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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

No sin mi hija 2 (4 page)

BOOK: No sin mi hija 2
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Cualquiera sea el nombre que adopte, una cosa está clara: necesito dinero. No sólo huí sin llevarme nada, sino que me encuentro en un verdadero aprieto financiero. Moody había hecho transferir todos nuestros ahorros desde Michigan un mes después de nuestra llegada a Irán. Justo antes de nuestra huida, él quería aún que liquidara lo poco que me quedaba, que vendiera todos los muebles, ¡para enviarle dinero!

Nunca he pedido ayuda financiera a nadie, y no voy a empezar ahora. Elegí mi independencia a los dieciocho años. Siempre he trabajado, y mis padres jamás han gastado un dólar conmigo desde que dejé la escuela.

Voy, pues, a recuperar mi pequeño seguro de jubilación, para mantener nuestra magra existencia. Pero no durará mucho tiempo ni bastará para cubrir los doce mil dólares a que asciende el precio de nuestra evasión. Sin hablar de los impuestos de transmisión que me reclaman, a mí, naturalmente, ¡sobre los beneficios de la venta de la casa! En cuanto a Mahtob, no tiene ni un vestido, y yo tampoco, o casi. Todo eso da vueltas en mi cabeza, mientras me ocupo de la limpieza, de la colada, de la cocina, y corro al hospital a ver a mi padre, tan débil que ya sólo puede susurrar algunas palabras. Sin quejarse. Con una especie de sonrisa de excusa en sus resecos labios:

—Sé lo que sientes, Betty, pero no te inquietes. Te las arreglarás.

Lo ha adivinado todo, como de costumbre. La aparente indiferencia del resto de la familia, el aislamiento afectivo en que me encuentro, al cabo de dos días de libertad.

Cuando íbamos a pescar los dos, ya en mi juventud, había cierta alianza secreta entre él y yo, un amor sin condiciones, sin discusión. Sólo él me comprende verdaderamente, pero no vivirá mucho tiempo.

—Encontraré trabajo, papá. Soy una buena secretaria, tú lo sabes, es cuestión de días…

—Ten confianza, Betty, ya lo sé.

Nuestra conversación se quedó ahí, por lo que se refiere a aquella tarde.

Mi primera preocupación es devolver a Amahl el dinero que él les pagó a los contrabandistas para ayudarnos a salir de Irán.

Amahl, el organizador de nuestra fuga… Le veo nuevamente en su despacho del sótano: bajito, delgado, corbata apretada, traje impecable, sonrisa cordial, y su inglés cantarín: «No se preocupe por el dinero, yo lo pagaré y ya me lo devolverá más tarde, cuando esté en Estados Unidos…»

Ahora estoy en Estados Unidos. Y le debo doce mil dólares a Amahl.

Mamá no ve con buenos ojos la urgencia de esta deuda, pero yo sí.

Al día siguiente, me dirijo al banco de Alpena para explayarme directamente con el subdirector, señor Flanders. Cuando vivíamos en Alpena él nos conocía, a Moody y a mí, pero sólo como clientes, sin más. Este hombre de unos cincuenta años es un hombre de negocios, ciertamente amable y cortés, pero ¿podrá ayudarme?

Le cuento brevemente lo que nos ha pasado. Él me escucha, cada vez más sorprendido:

—Es curioso, pensé en ustedes de vez en cuando, y me preguntaba qué les habría pasado. ¡Desaparecieron tan repentinamente! Su marido tenía un aspecto tan… decente… Bueno, quiero decir, normal… ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quiere usted pagarle al hombre que las ayudó?

¡Buen hombre! Por un instante temí que mi historia le pareciera tan absurda que no se la creyera.

