contenido es el mismo, salvo que desde ahora es usted director general y no presidente director general.

Me miró estupefacto durante unos instantes. Luego creí ver un brillo de malicia en sus ojos. Sacó un bolígrafo de su bolsillo, se inclinó sobre mi escritorio y firmó el contrato.

—De acuerdo, acepto.

En ese instante sonó mi teléfono.

—¿Sí, Vanessa?

—Tengo a un periodista al teléfono, ¿se lo paso?

—Está bien, lo cojo.

Dunker me dirigió un saludo con la cabeza y se retiró.

—¿Señor Greenmor?

—El mismo.

—Soy Emmanuel Valgado de BFM TV. Quisiera invitarlo a nuestro programa del martes por la mañana. Nos gustaría que nos contase los entresijos de su toma de poder en Dunker Consulting.

—En realidad, no lo considero realmente una toma de poder…

—Precisamente, eso nos interesa. El programa se graba el lunes a las dos de la tarde, ¿podría usted venir?

—Pues… sólo una cosa… ¿Habrá público entre los asistentes?

—Una veintena de personas como mucho. ¿Por qué?

—¿Podría invitar a una o dos personas? Tengo una vieja promesa que cumplir…

—Ningún problema.

Marc Dunker abandonó el despacho de Alan Greenmor con una sarcástica sonrisa en los labios. El joven alfeñique había sentido las veleidades del poder, pero le faltaba lo que había que temer para asumirlo él solito. Por esa razón lo mantenía en la dirección general. Era incapaz de dirigir la empresa por sí solo, y lo sabía bien.

El antiguo presidente ya se frotaba las manos mientras subía de dos en dos los escalones que llevaban a la planta de su despacho. Se merendaría al inocente e incauto chaval. No tenía ni idea de qué iba el poder, eso estaba claro. Al final, nada cambiaría. Era él, Marc Dunker, quien lo dirigiría todo desde su nuevo puesto. La presidencia llegaría dócilmente. Al cabo de un año presentaría su balance a la asamblea general y, cuando se enterasen de que había sido él quien se lo había currado, lo elegirían de nuevo con una amplia ventaja.

Llegaba ante la puerta de su despacho cuando su rostro se crispó de pronto; luego se puso súbitamente rojo mientras un pensamiento asaltaba su mente. Su indemnización…, su indemnización de tres millones de euros prevista en caso de cese del contrato… Era eso, ¡¡¡pues claro!!! ¡¡¡Era por eso por lo que Greenmor le había pedido que se quedara!!! Y él… había firmado…

Entró y pasó por delante de Andrew sin ni siquiera verlo. Las palabras salieron de su boca sin darse cuenta.

—¡Ese gilipollas acaba de joderme por segunda vez! —rugió.

Su secretario alzó una ceja.

—¿Cómo dice, señor?

56

D
ejé la oficina temprano para ir a casa de Igor Dubrovski. Me debía algunas explicaciones. Era demasiado fácil escabullirse como lo había hecho la víspera.

El chófer de la presidencia, desde ese momento a mi disposición, me llevó. Se me hizo raro. Allí estaba yo, arrellanándome en el mullido asiento de atrás, el cuerpo acurrucado en el más suave de los cueros, mientras que a mi alrededor, en la calle de Rivoli, los conductores se estresaban al volante. Tenía la sensación de ser alguien importante. Me sorprendí acechando la mirada de los demás cuando nos detuvimos en un semáforo. ¿Iba a ver respeto en ella? Tal vez… ¿cierta admiración? En realidad, nadie parecía prestarme atención. Cada uno estaba demasiado ocupado con la posibilidad de colarse de una fila a otra arrancando más deprisa que el de al lado. En ese juego, por otra parte, estábamos en desventaja por las dimensiones de nuestro coche, y todo el mundo nos adelantaba. ¿Qué esperaba en realidad? ¿Habría admirado yo mismo a alguien por el motivo de que tuviese un chófer? No, por supuesto. Era evidente que no. De nuevo, una ilusión. Por otra parte, esa búsqueda de reconocimiento era vana. ¿De qué forma la admiración de los demás podría compensar mi déficit de autoestima? Algo procedente del exterior no puede restañar lo que está herido en nuestro interior.

Eso me dio ganas de retomar la tarea que me había confiado Igor y anotar todas las noches tres cosas de mi día de las que estuviese orgulloso. La había interrumpido después de descubrir su identidad falsa y del embrollo de acontecimientos alarmantes que habían movilizado mi energía.

