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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (19 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Dónde puedo encontrar a Teresa Bonamini, por favor? —preguntó Brunetti.

La muchacha se volvió y señaló hacia el fondo de la tienda.

—En peletería —dijo, y siguió andando hacia una mujer con chaqueta de ante que la llamaba levantando la mano.

Brunetti siguió la dirección indicada y se encontró entre hileras de abrigos y chaquetas de piel, una hecatombe de fauna, cuyas ventas no parecían afectadas por el fin de la temporada de invierno. Había zorro de pelo largo, lustroso visón y una piel muy tupida que él no pudo identificar. Años atrás, una ola de conciencia social recorrió la industria de la moda italiana, y durante una temporada se recomendó a las mujeres comprar
la pelliccia ecologica,
pieles con llamativos dibujos y colores que no disimulaban su condición de sintéticas. Pero por original que fuera el diseño y alto su precio, no podían costar tanto como las pieles auténticas, por lo que no satisfacían la vanidad. Eran símbolo más de principios que de posición social y pronto pasaron de moda y fueron regaladas a las señoras de la limpieza o enviadas a las refugiadas de Bosnia. Y, lo que era peor, se convirtieron en una pesadilla ecológica: montañas de material plástico no biodegradable. Y a las tiendas había vuelto la piel auténtica.


Sì, signore?
—preguntó la vendedora acercándose a Brunetti y sacándolo de sus reflexiones sobre la vanidad de los humanos deseos. Era rubia, con ojos azules y casi tan alta como él.


¿Signorina
Bonamini?

—Sí —respondió ella, dedicando a Brunetti una atenta mirada en lugar de una sonrisa.

—Deseo hablar con usted sobre Maurizio Lorenzoni,
signorina.

Ella mudó de expresión instantáneamente. La curiosidad pasiva se trocó en irritación e incluso en alarma.

—Eso ya está arreglado. Pregunte a mi abogado.

Brunetti dio un paso atrás y sonrió con cortesía.

—Perdón,
signorina.
Debí presentarme. —Sacó la cartera del bolsillo y la levantó de modo que ella pudiera ver su foto—. Soy el comisario Guido Brunetti y deseo hablarle de Maurizio Lorenzoni. No hacen falta abogados. Sólo me gustaría hacerle unas preguntas sobre él.

—¿Qué clase de preguntas? —dijo la muchacha aún recelosa.

—Qué clase de persona es, cuál es su carácter.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Como probablemente ya sabrá, ha sido hallado el cadáver de su primo y ha vuelto a abrirse la investigación de su secuestro. Así pues, hemos de empezar de nuevo a recoger información sobre la familia.

—¿No es sobre lo de la mano?

—No,
signorina.
Estoy enterado del incidente, pero no he venido para hablarle de él.

—Yo no presenté denuncia. Fue un accidente.

—Pero tenía una mano rota, ¿no? —preguntó Brunetti, dominando el impulso de mirarle las manos, que ella tenía a los lados del cuerpo.

En respuesta a su pregunta, ella levantó la mano izquierda y la agitó delante de Brunetti, moviendo los dedos.

—Está perfectamente, ¿ve? —dijo.

—Sí, ya veo, y lo celebro —dijo Brunetti volviendo a sonreír—. Pero, ¿por qué ha hablado usted de un abogado?

—Cuando ocurrió aquello, firmé una declaración comprometiéndome a no presentar demanda contra él. Realmente, fue un accidente —agregó con vehemencia—. Yo iba a bajar del coche por su lado y él cerró la puerta sin saber que yo estaba allí.

—Si fue un accidente, ¿por qué tuvo que firmar la declaración?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Su abogado se lo aconsejó.

—¿Se hizo algún pago? —preguntó Brunetti.

Al oír esto, ella perdió su ecuanimidad.

—No fue nada ilegal —dijo con la autoridad del que lo sabe por boca de más de un abogado.

—Ya lo sé,
signorina,
era simple curiosidad. No tiene absolutamente nada que ver con lo que me gustaría saber acerca de Maurizio.

Detrás de él sonó una voz que se dirigía a la Bonamini:

—¿Tiene el zorro en talla cuarenta?

En la cara de la muchacha brotó una sonrisa.

—No, señora. Los hemos vendido todos. Pero lo tenemos en la cuarenta y cuatro.

—No, no —dijo la mujer vagamente y se alejó hacia las faldas y blusas.

—¿Conocía a su primo? —preguntó Brunetti cuando recuperó la atención de la
signorina
Bonamini.

—¿Roberto?

—Sí.

—No llegué a conocerlo, pero Maurizio me hablaba de él a veces.

—¿Qué decía? ¿Lo recuerda?

Ella reflexionó.

—No; nada en particular.

—¿Podría decirme, por lo menos, si por la forma en que Maurizio hablaba de él parecían tener una buena relación?

—Eran primos —dijo ella como si esto fuera suficiente explicación.

