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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

No sin mi hija 2 (7 page)

BOOK: No sin mi hija 2
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En aquella época, nos reuníamos con ocasión de una comida dominical, para la que cada uno de nosotros llevaba un plato del propio país. Siempre me ha encantado cocinar, pero fue en Texas verdaderamente donde desarrollé mis talentos culinarios. En aquella época llegué a preparar más platos orientales que de cocina americana clásica.

Moody y yo seguimos relacionándonos con Tarik y Farzana, incluso después de que ellos se mudaran.

Para esta primera fiesta del día de Acción de Gracias, tengo también invitados particulares, Don y Miriam. Mi familia se había puesto en contacto con ellos en el momento oportuno, sabiendo que Miriam era originaria de Irán. Inmediatamente Miriam recurrió a su hermana Sarah, pues ésta vivía en Teherán.

El día en que abandonamos a Moody definitivamente, era Sarah la que nos esperaba en el coche, en la parada del autobús cerca de la escuela de Mahtob. Debía llevarnos a tomar un avión en Ziadon, cerca de la frontera paquistaní. El plan fracasó. Moody se olió algo y me retuvo en casa aquella mañana. Lo cual nos obligó, doce horas más tarde, a precipitar nuestra huida hacia Turquía.

Debido a mis invitados, el tema de la conversación, este día de fiesta, gira esencialmente en torno de nuestra vida en Irán.

Ante ellos, hablo abiertamente del comportamiento de Moody y de los acontecimientos de la guerra, que le han llevado a esta locura.

En medio de todos estos extranjeros, John y Joe se sienten incómodos y apenas soportan la conversación. No participan y se marchan pronto, pretextando una visita a su padre.

Regresan un poco más tarde, y, nuevamente, Joe busca una excusa para volver a marchar. Esta vez se trata de un problema de calefacción en su estudio. Conozco a mi hijo. Actualmente tiene la sensación de que no pertenece a mi vida; todo lo que le recuerda Irán le repele. Entonces le digo:

—Joe, ¿por qué no te quedas aquí durante el invierno? Esta casa tiene calefacción… Estás en tu casa. No hablaremos más de Moody, tú y yo.

Decide pasar la noche en casa. Sin más comentario. Se quedará en ella durante dos años. Nos queremos, pero yo debo vigilar continuamente la pequeña fisura que se ha creado en él. Los «extranjeros», los secuestradores de mujeres y niños americanos, se han convertido para él en personas con las que no se debe tratar. Y su simple mirada lo dice todo.

El 2 de enero de 1987, a las 2.47 horas de la madrugada exactamente, despierto a Mahtob, malhumorada por haber sido sacudida a semejante hora, para anunciarle que Bill y yo hemos terminado por fin
No sin mi hija
.

La hija en cuestión está hasta las narices del magnetófono y de los blocs de papel. Y elige este momento para arrancarme una promesa:

—¡Mamá, prométeme que no volverás a escribir otro libro idiota!

En cuanto a Bill y yo, estamos exultantes de alegría, y nos tomamos fotografías del acontecimiento: Bill levantando con las manos el montón de hojas del manuscrito, con la pipa en la boca y riendo como un muchachote.

Aquel mismo mes de enero, Mahtob expresa su deseo de ser bautizada. Y, como no me ocupo con la suficiente celeridad de su petición, unos días más tarde la reitera firmemente:

—Mamá, quiero ser bautizada. Si tú no te ocupas, se lo pediré yo misma al pastor Schaller.

La mayor de las casualidades hace que el pastor elija para este bautismo el día 29 de enero de 1987, el aniversario de nuestra huida hacia la libertad a través de las montañas kurdas.

Todos los compañeros de clase de Mahtob están impacientes por asistir a esta emocionante ceremonia. Bill y Marilyn Hoffer nos hacen el honor de apadrinar a Mahtob.

Durante todo este tiempo corrijo las pruebas de mi libro.

Pero he trabajado tanto en mi propia historia que ahora me parece carente de interés. Me digo que nadie la leerá. Y además, el hecho de haber acabado esta larga empresa me produce una especie de pequeña depresión. Ya está, se acabó, está ahí dentro, en todas estas hojas, mis sufrimientos, mis humillaciones, ya no tengo nada que decir a nadie. Este libro ha sido mi amigo, mi confidente, mi confesor; en el futuro será entregado al público,
seré
entregada al público, al juicio de los demás… siento un poco de miedo.

Unas horas más tarde, voy como de costumbre a buscar a Mahtob a la escuela. Me gusta verla brincar desde el porche, en medio del grupo de amigos, gritándoles «Hasta la vista», y corriendo hacia el coche.

Tras el abrazo habitual, le anuncio la noticia del día:

—Cariño, un avión se ha estrellado hoy en Irán; hay doscientos muertos.

Sin vacilar, mi dulce hija de siete años suelta esta respuesta:

—¡Estupendo! Espero que mi padre viajase en ese avión.

Un doloroso silencio se instala entre nosotras. Yo no había previsto esta reacción. Y, sin embargo, había advertido signos del odio de Mahtob hacia su padre.