Minutos más tarde nos encontramos atrapados en la plaza de la Concordia en un atasco monstruoso, ¡y acabé echando de menos el metro, que me habría llevado a buen puerto antes de veinte minutos!

Al llegar a mi destino, la gran berlina se detuvo delante de la verja negra del palacete privado, y me bajé. Espesas nubes se acumulaban en el cielo; el aire estaba cargado con la humedad de los árboles de la avenida y el parque. Erguido ante el cielo nublado, la mansión parecía un buque fantasma.

Reconocí al criado que me abrió y me precedió sin decir una palabra hasta el gran salón. El tiempo desapacible sumía el interior en una penumbra suave y melancólica. Contrariamente a las costumbres de la casa, había pocas luces encendidas.

Encontré a Catherine sentada en un sofá, los zapatos sobre la alfombra, las piernas encogidas sobre los cojines.

—Hola.

Posó su mirada sobre mí pero no me respondió, contentándose con hacer un leve gesto con la cabeza. Barrí el espacio con la mirada. Estaba sola. En la penumbra, el gran piano cerrado parecía una losa de mármol negro. Por las altas ventanas abiertas al jardín podían verse las primeras gotas de lluvia deslizándose por las hojas de las plantas.

—¿Dónde está Igor?

No respondió en seguida, sino que apartó la mirada.

—Ah…, veo que conoces su verdadero nombre…

—¿Sí?

Se quedó en silencio largo rato.

—Alan…

—¿Sí?

Suspiró.

—Alan… tengo que decirte…

—¿Qué?

Cogió aire. Se la veía crispada.

—Igor ha muerto.

—Igor ha…

—Sí, de un ataque al corazón ayer por la mañana. Los criados no pudieron hacer nada. La ambulancia llegó demasiado tarde.

Igor, muerto… No podía creerlo. Era inconcebible. Aunque tenía sentimientos encontrados respecto a él, después de haber recorrido toda la gama de emociones a lo largo de un verano, de la admiración al odio pasando por el miedo, no era menos el que me había liberado del lastre de mis inhibiciones y había hecho de mí un hombre capaz de vivir plenamente su vida. Igor estaba muerto… Me sentí de pronto en deuda e… ingrato. Ya nunca tendría ocasión de agradecérselo.

La tristeza aumentó lentamente en mí, encontrando su lugar en cada parte de mi ser. Me sentí de pronto pesado, abatido. El viejo león había abandonado este mundo.

Una idea cruzó por mi mente: ¿las respuestas a mis preguntas desaparecían con él?

—Catherine, ¿puedo preguntarle algo?

—Alan, yo…

—El proceso. El proceso de François Littrec. Igor era culpable, ¿verdad?

—No, no había nada que reprocharle en ese caso.

—Pero, entonces, ¿por qué hipnotizar al jurado? Eso fue lo que hizo, ¿no?

Catherine esbozó una sonrisa triste.

—No me sorprendería en él pero, si lo hizo, fue sin duda porque prefería ejercer su influencia antes que tener que justificarse. O tal vez le resultaba totalmente imposible demostrar su inocencia, aunque ésta fuera real. Además, tuvo muy pocas conversaciones con ese joven, que era tratado por otros. No tiene nada que ver con que lo incitara al suicidio.

—¿Y yo?… Nuestro encuentro en la torre Eiffel no fue fortuito, ¿verdad?

Me miró con benevolencia.

—No, en efecto…

—Lo hizo para atraerme a su santuario, ¿es eso?

Asintió con la cabeza.

Tragué saliva. Era su cómplice, estaba al corriente de todo y le había dejado hacer.

—Catherine, ¿sabe usted cómo es que conocía a Audrey?

Volvió la mirada hacia la ventana, luego habló en un tono soñador, absorta con la lluvia que caía ruidosamente en el jardín.

—Igor conocía la intensidad de vuestra relación. Puso a Audrey al corriente de su… proyecto para ti. La convenció de abandonarte después de haber dejado en tu casa el artículo sobre el suicidio.

—¡¿Fue él quien le pidió a Audrey que me dejara?!

Estaba indignado. ¿Cómo podía haber hecho algo tan despreciable?

—Le costó convencerla, pero Igor sabía hacerlo. Le explicó que era por tu bien y negoció con ella el lapso de tiempo que necesitaba antes de que pudiese volver contigo.

Apenas podía creer que Audrey hubiese entrado en su juego. Tenía una personalidad demasiado fuerte para eso.

