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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (11 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—Creo que hoy mismo podré decirles algo. Deseo hablar con su tío, y con su tía, si es posible. ¿Puedo ir a última hora de la tarde?

—Sí, sí —respondió el hombre, con vehemencia—. Comisario, ¿hay alguna posibilidad de que no sea Roberto?

Tal posibilidad, si en algún momento existió, parecía más remota con cada dato que surgía.

—No parece probable, pero quizá prefiera usted esperar a que yo hable con el dentista antes de decir algo a su tío.

—No sé cómo voy a decírselo a mi tío —dijo Lorenzoni—. Y a mi tía, mi tía…

Lo que dijera el dentista sólo confirmaría lo que Brunetti intuía. Decidió hablar con los Lorenzoni, con todos ellos, y hablar pronto.

—Si quiere, ya hablaré yo con ellos.

—Sí, creo que será preferible. Pero, ¿y si el dentista dice que no es Roberto?

—En tal caso, yo le llamaría. ¿A ese número?

—No; le daré el del móvil.

—Estaré ahí a las siete —dijo Brunetti, después de anotar el número, omitiendo deliberadamente toda alusión a lo que haría si los datos dentales no coincidían.

—De acuerdo, a las siete —dijo Lorenzoni, y colgó sin preocuparse de dar la dirección ni instrucciones de cómo llegar al
palazzo.
Porque, sin duda, en Venecia, con semejante apellido no hacían falta más explicaciones.

Brunetti llamó inmediatamente a Vianello y le pidió que subiera a recoger las radiografías. Cuando el sargento entró en su despacho, Brunetti le dijo dónde estaba la consulta del doctor Urbani y le pidió que, cuando tuviera los datos, se los comunicara por teléfono desde allí.

¿Qué sientes cuando te secuestran a un hijo? ¿Y si la víctima hubiera sido Raffi, su chico? Sólo de pensarlo, a Brunetti se le revolvía el estómago, de angustia y de pavor. Recordó la serie de secuestros que se habían producido en el Véneto durante la década de 1980 y el negocio que habían generado para las empresas de seguridad privada. La banda había sido desarticulada hacía varios años y los jefes, sentenciados a cadena perpetua. Con una punzada de remordimiento, Brunetti se sorprendió a sí mismo pensando que éste no era castigo suficiente por lo que habían hecho, aunque el tema de la pena capital era tan explosivo dentro de su propia familia que no se atrevió a sacar la conclusión lógica de tal pensamiento.

Necesitaba ver la tapia, ver lo fácil que podía ser trepar por ella, o de qué otra manera habían podido poner la piedra detrás de la verja. Tendría que hablar con la policía de Belluno para informarse sobre secuestros en la región. Siempre le había parecido aquélla la zona con menos delincuencia del país, pero tal vez fuera ésta la Italia del recuerdo. Ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que los Lorenzoni, si habían conseguido reunir dinero suficiente para pagar el rescate, pudieran estar dispuestos a reconocerlo. Y, en tal caso, ¿cómo lo habían pagado y cuándo?

Años de experiencia le advertían que estaba dando por descontada la muerte del muchacho antes de tener una prueba concluyente; pero la misma experiencia le decía también que, en este caso, la prueba concluyente no era necesaria. Bastaba la intuición.

Su pensamiento derivó hacia su conversación con el conde Orazio y su propia resistencia a aceptar la intuición de su suegro. Alguna que otra vez, Paola había dicho que se sentía vieja y que ya había dejado atrás lo mejor de su vida, pero Brunetti siempre había conseguido quitarle estas ideas de la cabeza. Él nada sabía de la menopausia, la sola palabra lo violentaba; pero, ¿podía aquello ser el anuncio de su llegada? ¿No tenía sofocos? ¿Antojos de platos raros?

Descubrió entonces que deseaba que fuera algo así, algo físico y, por consiguiente, ajeno a él, que él nada pudiera hacer por remediarlo. Cuando era niño, el sacerdote que daba clase de religión le había dicho que, antes de la confesión, había que hacer examen de conciencia. Que había pecados de obra y pecados de omisión, pero ya entonces a Brunetti le era difícil distinguir unos de otros. Ahora que era hombre, la distinción le parecía aún más complicada.

Casi sin darse cuenta, se puso a pensar en regalarle flores, llevarla a cenar, preguntarle por su trabajo. Pero ya mientras lo pensaba advertía que semejantes gestos no podían menos que resultar forzados, incluso para él. Si supiera la causa de su infelicidad, quizá tuviera una idea de lo que podía hacer.

La causa no estaba en casa, donde Paola mostraba el genio vivo y volátil de siempre. ¿En el trabajo entonces? Por lo que Paola decía desde hacía años, él no imaginaba que pudiera existir una persona inteligente a la que la bizantina política de la universidad no llevara a la desesperación. De todos modos, generalmente, eran situaciones que la sacaban de sus casillas, pero nadie aceptaba una batalla con más arrojo y alegría que Paola. Y el conde decía que no era feliz.

