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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

No sin mi hija 2 (3 page)

BOOK: No sin mi hija 2
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Nunca más lo veré levantado.

Papá ha luchado muy duramente para permanecer con vida hasta hoy. Se ha debatido contra todos los pronósticos de los médicos. Centímetro a centímetro, el cáncer le ha corroído, pero él jamás ha abandonado la lucha. A lo largo de esta interminable prueba, ha sido el único de la familia en creer en mí, seguro de que yo encontraría una manera de escaparme con Mahtob.

Esperaba fervientemente nuestro regreso. Y yo le había decepcionado muy raras veces en todos los años de vida familiar.

Ahora me mira, y sonríe mientras murmura:

—¡Sabía que lo conseguirías! Eres muy fuerte…

Esto será lo esencial de nuestra gran conversación, reducida a una frase, o casi. Papá tiene mucha dificultad para hablar, está demasiado fatigado para expresar lo que de todas maneras yo he leído en su mirada.

Ya no siento placer en las banalidades cotidianas. Tan sólo espero la llegada de mi hijo mayor, agotada y al mismo tiempo tan enervada que comienzo frases y las dejo inconclusas. Me siento ingrávida en esta primera jornada con mi familia.

Trato de referirme un poquito a mi vida en Teherán, pero me replican amablemente: «Vamos… Fue una mala experiencia. Ahora estás en casa, intenta olvidar…»

Olvidar… Aún estoy bañada por todo aquello. Hace un momento, en la habitación, al cambiarnos de ropa, Mahtob y yo sentíamos que nos despojábamos de un disfraz. Me he puesto un vestido de
antes
, en el cual floto. Mahtob ha aprovechado unas ropas que pertenecen a sus primos. De momento nos sentimos vacías del todo y llenas de muchas cosas que nadie quiere saber. Una vocecita en mi cabeza me recuerda, como mi madre ha hecho, que ya no tengo nada… ni casa, ni dinero, ni empleo. Yo, que siempre he sido tan independiente, que quise dejar la casa para vivir y ganarme sola lo que rehusaba pedir. Yo, que quise escapar de una educación rígida, de los hábitos convencionales, de una madre demasiado estricta respecto a las amistades de su hija… Yo, que me casé a los diecinueve años para despegar, vivir, progresar en la vida… ¿habría vuelto al punto de partida?

Fue aquí, en Michigan, donde nací, a una hora de automóvil de esta casa. Soy la mayor de seis hermanos espaciados de dos en dos años; total: ocho bocas que alimentar… Papá estaba empleado en una fábrica, mamá se quedaba en casa. Entre nosotros, los hombres trabajan fuera y las mujeres aguardan su regreso al hogar. Vivíamos en una granja en el campo, y recuerdo haber tenido siempre mucho trabajo que hacer. La limpieza, la cocina, la colada y la plancha, porque yo era la mayor. Cuidar del jardín, cortar leña, caza y pesca, porque papá adoraba enseñármelo y porque yo adoraba estar con él. Ni salidas, ni amigos, ni cine, ni bailes, nada… Nada como las otras chicas; estaba prohibido.

Tras el instituto, me puse a trabajar. De anónima empleada llegué a secretaria, y luego a jefe del servicio.

A diferencia de mi familia, me gustaba lo nuevo. En la cocina hacía todo lo posible por escapar de la rutina carne-patatas-tarta casera. Me acuerdo de papá abriendo el frigorífico, al volver del trabajo, y haciendo una mueca ante los platos que yo había preparado.

Pobre papá… Era nuestro único conflicto, en aquella época, su amor por las patatas.

Lloré en mi infancia, lloré por la falta de libertad, por el ocasional autoritarismo de mi madre. Compartía mi habitación con mis tres hermanas menores. Ninguna intimidad, muchas responsabilidades, y ninguna diversión de muchacha. Cuando me casé, a los diecinueve años, fue un matrimonio de conveniencia, un matrimonio de fuga, con un muchacho al que la familia encontraba perfecto, trabajador y racional, el único que tenía permiso de frecuentar, ¡pues conocía a mis padres!

