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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (15 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Bocchese está dentro?

—No, señor. Hoy presta declaración.

—¿Qué caso?

—El robo Brandolini.

Ninguno de los dos se molestó en menear la cabeza siquiera por la circunstancia de que este robo, cometido hacía cuatro años, cuyo autor había sido arrestado dos días después, no fuera juzgado hasta ahora.

—Ayer le pregunté si podríamos usar el laboratorio para ver la cinta y dijo que no había inconveniente —explicó ella.

Brunetti abrió y sostuvo la puerta. La
signorina
Elettra se acercó al aparato de vídeo y lo conectó como si estuviera en su casa. Él introdujo la casete. Al cabo de unos instantes, la pantalla se iluminó, apareció el logo de la RAI con la carta de ajuste seguidos de la fecha y unas líneas de lo que Brunetti supuso sería información técnica.

—¿Tenemos que devolverla? —preguntó, apartándose de la pantalla y sentándose en una de las sillas plegables situadas frente a ella.

La
signorina
Elettra se sentó a su lado.

—No; me ha dicho Cesare que es una copia. Pero preferiría que nadie se enterara de que me la ha enviado él.

La respuesta de Brunetti quedó interrumpida por la voz del presentador, que daba la entonces reciente noticia del secuestro y decía a los espectadores que la RAI iba a emitir en exclusiva un mensaje del conde Ludovico Lorenzoni, padre de la víctima. Mientras la pantalla mostraba las consabidas vistas turísticas de Venecia, el presentador explicaba que el mensaje del conde había sido grabado aquella tarde y que la RAI lo emitía en exclusiva, con la esperanza de que los secuestradores atendieran el llamamiento de un padre afligido. Entonces, con la imagen de la fachada de San Marcos enfocada desde abajo, el presentador pasó la conexión al equipo de la RAI en Venecia.

Un hombre con traje oscuro y expresión grave estaba en el amplio vestíbulo del palacio Lorenzoni que Brunetti ya conocía. Detrás de él se veían las puertas del estudio en el que el comisario había hablado con la familia. El hombre hizo un resumen de lo que había dicho su compañero, dio media vuelta e hizo girar el picaporte. La puerta se abrió, permitiendo a la cámara, primero, enfocar y, después, acercarse al conde Ludovico, que estaba sentado detrás de un escritorio que Brunetti no recordaba haber visto en la habitación.

Al principio, el conde se miraba las manos, pero, mientras la cámara se acercaba, levantó la cara y miró directamente al objetivo. Transcurrieron unos segundos, la cámara, al llegar a la distancia justa, se detuvo, y el conde empezó a hablar.

—Dirijo mis palabras a las personas responsables de la desaparición de mi hijo Roberto, y les pido que me escuchen con atención y caridad. Estoy dispuesto a pagar cualquier cantidad por el regreso de mi hijo, pero las agencias del Estado me lo impiden. No tengo acceso a mis bienes ni posibilidad de reunir la suma exigida, ni en Italia ni en el extranjero. Si pudiera, juro por mi honor que lo haría, y juro también que daría con gusto esta cantidad, cualquier cantidad, por el regreso de mi hijo.

Aquí el conde hizo una pausa y se miró las manos. Al cabo de un momento, sus ojos volvieron a la cámara.

—Pido a esas personas que tengan compasión de mí y de mi esposa, que se une a mí en mis súplicas. Apelando a sus sentimientos de humanidad, les ruego que liberen a mi hijo. Si lo desean, con gusto ocuparé yo su lugar, Bastará con que me comuniquen qué quieren que haga, y lo haré. Dicen que se pondrán en contacto conmigo a través de un amigo mío cuyo nombre no han dado. Lo único que tienen que hacer es dar instrucciones a esta persona. Haré con gusto lo que quieran que haga, si ello me asegura el regreso de mi querido hijo.

Al llegar a este punto, el conde se detuvo, pero sólo un momento.

—Apelo a su compasión y les ruego que se apiaden de mí esposa y de mí. —El conde calló, pero la cámara siguió enfocándole la cara, hasta que él lanzó una rápida mirada hacia la izquierda y luego volvió a mirar al objetivo.

La pantalla se oscureció gradualmente y, al cabo de un momento, reapareció el presentador del estudio. Recordó a los espectadores que ésta era una exclusiva de la RAI y agregó que si alguien tenía información sobre Roberto Lorenzoni podía llamar al número que se indicaba al pie de la pantalla. Seguramente, por tratarse de una copia de archivo y no de la cinta que se pasó en los estudios de la RAI, no apareció número alguno.

La pantalla se oscureció.

Brunetti se levantó y bajó el volumen, dejando encendido el televisor. Pulsó la tecla «rewind» y esperó hasta que la cinta dejó de zumbar. Cuando oyó el chasquido de paro, miró a la
signorina
Elettra.

—¿Qué le parece?

—Que yo tenía razón en lo del maquillaje.

