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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

No sin mi hija 2 (10 page)

BOOK: No sin mi hija 2
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Observo con curiosidad a mi compañera de mesa, habitualmente alegre y en plena forma. La he visto nerviosa todo el día. Aquella misma mañana, en Washington, yo he dado una conferencia en el seno de una congregación judía. Debo regresar a casa mañana.

La tarde en el Departamento de Estado ha pasado muy de prisa. He hablado un poco el parsi con Richard Queen, uno de los rehenes de la embajada americana en Teherán, liberado unos años antes. A propósito de los secuestros de niños he discutido de estadísticas con Fabio Saturni, director de la Oficina Internacional de Protección al Niño. Esta oficina fue creada un año después de mi primera aparición en la televisión nacional. Representa la primera respuesta verdadera del Departamento de Estado al problema, un gran estreno.

A mi llegada, Teresa me ha parecido, pues, inusualmente preocupada. Durante la cena discutimos de mi libro, abordamos otros casos similares y hablamos de la convalecencia de John, de la escuela de Mahtob… Pero cuando pide pastel de postre, comprendo que algo no funciona. Teresa es delgada y se preocupa por su peso, jamás la he visto comer postre. Me oculta algo.

Teresa se inclina sobre la mesa y pone sus manos sobre las mías con solicitud:

—Sabes, Betty, pase lo que pase, hemos hecho bien en hacer pública tu historia. Recibimos tantas llamadas de tantas personas que se hacen preguntas antes de casarse con un extranjero, o de residir en otro país… Tu experiencia les ha enseñado una cosa: uno no se puede llevar consigo la Constitución de Estados Unidos. Y resulta estimulante saber que muchas personas han escapado a situaciones parecidas a la vuestra.

Teresa hace una pausa tras este largo preámbulo y me mira. De repente, tengo miedo.

—Mira, hoy he recibido una llamada de Suiza. Era Annette, de la embajada americana en Berna.

Antes de proseguir, Teresa acentúa la presión sobre mis manos.

—El doctor Mahmoody ha salido 'de Irán.

Mi corazón se echa a latir aceleradamente. La sangre me sube a la cabeza. No doy crédito a lo que acabo de oír. La voz de Teresa resuena como si me hablara desde las profundidades de un túnel.

—… Desconocen su actual paradero. Todo lo que se sabe es que ha abandonado el país.

Esta noticia confirma mis temores más exagerados, aquello que temía más que a la muerte: ver al padre de Mahtob reaparecer un día para vengarse, llevársela y hacerla desaparecer en Irán.

—¿Pero cuándo? ¿Cuándo se ha sabido? —farfullo con angustia.

—Hoy. Annette ha recibido un mensaje de la embajada americana en Teherán. El mensaje indicaba que ha abandonado su trabajo y su domicilio, y, según ellos, se trata de algo probablemente reciente.

Teresa me lee la continuación del mensaje:

—«Posee una carta de residente extranjero. No se excluye que haya vuelto a Estados Unidos en busca de su mujer y su hija.» —Y concluye, apenada—: Creen que está usted en peligro.

Al ver la magnitud de mi angustia, trata de calmarme.

—Te lo ruego, no te sientas culpable de lo que has hecho. Sabíamos que podía suceder algún día. Pero ignorábamos cuándo. Tanto si eres conocida por tu libro, como si no, hubiera ocurrido… Te prometo tratar de obtener más información para mañana.

Mi cabeza trabaja a mil kilómetros por hora. ¿Qué hacer? Primero, telefonear a casa y comprobar que Mahtob ha vuelto de la escuela sana y salva. Obtener más vigilancia para la casa, asegurarme de que nadie podría llegar hasta mi hijita de ocho años.

El tiempo ha transcurrido inadvertidamente, apenas dispongo del suficiente para ir al aeropuerto y coger el último vuelo a Flint. Es absolutamente necesario que suba a ese avión; es preciso que vuelva a casa, que toque a Mahtob, que la estreche entre mis brazos.

Llego al mostrador justo en el momento en que se produce la última llamada para el embarque. Ni siquiera tengo tiempo de telefonear antes de subir al avión. En Dayton, Ohio, debo tomar otro vuelo, y me entero de que el mal tiempo en Michigan ha retrasado en una hora el vuelo a Flint. Me esfuerzo por mantener la calma y telefoneo a mi hija. Todo va bien, estaba viendo plácidamente la televisión. Hablo con mi madre, ardiendo en deseos de ponerla en guardia, pero no me atrevo a decírselo para no inquietarla; he de tener en cuenta su estado cardíaco. Tampoco me atrevo a iniciar una discusión cuyos inútiles meandros me siento incapaz de afrontar.

Me digo: «Reflexiona, Betty, reflexiona: ¿Quién puede ayudarnos? ¡Nelson Bates! El detective que se mostró tan eficaz con Mahtob, y que me dijo un día: “Si alguna vez me necesita, se lo ruego, no dude en ponerse en contacto conmigo.”»