En Turquía, durante nuestra huida, me había dicho ya: «Detesto a papá por lo que nos ha hecho.»

Pero hasta ese momento no había medido realmente hasta qué punto es profundo su resentimiento y hasta qué punto ella ha rechazado a Moody.

¿Cómo puede crecer sanamente mí hija deseando la muerte de su padre?

Tomo en el acto la decisión de elaborar un plan metódico y progresivo.

Aquella noche, en casa, saco los álbumes de fotos de nuestros más bellos recuerdos de familia. Para recordarle toda la dicha que habíamos vivido juntos en Michigan con su padre. Los fines de semana en el hotel Sheraton, la piscina, la sauna y los desayunos del domingo.

—Mahtob, escúchame bien, jamás me he avergonzado de haberme casado con tu padre; era un marido servicial, un padre atento, un médico competente que cuidaba de sus pacientes. Es preciso que no olvides que se mostró particularmente cariñoso con tu abuelo. Le ayudó a superar una terrible depresión nerviosa, después de su primera operación de colon; le ayudó, sobre todo, a luchar para vivir…

Quiero hacerle comprender que los problemas que hemos vivido en Irán no deben borrar los buenos momentos de nuestra vida pasada.

En el transcurso de las siguientes semanas, evocamos regularmente este tema.

—Mahtob, el cumpleaños de tu padre es dentro de unos días. Apuesto algo a que piensa en ti en este momento; ¡estoy segura de que te echa de menos! Es normal, sabes, si mi padre estuviera en alguna parte del mundo en este momento, también me echaría en falta.

Debo darle a mi hija el «permiso», la posibilidad de querer al hombre que estuvo tan cerca de nosotras. Para ella es necesario. Odiar a su padre es un desequilibrio demasiado grave.

Más o menos por esa época, desempolvo del granero los viejos chismes de escritorio de Moody. Echo a la basura algunos viejos bolígrafos resecos. Y varios días después me sorprende encontrarlos en el armario de mi hija. Los recuperó en secreto y los conserva, como para acercarse a su padre. Hemos salvado una buena etapa.

Luego, aproximadamente dos meses después del accidente aéreo en Irán, Mahtob vuelve de la escuela y anuncia:

—Mamá, esta noche, al decir mis oraciones, le pediré a Dios que cuide de todos los seres del mundo, incluso de nuestros enemigos.

Desde aquella noche, sé que ella ha incluido en eso a su padre. Las heridas se cicatrizan suavemente; me siento aliviada.

Del mismo modo que yo, Mahtob está convirtiéndose en un ser libre.

Pero quedan cicatrices. Mahtob teme todavía a su padre, aun sabiendo que le quiere. En su mente, Moody sigue siendo indisoluble de nuestra existencia en Irán y de los malos tratos que tanto sufrimos por su causa.

Un día, lo traduce en su lenguaje infantil:

—Mamá, no quiero que mis ojos vuelvan a ver jamás Teherán.

La animosidad, el rencor, pueden dañar gravemente el desarrollo de la personalidad de un niño. Siempre he deseado que Mahtob se sienta orgullosa de su sangre iraní, y que aprenda más cosas de este patrimonio cultural. En marzo de 1987, nuestra segunda primavera en Michigan, quiero restablecer la tradición del
No Ruz
, la celebración del Año Nuevo persa. Ataviadas con nuestras mejores galas, decoramos la mesa con el
haft sin
, los siete alimentos simbólicos cuyo nombre comienza por una
s
.

Luego esperamos juntas a que el péndulo anuncie el equinoccio de primavera, cuando el sol llega al signo de Aries y, según la leyenda persa, se desplaza de un cuerno al otro del búfalo. En ese preciso instante nos abrazamos para desearnos un feliz año. Con pocos días de diferencia, era también el aniversario de nuestro regreso a casa. Ha transcurrido un año ya.

En el jardín, una flamante bicicleta de color malva aguarda a Mahtob; voy a traerla.

Una primavera friolenta, una niña con chándal que pedalea por el camino riendo, sus morenos rizos escapando de su rojo gorro. Tiene los ojos almendrados como su padre, rasgados hacia las sienes, ojos de gato. Mi gatito de siete años zigzaguea delante de la casa sobre una bicicleta malva, y a mí me caen tontamente lágrimas de los ojos.

Al cabo de las dos semanas de celebraciones del
No Ruz
, le recuerdo a Mahtob lo que dice la tradición: «Reúne Lodos los malos pensamientos, y échalos como se echa el
sabzi
al río, para comenzar el nuevo año sin enemigos y con buenos sentimientos hacia el mundo entero.»

Cada vez que pasamos por una ciudad en la que es posible encontrar restaurantes iraníes, hojeamos la guía para encontrar uno.