—Eso ya lo sé,
signorina,
pero me gustaría saber si, por algo que dijera Maurizio o por la impresión que pudiera darle, no importa cómo, tenía usted una idea de lo que Maurizio pensaba de su primo. —Aquí Brunetti introdujo otra sonrisa.

Distraídamente, la muchacha alargó la mano y enderezó una chaqueta de visón.

—Pues… —empezó, hizo una pausa y prosiguió—: Yo diría que Maurizio estaba irritado con él.

Brunetti se abstuvo de interrumpir con apremios ni preguntas.

—Una vez lo enviaron… me refiero a Roberto, a París, me parece. En cualquier caso, a una ciudad importante, donde los Lorenzoni tenían una gran operación en marcha. No llegué a saber exactamente qué había pasado, pero me parece que Roberto abrió un paquete o algo por el estilo, o leyó un contrato y luego lo comentó con alguien que no debía enterarse. Lo cierto es que la operación se anuló.

La joven miró a Brunetti y vio su gesto de decepción.

—Ya sé, ya sé que no es mucho, pero Maurizio estaba furioso. —Después de reflexionar, optó por hacer el comentario—: Y Maurizio tiene muy mal genio.

—¿Lo dice por lo de la mano? —preguntó Brunetti.

—Nada de eso —respondió ella rápidamente—. Esto fue un accidente. Él no quería hacerlo, créame; si lo hubiera hecho a propósito, yo hubiera ido al puesto de
carabinieri
a la mañana siguiente, nada más salir del hospital. —Utilizó la mano en cuestión para arreglar otra prenda de piel en la percha—. Es sólo que a veces pierde los estribos y grita. Que yo sepa, nunca ha hecho nada. Pero cuando se pone así, no se puede hablar con él; parece otra persona.

—Y ¿cómo es cuando parece él?

—Muy serio. Por eso dejé de salir con él. Siempre estaba llamando para decir que tenía que quedarse a trabajar o que teníamos que llevar a cenar a alguien del negocio. Entonces ocurrió esto —dijo agitando otra vez la mano—, y le dije que habíamos terminado.

—¿Él cómo lo tomó?

—Creo que con alivio, sobre todo cuando le dije que así y todo firmaría el papel para los abogados.

—¿Ha sabido de Maurizio desde entonces?

—No. A veces lo veo por la calle, y nos saludamos. Pero sin hablar apenas, sólo ¿cómo estás? y cosas así.

Brunetti volvió a sacar la cartera y extrajo de ella una tarjeta.

—Si recuerda algo más, ¿me llamará a la
questura?

Ella tomó la tarjeta y la guardó en el bolsillo de su jersey marrón.

—Desde luego —dijo sin entonación, y él dudó de que la tarjeta llegara a la noche.

Brunetti le tendió la mano, estrechó la de ella y se alejó hacia la escalera por entre los percheros de pieles. Mientras bajaba hacia la puerta principal, se preguntaba cuántos millones en negro habría recibido ella a cambio de su firma en un papel. Pero, como se había recordado a sí mismo en tantas ocasiones, la evasión de impuestos no era asunto suyo.

Capítulo 19

Cuando Brunetti volvió al despacho después del almuerzo, el guardia de la puerta le dijo que el
vicequestore
Patta deseaba verlo. Temiendo que este deseo fuera fruto de la actitud de la
signorina
Elettra para con el teniente Scarpa, subió inmediatamente.

Pero, si alguna queja había formulado el teniente Scarpa, no se evidenciaba, ya que la disposición de Patta parecía insólitamente afable. Al momento, Brunetti se puso en guardia.

—¿Algún progreso en el caso Lorenzoni, Brunetti? —preguntó Patta cuando el comisario hubo tomado asiento frente a la mesa del
vicequestore.

—Todavía no, señor; pero tengo varias pistas interesantes. —Con esta bien dosificada mentira, Brunetti pretendía dar a entender que la investigación avanzaba lo suficiente como para que se le mantuviera en el caso, pero no tanto como para que Patta pidiera detalles.

—Bien, bien —musitó el
vicequestore,
de lo que Brunetti dedujo que aquella mañana su superior no sentía interés alguno por los Lorenzoni, y se quedó callado, sin hacer preguntas. La experiencia le había enseñado que Patta no era partidario de brindar información espontáneamente, sino que prefería que su interlocutor se esforzara en extraérsela, y Brunetti no iba a darle ese gusto.

—Se trata del programa ese, Brunetti —dijo Patta al fin.

—¿Sí, señor? —inquirió cortésmente su subordinado.

—El que hace la RAI sobre la policía.

Brunetti recordó entonces vagamente el proyecto de un programa dedicado a la policía que debía realizarse en unos estudios cinematográficos de Padua. Hacía varias semanas que había recibido una carta en la que se le preguntaba si estaría dispuesto a colaborar en calidad de asesor, ¿o en la de comentarista? Echó la carta a la papelera y se olvidó de ella.

—¿Sí, señor? —repitió, sosteniendo el tono de cortesía.