Ha llegado el momento de hacerlo. Le llamo por la línea privada y le proporciono brevemente las informaciones transmitidas por Teresa.

Me asegura que garantizará vigilancia durante la noche alrededor de la casa.

Cuelgo en el instante mismo en que se informa a los pasajeros:

«Atención, por favor. El vuelo 454, con destino Flint, queda cancelado a causa de la presencia de hielo en la pista del aeropuerto de Flint.»

Estoy anonadada. ¡No es posible! Es necesario que encuentre un medio. Quedan plazas para un vuelo a Lansing. Allí podré alquilar un coche, o pedirle a alguien que venga a buscarme. Al menos, estaré en Michigan. Me precipito a la puerta de embarque y paso por los pelos. Aproximadamente una hora más tarde, la voz del comandante advierte:

«Nos acercamos al aeropuerto de Lansing, al cual llegaremos en diez minutos. La temperatura exterior es de cinco grados bajo cero, y nieva.»

Me importan un comino esos grados bajo cero. Sólo quiero una cosa: volver a casa. Nos acercamos a nuestro destino, cuando el comandante de la nave hace una nueva llamada:

«Nos encontramos encima del aeropuerto de Carson City. Las pistas están cerradas por la nieve. Tenemos que regresar a Dayton. El personal les recibirá a la llegada para indicarles el hotel donde pasarán la noche.»

Es casi medianoche cuando finalmente aterrizamos, y no hay ni un solo coche de alquiler. Con los nervios destrozados, al borde de las lágrimas, me resigno a pasar la noche allí. Todavía hemos de tomar un autobús que nos lleve al hotel Sheraton, el más cercano. Una vez en la habitación, me siento incapaz de dormir. Una y otra vez repaso en mi cabeza todos los posibles guiones que le permitan a Moody secuestrar a mi hija.

No creo que haya venido directamente a Estados Unidos. Su tarjeta de residente puede, ciertamente, facilitarle el paso en Inmigración, pero hay bastantes posibilidades de que la tarjeta haya caducado, teniendo en cuenta su larga estancia en Irán. Y además, tras la publicación de
No sin mi hija
, seguramente será descubierto.

Sin embargo, tal vez haya ido por México, atravesando la frontera con ayuda de los parientes instalados en Texas. En Irán me dijo que, si era preciso, contrataría a alguien para que me matara. También puede contratar a alguien para que rapte a Mahtob.

Es posible que me esté asustando por nada. Y también lo es que, sencillamente, cansado de la situación en Irán, haya decidido instalarse en otra parte.

Pero no, estoy tratando de ser muy optimista. Siempre he sabido que 'intentaría encontrar a su hija algún día. Siempre he sabido que quería mi muerte. Me dijo tantas veces que me mataría si trataba de salir de Irán…

Yo no estoy dispuesta a morir. Me basta con recordar Irán, para sentirme más fuerte y más decidida.

Debo hacer todo lo posible por conservar a Mahtob aquí, en nuestra casa. Nadie tiene derecho a quitármela. Moody no se merece verla, y menos aún llevársela, después de todo lo que nos ha hecho.

Moody no aparece aquella noche. Ni durante los dos meses siguientes. Al no saber nadie adonde ha ido, vivo cada instante como una amenaza, como si estuviera oculto en todas las esquinas de las calles.

E incluso después de que los servicios de información me aseguran que ha regresado a Irán, me siento incapaz de relajarme.

Mahtob y yo sabíamos desde siempre que Moody podía emprender nuestra persecución. Hasta este último encuentro con Teresa, arrastrada por mis ocupaciones cotidianas, había bajado la guardia.

No por mucho tiempo. Nos habíamos hecho ilusiones. Ahora sé que Moody puede sorprendernos en cualquier momento y en cualquier lugar. Me han dicho que se había enfadado con su familia, lo cual podría empujarle a sufrir una mayor fijación por Mahtob.

¿Cómo protegernos? He pedido consejo en todas partes. Compañías de seguridad, detectives privados, guardaespaldas. Hemos dejado la casita en que me había instalado con Mahtob y los chicos en el momento de escribir el libro. He encontrado otra mayor, que he hecho restaurar y de cuya seguridad me ocupo.

Unos días después de mi regreso a Washington, sigo un primer consejo: obtener un permiso de armas y comprarme un revólver.

Nuestra casa está equipada ahora con los sistemas de seguridad más sofisticados. Pero aún no me siento tranquila. A veces me encuentro clavada en una ventana, sospechando de cualquier coche detenido en el
stop
de la esquina.

Las armas, las alarmas, todo eso es importante, pero insuficiente.

He de conseguir el derecho de custodia legal de Mahtob, y muy de prisa. Teresa me lo ha advertido. Sin ello, Moody puede llevársela legalmente consigo. Es su padre, a fin de cuentas. Y aun admitiendo que los dos sean interceptados en un aeropuerto en el momento de pretender abandonar el país, ¡no tengo ningún medio legal de salvarla!