La mañana del día de la boda, sentí un pánico cerval. Yo no estaba enamorada, me gustaba mi novio, pero el amor… el amor debía de ser otra cosa. Iba a hacer una estupidez… ya no quería hacerlo, retrocedía ante la ceremonia como un caballo delante del obstáculo. Y mamá empezó a gruñir:

—Todo está listo, los invitados han llegado, la ceremonia está encargada, el pastel también… ¡No se dan escándalos así!

Entonces posé para la foto con un vestido que ya no recuerdo siquiera, y comí el pastel que mi tía había preparado, y la vida continuó.

Di a luz a dos hijos, y, para tener los medios de criarlos, tomé dos empleos. Nuestra vida de pareja se resumía al trabajo de la mañana a la noche. Aquella unión conducía inexorablemente al fracaso, y pedí el divorcio al cabo de siete años.

Yo no había hablado a nadie de mi fracaso matrimonial, ni a mis padres, ni a mis hermanos o hermanas. Nadie se había divorciado nunca en la familia. Papá me dijo:

—Si lo haces, ¡dejarás de ser mi hija!

Lo hice, no obstante, ¡y él estuvo ocho meses sin hablarme! Tuve que dar los primeros pasos, reconquistarle, pero nos queremos tanto que al final reanudamos la pesca en el río…

Más tarde, mucho después del divorcio, me sentía feliz e independiente, y dudaba en casarme con Moody, al que sin embargo quería. Siempre aquella libertad, aquella desconfianza de perderla; pero él era tan atento, tan dulce, tan tierno, y yo creí tanto en alcanzar la felicidad… Moody se mostraba muy solícito con mi padre al comienzo de su enfermedad, mis dos hijos se entendían bien con él, la llegada de su hermanita les encantó…

Y heme aquí de regreso a la casa de mis padres tras dos matrimonios fracasados. Tengo cuarenta años, pero dos hijos y una hija. Como dice papá: «Betty es fuerte, Betty va a rehacer su vida.»

Joe, finalmente… Mi hijo mayor. Mis brazos son demasiado pequeños para rodearle. ¿Era tan alto cuando me marché? Levanta a Mahtob como si fuera una muñeca, la examina, sonríe, sus azules ojos llenos de lágrimas. Siempre tranquilo, ponderado, seguro de sí mismo, muy diferente de su hermano menor, pero esta vez las palabras no le salen, sólo puede decir:

—Bien… estoy contento; estáis aquí. Estáis aquí…

La tribu, mi tribu de hijos, se ha reformado. Joe es adulto, vive su vida, tiene su trabajo, su estudio; mi hijo mayor se ha convertido en un hombre mientras yo estaba prisionera. John está también a punto de serlo, ha superado su aspecto infantil. Esos dieciocho meses lejos de ellos me han privado de muchas cosas íntimas. Ven a su padre regularmente, pero yo no estuve allí para las cosas pequeñas, los consejos de todos los días, el amor en lo cotidiano. Moody me robó eso también, casi dos años de la vida de mis hijos.

Ni Joe ni John me hacen preguntas personales. Irán es otro mundo; Moody, un extranjero; lo condenan silenciosamente, lo desprecian sin una palabra. Sólo John dice:

—Tienes que comprender, mamá, hemos sufrido por ti, aquí, al otro extremo del mundo, sin poder hacer más que esperar. Cada uno lleva su pena, mamá…

Yo no tengo derecho a invadir su vida con mi drama. Sé que comprendieron mi decisión de ir a Irán, mi temor de que Moody raptara a Mahtob, desapareciera con ella. No tenía elección. Pero sacrifiqué mucho a esta elección, y lo he pagado muy caro.

Mahtob no tiene el sueño tranquilo; se agita, se despierta, como si quisiera aún asegurarse de que no tiene nada que temer.