—Le quieren a usted.

—¿Cómo?

—A usted. Quieren que sea el asesor y hacerle una entrevista acerca del funcionamiento del sistema policial.

Brunetti pensó en todo el trabajo que le aguardaba, y en la investigación Lorenzoni.

—Eso es ridículo.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —convino Patta—. Les he dicho que necesitan a alguien que tenga más experiencia, alguien con una visión más amplia del trabajo policial, que pueda verlo como un todo, no como una serie de casos y delitos aislados.

Una de las cosas de Patta que más irritaban a Brunetti era que el melodrama barato de su vida tuviera unos diálogos tan ramplones.

—¿Y qué han contestado ellos a esa sugerencia?

—Que tenían que hablar con Roma. De allí partió la idea. Han quedado en volver a llamarme mañana por la mañana. —Patta dio a la frase una inflexión que la convertía en pregunta.

—No sé quién puede haberme propuesto para este proyecto. No me gustan estas cosas, ni deseo intervenir.

—Eso mismo les he dicho yo —asintió Patta y, al observar el gesto de sorpresa de Brunetti, agregó—: Me ha parecido que no querría que algo lo distrajera del caso Lorenzoni, ahora que hemos vuelto a abrirlo.

—¿Y entonces?

—Pues entonces les he sugerido que elijan a otro.

—¿Otro con más experiencia?

—Sí.

—¿A quién? —preguntó Brunetti bruscamente.

—A mí, naturalmente —dijo Patta con voz llana y en tono discursivo, como el que enuncia el punto de ebullición del agua.

Aunque era cierto que Brunetti no deseaba intervenir en un programa de televisión, le irritaba que Patta se creyera con derecho a arrogarse la intervención.

—¿Lo hace TelePadova? —preguntó Brunetti.

—Sí. ¿Eso qué tiene que ver? —preguntó Patta. Para el
vicequestore
la televisión era la televisión, y punto.

Brunetti, dejándose llevar de la pura perversidad, contestó:

—En tal caso, quizá el programa esté dirigido a una audiencia local y deseen a alguien que hable el dialecto o que, por lo menos, tenga el acento del Véneto.

De la voz y el semblante de Patta desapareció hasta el último vestigio de cordialidad.

—No veo qué importancia pueda tener eso. El crimen es un problema nacional y hay que tratarlo a escala nacional, no fragmentado por provincias, como parece creer usted. —Entornó los ojos al preguntar—: ¿O acaso es miembro de esa Lega Nord?

Brunetti no era miembro de la Lega Nord, pero no reconocía a Patta el derecho a hacer la pregunta ni a recibir la respuesta.

—No creo que me haya llamado para hablar de política.

Patta, con el apetecible premio de una aparición en televisión danzando ante los ojos, dominó la cólera con evidente esfuerzo.

—No; si lo menciono es para señalar los peligros que entrañan esos planteamientos. —Alineó una carpeta con el borde de la mesa y preguntó en tono sereno, como si acabara de abordarse el tema—: En fin, ¿qué le parece que hagamos con la cosa esa de la televisión?

Brunetti, siempre sensible a la seducción del lenguaje, quedó encantado con el empleo por Patta del plural y también con su degradación del proyecto a «la cosa esa de la televisión». Debía de desearlo desesperadamente.

—Cuando llamen, dígales, sencillamente, que no estoy interesado.

—¿Y entonces qué? —preguntó Patta, ansioso por descubrir qué iba a pedirle Brunetti a cambio.

—Puede sugerirles lo que crea conveniente.

La expresión de Patta indicaba que no daba crédito a las palabras de Brunetti. No era ésta la primera prueba de la inestabilidad mental de su subordinado: una vez le había dicho que su esposa tenía un Canaletto colgado en la cocina; había rechazado un ascenso que comportaba trabajar directamente para el ministro del Interior en Roma, y ahora esto, la confirmación definitiva de su desequilibrio: la negativa a salir por televisión.

—Está bien, si eso es lo que desea, Brunetti, así se lo diré a esa gente. —Como era habitual en él, Patta empezó a trasladar papeles de un lado al otro del escritorio, para demostrar cómo lo agobiaba el trabajo—. Y ¿qué hay de los Lorenzoni?

—Hablé con el sobrino y con varias personas que lo conocen.

—¿Por qué? —preguntó Patta con auténtica sorpresa.

—Porque ha pasado a ser el heredero. —Brunetti no estaba seguro de que esto fuera cierto, pero, a falta de otro Lorenzoni varón, parecía lo más probable.

—¿Insinúa usted que es el responsable del asesinato de su propio primo?

—No, señor; sólo digo que es la persona a la que más beneficia la muerte de su primo y, por consiguiente, merece la pena investigarlo.

Patta no dijo nada a esto, y Brunetti se preguntó si estaría estudiando la original e inaudita teoría de que el beneficio personal puede ser móvil de un asesinato, con vistas a utilizarla en la investigación criminal.

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