—Sí —convino Brunetti—. ¿Algo más?

—¿El lenguaje? —apuntó ella.

Brunetti asintió.

—¿Quiere decir que no les habla directamente, que no dice «vosotros» sino «ellos»?

—Sí. Parece extraño. Pero quizá se deba a que le resultaba difícil hablarles, después de lo que habían hecho a su hijo.

—Es posible —admitió Brunetti, tratando de imaginar cómo reaccionaría un padre a lo que era para él sin duda alguna el mayor de los horrores.

El comisario alargó la mano y pulsó de nuevo la tecla «play». La cinta volvió a empezar, ahora sin sonido.

Miró a la
signorina
Elettra, que enarcó las cejas.

—En los aviones, nunca me pongo los auriculares —explicó—. En las películas puedes descubrir muchas cosas cuando no te distrae el sonido.

Ella asintió y juntos vieron otra vez la cinta. Ahora observaron cómo los ojos del presentador se movían al leer el texto que debía de tener a la izquierda de la cámara. El que estaba en la puerta del estudio del conde, parecía haberse aprendido de memoria el texto, pero la seriedad de su cara era forzada, impuesta.

Si Brunetti esperaba que, sin la voz, se apreciara más claramente nerviosismo o cólera en el conde, tuvo que desengañarse. Visto en silencio, parecía vacío de toda emoción. Cuando se miró las manos, el observador hubiera dudado de que pudiera tener ánimo para volver a levantar la cara, y cuando sus ojos se desviaron aquel fugaz instante hacia un lado de la cámara, el gesto no denotaba la menor curiosidad ni impaciencia.

Cuando la pantalla volvió a oscurecerse, la
signorina
Elettra dijo:

—Pobre hombre, y encima haber tenido que aguantar que lo maquillaran. —Meneó la cabeza con los ojos cerrados, como si, al entrar en una habitación, hubiera presenciado un acto indecente.

Brunetti volvió a oprimir la tecla «rewind» y la cinta se rebobinó hasta el principio. Pulsó luego «reject» y el aparato escupió la casete, que el comisario introdujo en su estuche y se guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Esa gente se merece un buen escarmiento —dijo ella con repentina ferocidad.

—¿Pena de muerte? —preguntó Brunetti agachándose para desconectar el televisor y el vídeo.

Ella movió la cabeza negativamente.

—Eso no. Por cruel que sea el criminal, por horribles que sean sus atrocidades, no podemos dar ese poder a los gobiernos.

—¿Porque no son de fiar? —preguntó Brunetti.

—¿Se fía usted del nuestro?

Brunetti denegó con un gesto.

—¿Puede darme el nombre de un gobierno que le inspire confianza?

—¿Para decidir si un ciudadano debe morir? —Él volvió a mover la cabeza, y preguntó—: Pero, ¿cómo castigar a la gente que hace cosas así?

—No lo sé. Quiero que desaparezcan, quiero que mueran; sería hipócrita si lo negara. Pero es una potestad muy peligrosa para dársela a… a cualquiera.

Brunetti se acordó de algo que había dicho Paola, ya no recordaba en relación con qué. Siempre que una persona se propone argumentar deslealmente, dijo, ponen un ejemplo concreto tan abrumador que hace imposible toda discrepancia. Pero por apabullantes que fueran los casos específicos, dijo ella, la ley se fundaba y configuraba en principios y términos universales. Los casos individuales sólo se representaban a sí mismos, nada más. Brunetti, que tantas veces había visto el horror del delito concreto e individual, comprendía el impulso de exigir leyes nuevas y más severas. Porque era policía, sabía que el rigor de la ley solía recaer en los débiles y los pobres, y sabía también que la severidad de la ley no era salvaguardia contra el crimen. Él sabía estas cosas en su calidad de policía, pero en la de hombre y de padre, seguía deseando que la gente que había acabado con la vida de este muchacho fuera juzgada y pagara lo que había hecho.

Brunetti y la
signorina
Elettra cruzaron el laboratorio, él abrió la puerta y ambos volvieron a sus puestos de trabajo y al mundo en el que el crimen era algo que había que combatir, y no un tema de especulación filosófica.

Capítulo 16

El sentido común le decía a Brunetti que sería un despropósito esperar que la familia Lorenzoni hablara con él antes de que el muchacho hubiera sido enterrado, pero fue la conmiseración lo que le hizo abstenerse de solicitar la entrevista. Decían los diarios que el funeral se celebraría el lunes, en la iglesia de San Salvador. Brunetti esperaba haber obtenido para entonces bastante información acerca de Roberto.

Cuando llegó a su despacho, llamó a la consulta del doctor Urbani y preguntó a la secretaria si tenía en el archivo el nombre del médico personal de Roberto. La mujer tardó varios minutos en averiguarlo, pero el dato figuraba en la ficha que se había abierto a Roberto en su primera visita a la consulta del doctor Urbani hacía diez años.