Pensando en la felicidad de Paola, Brunetti se puso a pensar en la suya propia, y descubrió con sorpresa que hasta entonces nunca se le había ocurrido plantearse si era feliz o no. Enamorado de su mujer, orgulloso de sus hijos, competente en el trabajo, ¿por qué preocuparse por la felicidad? ¿Y en qué, si no, en esta ausencia de preocupación podía consistir la felicidad? Brunetti se encontraba a diario con personas que pensaban que no eran felices y que creían que cometer un delito —robo, asesinato, estafa, chantaje, incluso secuestro— era la fórmula mágica para transformar su supuesto infortunio en el más apetecible de los estados: la felicidad. Con frecuencia, Brunetti se había visto obligado a contemplar las consecuencias de tales crímenes, y lo que veía era la destrucción de toda posible felicidad.

Paola se lamentaba a menudo de que en la universidad nadie la escuchaba, más aún, de que casi nadie se molestaba en escuchar lo que decían los demás, pero Brunetti nunca se había incluido a sí mismo en la denuncia. Ahora bien, ¿la escuchaba él? Cuando ella despotricaba sobre el deterioro de la calidad de sus estudiantes y la conducta interesada de sus colegas, ¿le prestaba él atención suficiente? No bien se lo hubo preguntado, se coló en su mente este pensamiento: ¿lo escuchaba ella cuando él se quejaba de Patta o de las diversas formas de incompetencia con las que tenía que bregar en su vida diaria? Y sin duda las consecuencias de lo que exponía él eran mucho más graves que las derivadas del hecho de que un estudiante no recordara quién había escrito
Los novios
o ignorara quién era Aristóteles.

Bruscamente irritado por la futilidad de estas cavilaciones, se levantó y se acercó a la ventana. La lancha de Bonsuan estaba otra vez en su amarre, pero no se veía al piloto. Brunetti sabía que su negativa de recomendar al teniente Scarpa para un ascenso la pagaría Bonsuan con el suyo, pero la casi certeza de que el teniente había traicionado a una testigo provocando con ello su muerte, hacía que a Brunetti le resultara difícil estar con él en una misma habitación, e imposible hacer constar por escrito que aprobaba su conducta. Lamentaba que su desprecio por Scarpa tuviera que costar a Bonsuan su ascenso, pero Brunetti no veía la manera de evitarlo.

Volvió a su mente el pensamiento sobre Paola, pero lo ahuyentó y se volvió de espaldas a la ventana. Bajó al despacho de la
signorina
Elettra.


Signorina
—dijo al entrar—, creo que ha llegado el momento de echar otra mirada al caso Lorenzoni.

—¿Entonces era el chico? —preguntó ella levantando la mirada del teclado.

—Creo que sí, pero estoy esperando que Vianello me lo confirme por teléfono. Ha ido a cotejar las radiografías dentales.

—Pobre madre —dijo Elettra, y agregó—: Me pregunto si será religiosa.

—¿Por qué?

—Eso ayuda a las personas cuando les pasa algo terrible, cuando alguien se les muere.

—¿Lo es usted?


Per carita
—dijo ella rechazando la idea con las dos manos—. La última vez que estuve en la iglesia fue el día de mi confirmación. Mis padres se hubieran llevado un disgusto si me hubiera negado, y lo mismo les ocurría a las otras chicas, pero, desde entonces, ni acercarme.

—¿Por qué ha dicho entonces que ayuda a la gente?

—Porque es la verdad —dijo ella llanamente—. El que yo no crea no significa que la fe no pueda ayudar a otras personas. Sería una estúpida si lo negara.

Y la
signorina
Elettra no era una estúpida, a Brunetti le constaba.

—¿Qué hay de los Lorenzoni? —preguntó Brunetti y, adelantándose a su respuesta, puntualizó—: No me refiero a sus ideas religiosas. Me interesa saber de ellos todo lo que pueda: su vida familiar, sus empresas, sus residencias, quiénes son sus amigos, el nombre de su abogado…

—Yo diría que muchas de esas cosas estarán en
Il
Gazzettino
—dijo ella—. Veré qué encuentro en el archivo.

—¿Puede averiguarlo, digamos, sin dejar huella? —preguntó él, aunque no hubiera podido decir por qué deseaba que no trascendiera su interés por la familia.

—Menos de la que dejarían los bigotes de un gato —dijo la joven con lo que parecía auténtico placer, u orgullo profesional. Señaló con el mentón el teclado del ordenador.

—¿Con eso? —preguntó Brunetti.

—De aquí salen muchas cosas —sonrió la
signorina
Elettra.

—¿Por ejemplo?

—Si alguno de ellos ha tenido alguna vez problemas con nosotros —respondió ella, y a Brunetti le hubiera gustado saber si se había dado cuenta de la espontaneidad con que había pronunciado el pronombre.

—Claro —convino Brunetti—. No se me había ocurrido.