—Y cuando la vi salir de su casa el otro día…

—Había venido a decirle que se fuese al diablo, que no podía soportarlo más, que todo eso no servía para nada. Igor tuvo que volver a negociar el tiempo restante. Alan…

Esa historia me sacaba de mis casillas. Sentía una ira sorda aumentar en mí.

—Pero ¿cómo pudo…?

—Alan…

—¡Es realmente odioso jugar así con los sentimientos de la gente!

—Alan…

—¿Y si hubiese conocido a otro durante ese tiempo?

—Alan…

—Era correr un riesgo enorme por…

Catherine gritó por encima de mis palabras para hacerse oír.

—¡Igor era tu padre, Alan!

Su voz resonó en el gran salón, las vibraciones reverberando en mi cabeza. Se hizo el silencio a mi alrededor. Estaba aturdido, fuera de combate. Mi mente zozobraba ante el asalto de emociones y pensamientos encontrados.

Catherine seguía inmóvil. No me quitaba ojo, a pesar de parecer muy avergonzada.

—Mi padre… —farfullé, ante la incapacidad de articular nada inteligible.

—No sé si tu madre te lo dijo —añadió lentamente—: el hombre que te crió en Estados Unidos no era tu progenitor…

—Sí, sí. Eso lo sabía, lo sabía…

—Años después de haberte concebido, Igor aceptó ocuparse de la hija de una criada que había caído enferma. Era madre soltera y nadie podía hacerse cargo de la niña durante los quince días de su hospitalización. Era una niñita adorable, de la misma edad que debías de tener tú… Estaba llena de vida, era intrépida, traviesa y divertida. No levantaba un palmo del suelo, y ya tenía una gran personalidad. Igor se derretía por ella. Él que nunca se había interesado lo más mínimo por los niños, se pasaba el día cuidándola. Eso supuso toda una revelación para él. Fue una toma de conciencia increíble. Cuando la madre volvió del hospital y recogió a su hija, Igor le insistió para poder continuar ocupándose de ella regularmente. Desempeñó el papel de un padrino, de un protector, papel que conservó más tarde, cuando llegó a adulta, incluso después de la desaparición de su madre. La entrada en su vida de esa niña fue un desencadenante. Igor se acordó de pronto del hijo que había engendrado y que nunca había conocido a su padre. Esa idea comenzó a obsesionarlo día y noche. Era presa de los remordimientos y ya no soportaba saber que su único hijo vivía en algún sitio sin él. Entonces, se lanzó en su búsqueda, a gran escala, con todos los medios de los que disponía. Pero era como buscar una aguja en un pajar… Tardó más de quince años en encontrar tu rastro, y el azar quiso que volvieses a vivir cerca de él sin tú saberlo.

—El azar…

—Luego, esperó antes de contactar contigo, postergando el momento día tras día, semana tras semana. Sin duda sentía una especie de pudor. Tras haber consagrado todo ese tiempo a buscarte, de repente ya no tenía el valor de mirarte a la cara. Temía que lo rechazases, que no le perdonases que os hubiera abandonado, a tu madre y a ti, antes incluso de tu nacimiento. Por un momento, incluso creí que no te abordaría nunca, que renunciaría definitivamente. Luego, te hizo seguir, cada vez más de cerca. Se convirtió casi en una obsesión para él. Leía los informes todas las noches. Lo sabía todo de tu vida, en el día a día. Hasta tus miedos, tus decepciones, tus sentimientos.

»Vladi no bastaba para seguirte él solo con seguridad: tarde o temprano te habrías dado cuenta. Entonces le pidió a su protegida que participase y ella aceptó. Pero él, que quería controlarlo todo, no podría haber imaginado jamás lo que iba a pasar. La chica, a fuerza de seguirte y de observarte, se enamoró perdidamente de ti y, a partir de entonces, se negó a remitirle los informes…

—No me digas que…

—Sí…

—¿Audrey?…

Catherine me miró en silencio, luego asintió.

Audrey… Dios mío, Audrey era la protegida de Igor.

—Fue más tarde cuando decidió… ocuparse de ti. Creo que fue una forma de paliar su culpabilidad por no haberte criado. A menos que fuese la manera de retomar el control de una situación que se le escapaba de las manos… Hacía quince años que te buscaba y justo cuando se disponía a aparecer en tu vida, te echabas en cuerpo y alma a los brazos de una chica. Tal vez quería conservarte inconscientemente para sí algún tiempo… Por mi parte, me sentía dividida en lo referente a ocuparse de ti. Me parecía que eso corría el riesgo de complicar todavía más vuestro encuentro, el día que te enterases, pero no lo tuvo en cuenta. Como de costumbre, no se preocupó más que de sí mismo…

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