Esta primera noche en casa es como una pesadilla en Astado de vigilia. Cada vez que abro los ojos, cansada de no conciliar el sueño, tengo que convencerme de que estoy en mi casa, de que detrás de esa ventana, de esas cortinas familiares, está la nieve de Michigan, la tierra de Michigan, de que puedo considerarme segura. Debo convencerme de que papá está ahí arriba en su lecho de enfermo, de que Mahtob se encuentra acostada a mi lado, con sus muñecas. De que he ganado. Una victoria por encima de mis fuerzas. Una victoria que me deja anonadada. Llorar me hubiera sentado bien. Contar, decir, y volver a llorar, vaciarme por entero, liberarme de todo. Por el contrario, tengo la sensación de que llevo el peligro conmigo. Un peligro para toda la familia. Una amenaza para su seguridad. Al cerrar con llave las puertas de la casa, esta noche, mi madre parecía preocupada por la nueva situación.

¿Es eso la libertad?

Somos como dos evadidas de prisión, buscadas por un hombre enfurecido y capaz de todo.

La primera mañana desde nuestro regreso. No tengo ningún lugar a donde ir. De momento, Mahtob y yo nos instalamos en casa de mis padres. Y somos una nueva preocupación para ellos. Toda la familia comprende que hemos de ser protegidas. Confiados, habitantes del campo, jamás en el pasado habían soñado con echar el cerrojo a su puerta. Desde nuestra llegada, los cerrojos han sido echados. El rifle de papá está siempre cargado, y todos están preparados para utilizarlo en caso de necesidad. Moody conoce perfectamente la casa de mis padres, y sería el primer lugar en que nos buscaría.

Pero este día, el siguiente a nuestro reencuentro, debería ser ante todo una pequeña fiesta: el cumpleaños de Joe —sus veinte años— será este sábado. Pero ¡ay!, mientras mamá y yo preparamos un pastel de cumpleaños, papá sufre un agravamiento, y hemos de llamar al médico de cabecera, y luego a la ambulancia, para conducirle al hospital. Tiene trastornos respiratorios.

Quiera Dios, y se lo pido en el pasillo de las urgencias, quiera Dios que no muera, al menos no tan de prisa, de esta manera. Es demasiado, demasiado injusto. Quiero a mi padre, tengo necesidad de él, y él de mí. Haber hecho todo ese viaje angustioso, y verle morir tan de prisa…

El médico acaba de decir:

—No me gusta; es ya un milagro que se haya mantenido tanto tiempo…

«Un milagro, por favor, Dios mío, haz un milagro…»

E inmediatamente me reprocho el egoísmo de esta plegaria. En Irán recé innumerables veces para que mi padre sobreviviera, para volver a verle. Mis plegarias fueron escuchadas. Dios me ha concedido ya más de lo que había pedido.

No podemos hacer otra cosa que esperar y rezar para que supere esta nueva fase crítica.

En cuanto a mí, tengo que concretar. Ante todo, llamar a Teresa Hobgood, la funcionaria del Departamento de Es-lado que se hizo cargo de nuestro caso desde Washington y trató con la embajada de Suiza en Teherán. Gracias a rila, mis padres tuvieron noticias regulares; gracias a ella, no estuve totalmente aislada de mi familia.

Luego, debo ocuparme de saldar mi deuda con Amahl, nuestro salvador. Con mi cuenta bancaria vacía, ignoro romo podré hacerlo. Pero ya encontraré la manera. La seguridad de Mahtob es asimismo esencial. ¿Cómo garantizarla?

La voz de Teresa resuena claramente en mis oídos. Esta mujer fue mi única protección a miles de kilómetros, en Es-lados Unidos, y jamás la he visto. Me embrollo en una parle de agradecimientos que ella interrumpe amablemente:

—¿Qué va a hacer ahora, Betty?

—Pienso esconderme, adoptar otro nombre y vivir en otra parte con Mahtob. Con mis padres será demasiado peligroso; él conoce la casa.