—Es muy importante para mí, señor Flanders. Ese hombre nos salvó la vida, confió en mí, pagó a nuestros guías con su propio dinero, arriesgó su vida por nosotras, y yo le prometí pagarle a mi regreso. Es una deuda de honor. Necesito verdaderamente esos doce mil dólares, y
en efectivo
. No sé cuándo podré devolverlos, pero pienso encontrar trabajo, muy pronto; he establecido ya un contacto con ITT; usted sabe que yo tenía un buen empleo… Pero de momento no tengo nada. ¡Absolutamente nada!

—De acuerdo.

En menos de una hora, este hombre ha creído y confiado en mí. Deposita sobre la mesa, delante de mí, un fajo de billetes. No me pide ningún seguro, ninguna garantía, sólo me hace firmar un papel. Tengo un crédito de seis meses.

—Señor Flanders, ni siquiera sé si lo podré devolver en seis meses.

—No se preocupe. Si no puede, llámeme, y le renovaré el crédito.

Y salgo con los doce mil dólares en efectivo en el bolsillo. Los deposito en la Western Union y hago un giro a una cuenta «en alguna parte del mundo», como estaba convenido. Gracias, Amahl, desde Michigan.

Francis Flanders me ha comprendido en este momento crucial y desesperado de mi vida. Nunca lo olvidaré.

Siempre había pensado escribir un libro sobre Irán, y eso desde el primer día. Aquel calor tórrido, agresivo, aquellos clamores de voces agudas, los cortejos de mujeres sumisas que sólo muestran un ojo bajo sus negros y flotantes
chadors
… Era otro mundo.

En el transcurso de mis doce años de vida conyugal con Moody, nada me había preparado para este choque brutal. Cuando él abandonó su país natal, en 1959, bajo el reinado del sha, Irán era una nación que se occidentalizaba.

Había visto muchos reportajes sobre la revolución blanca iraní, sobre las mujeres modernas, que llevaban faldas cortas… La transformación del país que descubrí me dejó estupefacta.

Es cierto que carecía de experiencia como escritora, pero estaba decidida a describir esta sociedad aislada del mundo. Quería contar cómo había cambiado el país desde la revolución islámica, y todo lo que se había derivado de ello: las costumbres, la cocina, la vida cotidiana de la gente corriente. ¡Al final de aquellas dos semanas interminables de 1984, tenía ciertamente algo más que una línea de historias que contar!

Pero si bien seguía teniendo la intención de escribir un libro, lo consideraba como algo a emprender en un futuro indefinido. De momento, tenía que encontrar empleo. Recuperar mi lugar en mi país.

Sin embargo, mi existencia toma otro rumbo, y con gran rapidez. Un sábado por la tarde, me invitan a cenar unos amigos de Alpena, Karen McGinn y Doug Wenzel.

Acudimos a la cena sólo Mahtob y yo. En Irán no teníamos coche, y yo vuelvo a sentarme al volante de nuestro Ford azul por primera vez desde hace un año y medio. Una sensación de libertad recuperada maravillosamente embriagadora. El coche ha servido muy poco desde nuestra marcha. El tapizado de terciopelo, la suave potencia del motor, es algo que nada tiene que ver con los viejos cacharros Pakon que petardean por las calles de Teherán. La carretera de Alpena me trae tantos recuerdos…

Esta cena es la primera ocasión que tengo de relajarme y confiarme, de contar las pruebas que hemos sufrido Mahtob y yo. Pero mis amigos quieren saberlo todo. Y se quedan petrificados. Con ellos me siento en confianza… fueron los únicos durante mi ausencia en no perder el contacto. Yo había desaparecido, pensaban que no volvería jamás, sobre todo cuando Karen intentó telefonearme a Irán, y Moody me arrancó el teléfono de las manos. Karen me oyó pelearme, le oyó gritarme insultos, y me oyó llorar. Entonces Karen, abogado como Doug, se ocupó en mi nombre de preservar mis bienes. Gracias a ellos he podido recuperar mis cosas y meterlas en un guardamuebles a la espera de encontrar una casa para mí. Faltó poco para que indo fuera vendido en subasta pública.