Mahtob es particularmente aficionada al
jujeh
(pollo), al
kebab zereshke
, arroz acompañado de toda clase de hierbas silvestres. Y también a una sopa llamada
osh
, y al
ghormeh sabzi
, una ensalada de hierbas finas picadas, cocida con dados de carne de cordero, garbanzos, cebollas y limón confitado. La niña era bilingüe cuando salimos de Irán, pero en Michigan trató al principio violentamente de olvidar todo lo que había aprendido en parsi. «No quiero oír la lengua de Jomeini…», decía. Hoy, cuando recorremos las tiendas especializadas en productos de Oriente Medio, Mahtob elige casetes y libros de historia en parsi.

No quería que renegara de una parte de sí misma, y se ha equilibrado suavemente en la aceptación de sus dos orígenes.

Los días transcurren rápidamente a la espera de la publicación del libro. Cada llamada telefónica de Michael Carlisle me trae una buena noticia más y nos acerca al lanzamiento de
No sin mi hija
. La edición autónoma del catálogo de St. Martin's Press, mi editor, le dedica una página entera. El
Ladies Home Journal
es la primera revista en publicar un extracto de la historia.

Pero el día más hermoso es aquel en que recibo el primer ejemplar impreso de
No sin mi hija
. Es un libro. ¡De verdad! Y un libro es terriblemente emocionante.

Lo contemplo, lo hojeo, recojo aquí y allá una frase, una palabra, tengo la impresión de conocerlo de memoria después de tanto trabajo… Es la parte de mi vida que quedará para siempre impresa en mi recuerdo… lo he dicho todo, lo he confiado todo a este libro, mi mayor amigo, mi mayor alivio. Me ha liberado. Lo guardo en la estantería.

Y resulta curioso guardar la vida de una en Irán en una estantería de Michigan.

En septiembre de 1987, Mahtob y yo damos el saque inicial del lanzamiento del libro al participar en el programa
Good Morning, America
.

La presentadora habitual está con licencia por maternidad, y es Barbara Walters quien la reemplaza ese día, para gran sorpresa mía.

Mientras preparamos la entrevista, durante una pausa para la publicidad, Barbara me pregunta por Mahtob.

Se la muestro señalándola con el dedo en el plato:

—Va muy bien, ya lo ve, ¡está allí!

Sin preocuparse del espanto de su productor, Barbara pide inmediatamente que la traigan ante las cámaras. Mahtob no ha pasado por el maquillaje, y sólo hay dos sillas en el plato. Pero Barbara decide:

—Se sentará aquí, sobre mis rodillas, y utilizaremos el micrófono.

Y prescinde de todas las preguntas previstas, comenzando la entrevista por Mahtob:

—¡Les presento a raí amiga Mahtob! ¡Nos conocemos desde hace un año!

Henos aquí a las dos, mi hija y yo, frente al público, frente a la realidad del libro. Por más que me lo esperaba, todo aquello da un poco de miedo, los proyectores, las luces, la sensación de hablar a la vez a lo desconocido y a América entera.

En ese momento creo aún representar a una minoría de mujeres, aquellas de las que me habló Teresa en el Departamento de Estado. Y me digo que si algunas viven actualmente la misma situación que yo viví en Irán, tal vez les serviré de algo. Si alguna mujer vacila en acompañar a su marido de vacaciones por «unos días», «presiente» el peligro para su hijo… quizá podré ayudarla…

¿Alguna? Son centenares las que se disponen a cruzarse en mi camino.

Después del programa me resulta cada vez más difícil mantener el anonimato, que se convierte en simbólico y complicado.

No puedo hacer nada oficialmente, ni firmar un cheque, ni utilizar tarjeta de crédito; tengo que ir continuamente al banco para retirar efectivo y pagarlo todo en metálico.

Betty Smith tiene que convertirse nuevamente en Betty Mahmoody. En la pequeña ciudad de Michigan en donde me he establecido, el panadero, el quiosquero, el encargado del garaje, los vecinos, todos ignoraban hasta ahora mi historia. No están resentidos de mi circunstancial incógnito. Aunque de vez en cuando me obsequian con una sonrisa que sugiere: «¡Hubiera podido decirlo! ¿No pensó que los terroristas podían haber venido a poner bombas aquí?»

La gira de promoción es agotadora. Llego en plena noche a cada ciudad, con el tiempo justo de ir al hotel y dormir unas horas, y, a partir del alba, correr a través de la ciudad hasta el estudio de la televisión o la radio local. Las entrevistas no me dejan apenas tiempo de coger el avión para la siguiente ciudad.

Entre todas estas entrevistas, mis pensamientos van siempre hacia Mahtob, que, en mi ausencia, reside con Bill y Marilyn en su casa de Virginia. Por teléfono, ella me cuenta de los perros y los niños; se siente protegida. Más tarde se encontrará con su abuela y sus hermanos. Pero, presa en el torbellino de la promoción del libro, solicitada sin descanso, no puedo evitar sentir miedo.

Mahtob conoce los límites de su libertad vigilada. A veces me gustaría envejecer más de prisa, que ella tuviera ya dieciocho años, su propio pasaporte, su nacionalidad, y que nadie pudiera jamás obligarla a vivir en un lugar distinto de donde ella quiera estar.

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