Era el doctor Luciano De Cal, un apellido vagamente familiar para Brunetti, que había ido al colegio con un De Cal, pero aquél se llamaba Franco y ahora era joyero. El médico, cuando Brunetti le expuso el motivo de su llamada, dijo que, en efecto, Roberto había sido paciente suyo durante casi toda su vida, desde que el anterior médico de la familia Lorenzoni se había retirado.

Cuando Brunetti empezó a preguntar por el estado de salud de Roberto durante los meses que precedieron a su desaparición, el doctor De Cal le pidió que le excusara un momento y fue en busca de la ficha del joven. Había venido unas dos semanas antes de su desaparición, dijo el doctor De Cal, quejándose de somnolencia y persistentes dolores abdominales. En un principio, el médico creyó que podía ser un cólico, afección a la que Roberto era propenso, especialmente durante las primeras semanas de frío. Pero no había respondido al tratamiento, y el doctor De Cal le sugirió que consultara a un internista.

—¿Y lo hizo?

—No lo sé.

—¿Cómo es eso?

—Poco después de enviarlo al doctor Montini, me fui de vacaciones a Tailandia y cuando regresé ya había sido secuestrado.

—¿Tuvo ocasión de hablar de él con ese doctor Montini?

—¿De Roberto?

—Sí.

—No; nunca. No es una persona a la que trate socialmente, es sólo un colega.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Puede darme su número?

De Cal dejó el teléfono y volvió con el número.

—Es de Padua —explicó antes de darlo a Brunetti.

El comisario le dio las gracias y preguntó:

—¿Pensó que podía ser cólico,
dottore
?

Brunetti oyó un roce de papel.

—Sí, podía ser. —Nuevamente, recorrió la línea un susurro de hojas de papel—. Aquí tengo anotado que vino a verme tres veces en un período de dos semanas. Fue el diez, el diecinueve y el veintitrés de septiembre.

Por lo tanto, la última visita debió de ser cinco días antes del secuestro.

—¿Cómo estaba?

—Aquí anoté que parecía irritado y nervioso, pero en realidad no tengo un recuerdo claro.

—¿Qué clase de chico le parecía, doctor? —preguntó Brunetti bruscamente.

De Cal respondió al cabo de un momento.

—Imagino que bastante típico.

—¿De qué?

—De esa clase de familia, de esa esfera social.

Entonces Brunetti recordó que Franco, su compañero de clase, era un comunista acérrimo. A menudo, estas ideas afectan a toda la familia, por lo que preguntó al médico:

—¿Se refiere a los ricos y ociosos?

De Cal tuvo a bien reírse por el tono de Brunetti.

—Supongo que sí. Pobre chico. No había maldad en él. Yo lo visitaba desde que él tenía diez años, por lo que poco era lo que no supiera de Roberto.

—¿Por ejemplo?

—Pues que muy brillante no era. Creo que para su padre fue una decepción.

A Brunetti le pareció que la frase había quedado sin terminar, y aventuró:

—¿Que no fuera como su primo?

—¿Maurizio?

—Sí.

—¿Lo conoce? —preguntó De Cal.

—Lo vi una vez.

—¿Y qué le pareció.

—Que de él no puede decirse que no sea brillante.

De Cal se echó a reír y Brunetti se sonrió de esta reacción.

—¿También es paciente suyo, doctor?

—No; sólo Roberto. En realidad, yo soy pediatra, pero Roberto siguió consultándome de mayor, y yo no tuve valor para indicarle que cambiara de médico.

—Hasta que le recomendó al doctor Montini —le recordó Brunetti.

—Sí. Porque lo que tenía no era cólico, desde luego. Pensé que podía tratarse de la enfermedad de Crohn… Hasta lo anoté en la ficha. Por eso lo envié a Montini. Es uno de los mejores de por aquí para el Crohn.

Brunetti había oído hablar de la enfermedad, pero no recordaba cómo se manifestaba.

—¿Cuáles son los síntomas? —preguntó.

—Para empezar, dolor abdominal. Luego diarrea y deposiciones sanguinolentas. Es muy dolorosa. Y grave. Él tenía todos los síntomas.

—¿Y se confirmó su diagnóstico?

—Ya se lo he dicho, comisario. Lo envié a Montini y cuando regresé de vacaciones ya lo habían secuestrado, por lo que no seguí el caso. Podría preguntárselo a Montini.

—Así lo haré,
dottore
—dijo Brunetti, y se despidió cortésmente del médico.

Brunetti marcó inmediatamente el número de Padua. El doctor Montini estaba pasando visita en el hospital y no volvería a su despacho hasta las nueve de la mañana siguiente. Brunetti dejó su nombre y los números de la
questura
y de su casa, con el ruego de que el doctor le llamara lo antes posible. En realidad, no había prisa alguna, pero Brunetti sentía una sorda impaciencia, provocada por no saber lo que estaba buscando ni lo que era importante, y le parecía que la urgencia, por lo menos, enmascararía la ignorancia.

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