Los dos conocían bien a Moody, y le apreciaban mucho, .mies. Ahora ya saben de qué es capaz.

Cuanto más hablo, cuanto más me desahogo, más exclama Karen:

—¡Deberías escribir un libro!

—Tengo intención de hacerlo, pero primero debo encontrar un trabajo; ¡no me queda ni un céntimo!

Karen insiste:

—Tengo un hermano que trabaja en una editorial de Chicago. Puedo llamarle para saber por dónde hay que empezar, con quién has de establecer contacto…

—De acuerdo, si insistes.

Se me cierran los ojos mientras hablo. Desde hace dos semanas apenas he dormido, y este ambiente relajado, sumado a una copa de champaña, ha acabado conmigo. La fatiga se apodera de mí brutalmente. Por fin tengo la sensación de que voy a dormir. Dormir…

La idea de un libro sigue siendo algo vago y lejano. Pero es la segunda vez que me hablan de ello. El cónsul de Ankara, en primer lugar; mis amigos ahora… Algún día, quizás.

Pues bien, el lunes, mientras papá sigue en estado crítico, me llega una llamada telefónica de la agencia William Morris de Nueva York. Se trata de un tal Steven Starr.

Karen se ha movido de prisa. En un primer momento, su hermano le respondió: «Me asombraría que alguien se interesara por esta historia… pero llama a la agencia Williams Morris… Nunca se sabe.»

Y el entusiasmo de Steven Starr es evidente:

—Su historia es increíble, se lo aseguro, nos gustaría hablarle de la posibilidad de escribir un libro.

Yo me siento aún agotada, y quisiera dedicar todo mi tiempo libre a papá. Debo también encontrar trabajo, es una obsesión para mí. Todo va demasiado de prisa.

—Quizás dentro de algún tiempo, pero no ahora.

—Perderá usted la ocasión de ganar mucho dinero.

Estoy completamente en la bancarrota, pero, aun así, rehúso la oferta.

El martes, nueva llamada de Steven:

—Es preciso que hablemos. Su historia es absolutamente increíble. Escuche, estoy convencido de poder conseguir un anticipo razonable. ¡Es un trabajo como cualquier otro!

De repente, varias ideas se agolpan en mi cabeza. En primer lugar, la conversación telefónica con Teresa en el Departamento de Estado: nos preguntábamos cómo prevenir a las demás mujeres, cómo informarlas de los problemas de algunos matrimonios mixtos y de la educación de los hijos. Un libro para ellas, ¿por qué no? Y también desahogarme, hablar con alguien, decirlo todo, una especie de diario íntimo. Algunos hechos sucedidos en Irán están grabados en mi cabeza como fotografías; otros se han desvanecido, quizás porque me niego a dejarlos subir a la superficie.

Me doy cuenta también de que este libro podría permitirme permanecer en casa con Mahtob. Escribir, mientras continúo protegiéndola con mi presencia y, elemento crucial, ganar dinero para vivir. Volver a tener una casa propia, empezar de nuevo. Este libro sería, pues, mi trabajo. La mejor solución para nosotras dos en un plazo inmediato.

Fijamos una cita en Detroit para unos días más tarde. Al igual que mi familia, yo temo mucho por nuestra seguridad, pero finalmente me pongo de acuerdo con Steven sobre un hecho: la publicidad dada a este libro nos proporcionará la mejor protección.

Si consigo que esta historia sea leída por suficiente número de personas, y que éstas la comprendan y se unan a mi causa, entonces Moody no se atreverá a intentar un golpe de mano.

Recuerdo al hombre del avión, aquel agente de seguros que me preguntó si volvíamos de vacaciones, y que escuchó un breve resumen de nuestra aventura. Al bajar del avión, debió de decirse a sí mismo: «¡Qué historia me ha contado esta mujer! Esto no puede ser cierto… ¡Es increíble!»