—¿Porque tiene título nobiliario? —preguntó ella enarcando una ceja y torciendo la sonrisa hacia el otro lado.

Brunetti, reconociendo lo válido de la pregunta, meneó la cabeza en muda negación.

—No recuerdo haber oído relacionar su nombre con ningún incidente. Es decir, aparte el secuestro. ¿Sabe usted algo de ellos?

—Sé que Maurizio tiene un genio que ha sido problemático para más de uno.

—¿Qué quiere decir?

—Que cuando se le contraría puede ser muy desagradable.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé del mismo modo en que sé muchas cosas acerca de la constitución física de ciertas personas de la ciudad.

—¿Barbara?

—Sí. Aunque no porque ella lo haya tratado profesionalmente; de ser así, no me hubiera dicho nada. Estábamos cenando con otro médico, el que la sustituye durante las vacaciones, cuando él dijo que a una paciente suya Maurizio Lorenzoni le había fracturado una mano.

—¿Que le rompió una mano? ¿Cómo?

—Con la puerta del coche.

Brunetti alzó las cejas.

—Ahora veo lo que ha querido decir con «desagradable».

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; no fue tan brutal como parece. Hasta la misma chica dijo que no lo había hecho adrede. Habían discutido. Al parecer, habían ido a cenar a tierra firme y él la invitó a ir a la villa, la misma en la que secuestraron al otro chico. Ella se negó y le pidió que la acompañara a Venecia. Él se enfadó, pero al fin la trajo. Cuando llegaron al aparcamiento de Piazzale Roma, él encontró su sitio ocupado por otro coche y tuvo que aparcar al lado de la pared, por lo que ella tenía que apearse por el lado del conductor. Y él, sin darse cuenta, cerró de golpe la puerta en el momento en que ella se agarraba al marco para ayudarse a salir del coche.

—¿Estaba segura de que él no la había visto?

—Sí. Cuando él la oyó gritar y vio lo que había hecho, se quedó aterrado, casi lloraba de la impresión. Por lo menos, eso dijo ella al amigo de Barbara. Él la bajó, llamó una lancha taxi y la llevó al
pronto soccorso
del hospital civil. Al día siguiente, la acompañó a un especialista de Udine que le redujo la fractura.

—¿Por qué fue al otro médico?

—Por una infección de la piel que tenía debajo de la escayola. Él, naturalmente, le preguntó cómo se había roto la mano.

—¿Y ella le contó eso?

—Es lo que dijo él. Al parecer, la creyó.

—¿Demandó ella a Maurizio por daños y perjuicios?

—Que yo sepa, no.

—¿Sabe cómo se llama esa chica?

—No; pero puedo preguntárselo al amigo de Barbara.

—Se lo agradeceré —dijo Brunetti—. Y vea qué más puede averiguar de cada uno de ellos.

—¿Sólo asuntos criminales, comisario?

El primer impulso de Brunetti fue el de asentir, pero, al pensar en la aparente ambigüedad de Maurizio, que se enfurecía cuando una mujer rehusaba su invitación y luego casi se echaba a llorar al verle la mano rota, sintió curiosidad por descubrir qué otras contradicciones podían anidar en la familia Lorenzoni.

—No; todo lo que podamos descubrir. En cualquier aspecto.

—Está bien,
dottore
—dijo ella, haciendo girar la silla para situar las manos encima del teclado—. Empezaré por la Interpol y luego veré qué hay en
Il
Gazzettino.

Brunetti movió la cabeza hacia el ordenador.

—¿De verdad puede encontrarlo ahí antes que por teléfono?

Ella lo miró con paciencia infinita, como lo miraba la maestra del instituto después de cada experimento de química fallido.

—Hoy en día, los únicos que me llaman por teléfono son los que dicen guarradas.

—¿Y todos los demás usan eso? —dijo Brunetti, señalando la cajita que ella tenía encima de la mesa.

—Se llama módem, comisario.

—Ah, sí, ya recuerdo. Bien, vea qué puede decirle acerca de los Lorenzoni.

Antes de que la
signorina
Elettra, otra vez estupefacta por su ignorancia, pudiera empezar a explicarle qué era exactamente un módem y cómo funcionaba, Brunetti dio media vuelta y salió del despacho. Ninguno de los dos consideró su precipitada marcha como una oportunidad perdida para el avance de la informática.

Capítulo 11

Estaba sonando el teléfono cuando Brunetti entró en su despacho, y lo cruzó corriendo para contestar. Antes de que pudiera dar su nombre, Vianello dijo:

—Es Lorenzoni.

—¿Las radiografías coinciden?

—Perfectamente.

A pesar de que Brunetti ya lo esperaba, insensiblemente, tuvo que hacer cierto reajuste mental para asumir la certeza. Una cosa era decir a una persona que probablemente se había encontrado el cadáver de su primo, y otra muy distinta comunicar a unos padres que su único hijo había muerto.


Gesù, pietá
—murmuró y, en voz alta, preguntó a Vianello—: ¿El dentista ha dicho algo sobre el muchacho?

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