—Puede hacerlo, desde luego, pero legalmente no sirve de nada. Es ilegal cambiar el nombre de una hija sin el permiso del padre antes de que ella cumpla los dieciocho años. ¡Y atención!, si decide usted vivir en la clandestinidad, será preciso realmente que se instale lejos de aquí, lo cual quiere decir que deberá cortar todos los vínculos con su familia y sus amigos. No podrá siquiera tener contacto con sus hijos.

En resumidas cuentas, ¿por qué me fui de Irán? Bien podía haberme quedado allí… soportar las humillaciones, las incursiones aéreas, dejar que Mahtob creciera en una sociedad que también haría de ella una mujer prisionera.

—Si lo entiendo bien, Moody nos encerró en Irán, ¡y sigue haciéndolo aquí, a distancia! ¿Qué puedo hacer? No voy a permitir que se convierta en nuestro carcelero incluso en América.

—La vida clandestina es una elección muy difícil, Betty, hay que reflexionar sobre ello, La mayoría de las veces no funciona, ¡y es preciso asumir que se prolongará por muchos años!

—Pero ¿acaso el gobierno no puede hacer nada por mí? Si Moody vuelve, ¿puede coger nuevamente a Mahtob? ¿Cómo puedo obtener el divorcio?

—Hay un problema… Su demanda de divorcio deberá ser efectuada en el estado en que usted resida. Luego los papeles serán enviados a Irán, y Moody sabrá entonces dónde se halla usted… Quizás no es éste el momento adecuado. Tanto más cuanto que tenemos problemas allí. Aparentemente, Moody piensa que usted ha recibido protecciones en Irán; se habla de arrestos… al parecer, cree que encontró usted refugio en su país en casa de unos americanos… ¿no la ha llamado desde entonces?

—¡Oh, no! Ni hablar. Me amenazó, Teresa, dijo que me mataría… Necesitamos protección. ¡Es capaz de venir hasta aquí!

—No pierda los nervios. Probablemente podemos vigilar sus desplazamientos, y la tendríamos a usted al corriente…

Libre, pero todavía enjaulada. La idea de que Moody sigue teniendo derechos sobre nosotras me enfurece. ¿El derecho de ser un marido? ¿Un padre? Es monstruoso.

Teresa me aconseja que me ponga en contacto con el FBI y con la oficina del
sheriff
para saber cómo enfocan nuestra protección. Tengo derecho a dos respuestas iguales. Por lo que atañe al FBI:

—En este caso, señora, sólo podemos actuar si ocurre algo.

En el caso del
sheriff
:

—Quizás le parezca duro e insensible, pero no podemos hacer nada antes de que se cometa un delito.

Dicho de otro modo, apáñeselas usted, señora. Si su marido surge un día y rapta a su hija, tendremos quizás la suerte de pillarle en la frontera, pero no confiemos demasiado en ello.

El resultado es que en casa todos tenemos los nervios a flor de piel, nos sobresaltamos al menor ruido sospechoso, y espiamos a todos los coches que pasan por la calle. ¡Y sólo llevo aquí dos días! En cuanto suena el teléfono, si nadie habla al otro extremo, mamá imagina en seguida lo peor. Por lo demás, ni Mahtob ni yo somos nunca las primeras en responder, por si fuera Moody el que llama.

Yo ignoraba que el hecho de casarme con Moody, incluso en mi propio país, había hecho de mí una ciudadana iraní. No me enteré de ello hasta que me informaron en la embajada de Suiza en Teherán, al descubrir que no podían en absoluto ofrecerme derecho de asilo. Así, me encontraba convertida en una ciudadana iraní huida, que ha raptado una hija a su padre. Todavía casada, todavía en peligro.

Una no se lleva sus derechos consigo, en una maleta, para presentarlos allí donde va. E incluso en el propio país nada resulta sencillo. ¿Entonces? ¿Cambiar de nombre? ¿Encontrar empleo bajo un nombre falso, hacerse pagar en efectivo, pues está fuera de cuestión el abrir una cuenta bancaria clandestina? ¿Llevar una vida de mujer acorralada?

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