De esta sensación de no ser creída, realmente creída, debo también liberarme. Es importante que me crean. Moody mintió tanto, fingió tanta inocencia, engañando por teléfono a mis padres sobre que todo iba bien, que íbamos a volver… Se presentaba entonces como un hombre normal con una esposa caprichosa. Oyéndole, la culpable era yo… Algunos miembros de la familia quizás lo piensan. Hs tan simple decirse: «A fin de cuentas, no tenía por qué casarse con él… Después de todo, no tenía por qué ir a Irán… Quise las arregle con su problema…»

El miércoles, al sexto día de mi regreso, papá sufre su undécima intervención en cinco años, por una oclusión intestinal. Aún tenemos la esperanza de que sobreviva. Tras la operación, el médico le dice a mamá:

—Le haría bien estar una temporada fuera del hospital. Hemos hecho todo lo posible, pero no hay nada comparable al ambiente familiar.

Mi hermano Jim y yo llevamos, pues, a papá a casa. Apenas acabamos de franquear el umbral, cuando suena el teléfono. Mamá descuelga y oye una voz célebre al otro extremo del hilo: Barbara Walters querría que yo fuera a contar mi historia a su famoso programa de televisión, el
20/20
.

Todo va muy deprisa. Me han pillado desprevenida entre la oferta de la agencia, ahora la televisión, la enfermedad de papá; todas estas emociones contradictorias me agotan. Mi vida parece acelerarse repentinamente. Mamá no ve eso con buenos ojos. La publicidad que se haga sobre mí la inquieta, la supera… Yo, en cambio, pienso en todas las mujeres que piden ayuda desesperadamente en el Departamento de Estado, y de las que Teresa me ha hablado. Hablar por la televisión es sobre todo hablarles a ellas. Siento que tengo el deber de hacerlo.

Papá comprende. Aprueba. El libro y lo demás. Esta última operación le ha incapacitado más aún. Tiene necesidad de cuidados íntimos, difíciles de soportar para él, humillantes, pero su valor sigue intacto. Una enfermera viene a domicilio, pero el resto del tiempo yo asumo los cuidados.

Esa mujer tiene una hija de la misma edad que Mahtob, y me da algunos vestidos para ella. En nuestra situación, es una ayuda apreciable.

Por la noche, con papá mantenemos conversaciones susurradas. Inclinada sobre él, recojo con angustia los últimos consejos, las miradas de aliento de las que aún es capaz en su sufrimiento.

El viernes, asisto a un partido de baloncesto en el que participa mi hijo pequeño, John. Se emite el himno nacional antes de empezar, y todo el mundo se pone de pie. Por mi rostro corren lágrimas; estoy demasiado emocionada para cantar.

Es una dicha muy simple, extraordinaria, estar allí, en mi país, ver a mi hijo jugar al baloncesto con el equipo de su escuela. Ese cuerpo de adolescente, flexible, saltarín, esa mirada viva, esa pelambrera que corre tras el balón, esa risa que me dirige al lograr una canasta… Mahtob aplaude las hazañas de su hermano. Respiro América a pleno pulmón, a pleno corazón.

En medio de todas estas emociones tengo, no obstante, dificultad para adaptarme a nuestra vida anterior. Con Mahtob, John, la enfermera de papá, Joe que viene a vernos regularmente, y con todos estos proyectos, la casa está llena a reventar. Ya no tengo ni tiempo ni oportunidad de recuperar el aliento. Pero estamos de vuelta, eso es lo más importante, no lo olvido ni por un segundo.

Mahtob tenía cuatro años cuando nos fuimos… A esa edad los recuerdos son escasos. Pero el de nuestra casa de Alpena permanece en su cabecita. Alpena es su ciudad natal, al borde del lago Hurón. Alpena representa los tiempos felices, cuando Moody jugaba con ella, se bañaba con ella en verano, la hacía deslizar por la nieve en invierno. Cuando era un padre.

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