Al mismo tiempo, temo el aspecto legal de esta petición de la custodia de Mahtob: que comprometa la seguridad de nuestro refugio, incluso que precipite el retorno de Moody a América, lo cual trato desesperadamente de evitar.

Recuerdo demasiado vivamente la respuesta de los asesores jurídicos antes de mi marcha hacia Irán, cuando acudí a pedir ayuda… Fue durante el verano de 1984, en el momento en que la fecha de nuestra marcha para aquellas dos semanas con la familia de Moody se acercaba inexorablemente. Cuando mis temores aumentaban al paso de las horas. No me atrevía a partir y no tenía elección. Si me negaba, era seguro que Moody trataría de llevarse a Mahtob a su país natal. No tenía entonces más que un medio de evitar ese viaje: conseguir un mandamiento de protección preventiva, a fin de alejar a mi marido de mi hija.

En aquella época yo no había oído hablar de secuestro paterno internacional. Pero confiaba en mi instinto. Tenía sólidos motivos para sospechar de las intenciones de Moody. Su reciente devoción por el ritual islámico, las últimas llamadas telefónicas a su familia en Irán sobre las que se negaba a darme detalles. Las conversaciones secretas con su sobrino Mammal, de visita en nuestra casa. Todo ello eran otros tantos signos de mal augurio.

Cuando me confié al fiscal, éste me respondió con tono de incredulidad: «Bien, si le cree usted capaz de hacer eso, ¡sería mejor que fuera usted al psiquiatra! Además, ni un solo juez de este país la escuchará. Su marido no ha cometido ningún delito. No tiene medio alguno de impedir que visite a su familia en Irán.»

Comprendí entonces que no tenía elección. Debía acompañar a Moody a Irán. O correr el riesgo de perder a Mahtob para siempre.

Todo vuelve a empezar… Debo intentar obtener el divorcio, tener la exclusividad de la custodia legal de Mahtob.

Acudo a consultar a varios abogados con la esperanza de escuchar opiniones diferentes. Existen dos barreras jurídicas.

La primera concierne al lugar del juicio, el sitio donde presentar la demanda de divorcio. Según la ley del Estado, para ello debo presentarla en el tribunal de mi lugar de residencia. Me han puesto en guardia; si intento presentarla en otro lugar, a fin de no permitir que Moody nos localice, seré culpable de falsedad y él estará en condiciones de hacer anular mi divorcio.

Segundo obstáculo: facilitar a Moody una notificación de la demanda de divorcio y del procedimiento de custodia. Estas dos obligaciones legales le dejan a Moody el campo libre, son en cierto modo una franca invitación para que vuelva a Michigan, una facilidad para encontrarnos y cumplir las amenazas que me hizo en Irán.

Antes de aquel espantoso viaje, el fiscal me había dicho: «No existe ningún medio de obtener el divorcio que no sea emplazar a su marido en Irán. ¡La ley obliga a darle oportunidad de defenderse ante un tribunal!».

Como varios juristas me confirmaron la mala noticia, decidí aplazar mi proyecto de divorcio.

Y he aquí que, casi cuatro años más tarde, me encuentro ante el mismo dilema, tras haber dado la vuelta. ¿Será más clemente el sistema jurídico esta vez?

Teresa me informa de que ha establecido contacto con el asesor asignado al tribunal de Michigan. Se trata de un funcionario encargado de informar y aconsejar a los jueces en asuntos en que están implicados niños.

Pero, desde el primer contacto, resulta evidente que este funcionario y yo nos encontramos en distintas frecuencias. Comienza por decirme:

—No creo en el derecho de visita restringido para los padres. Opino que es preferible para los niños beneficiarse del derecho de visitas libres para los dos padres.

—¿Está usted al corriente de lo que mi hija y yo hemos tenido que soportar, para regresar a América?

Él me responde tranquilamente:

—Mire, no siento demasiada simpatía por los adultos que se ponen a sí mismos en situaciones enojosas.

Desde ese momento, comprendo que estamos realmente en un apuro.

Si alguien como yo —con toda la publicidad que me ha rodeado estos últimos tiempos, un caso reconocido por el Departamento de Estado— sólo puede recibir este tipo de respuesta, ¿qué posibilidades tienen los otros padres?

Heme aquí pillada en un círculo vicioso. Obligada a obtener el divorcio y un mandamiento de custodia para poder proteger a Mahtob de Moody. Pero ese mismo proceso nos hará, a mi hija y a mí, más vulnerables que antes. Y no parece haber otra solución al problema.

Decido que conviene esperar.

Me preparo con tanta excitación como aprensión para una gira europea de promoción de mi libro.

De forma bastante extraña, tengo la sensación de estar menos segura en mi propio país que en el extranjero.

Examino con desconfianza los itinerarios por Francia, Inglaterra e Irlanda, los tres países de nuestro viaje. Me confirman nuevamente que Moody ha regresado a Irán, pero todavía no se sabe el motivo de su reciente desplazamiento.

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