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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (20 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Qué más?

—Poca cosa —respondió Brunetti—. Me gustaría hablar con varias personas más y luego otra vez con los padres.

—¿Los padres de Roberto? —preguntó Patta.

Brunetti resistió la tentación de contestar que difícilmente podría interrogar a los de Maurizio, estando el padre muerto y la madre ausente.

—Sí, señor.

—Usted tiene presente quién es él, ¿verdad? —preguntó Patta.

—¿Lorenzoni?

—El conde Lorenzoni —rectificó Patta automáticamente. Aunque el gobierno italiano había suprimido los títulos nobiliarios hacía décadas, Patta era de los que no podían dejar de sentir debilidad por la aristocracia.

Brunetti hizo caso omiso de la rectificación.

—Me gustaría volver a hablar con él. Y con su esposa.

Patta abrió la boca para protestar, pero recordando quizá a TelePadova se limitó a hacer una recomendación:

—Trátelos bien.

—Sí, señor —dijo Brunetti. Durante un momento pensó en volver a sacar el tema del ascenso de Bonsuan, pero desistió y se levantó. Patta, atento a los papeles que tenía encima de la mesa, no se dio por enterado de la marcha del comisario.

La
signorina
Elettra aún no estaba en su despacho, y Brunetti bajó a la oficina de los policías de uniforme, en busca de Vianello. Encontró al sargento en su mesa y le dijo:

—Me parece que ya es hora de que hablemos con los chicos que robaron el coche de Roberto.

Vianello sonrió señalando con la barbilla unos papeles que tenía en la mesa. Al ver la nítida tipografía de la impresora láser, Brunetti preguntó:

—¿Elettra?

—No, señor. Llamé a la muchacha que salía con él. Ella se me quejó de acoso policial y dijo que ya le había dado las direcciones a usted, pero insistí, conseguí los nombres y encontré las direcciones.

Brunetti señaló con gesto interrogativo la hoja de papel, que en nada se parecía a los informes que solía garabatear Vianello.

—La
signorina
está enseñándome a usar el ordenador —explicó el sargento sin disimular el orgullo.

Brunetti tomó el papel y lo sostuvo alargando el brazo, para leer la pequeña letra.

—Vianello, aquí hay dos nombres y direcciones. ¿Para eso necesita ordenador?

—Si se fija en las direcciones, comisario, verá que uno de ellos está en Génova, haciendo el servicio militar. Y eso ha salido del ordenador.

—Oh —dijo Brunetti acercándose el papel—. ¿Y el otro?

—El otro está aquí, en Venecia, y ya he hablado con él —afirmó Vianello, molesto.

—Buen trabajo —dijo Brunetti, la única fórmula que se le ocurrió para desagraviar a Vianello—. ¿Qué le ha dicho del coche? ¿Y de Roberto?

Vianello miró a Brunetti, aplacado.

—Lo mismo que han dicho todos. Que es un
figlio di papà
con mucho dinero y poco trabajo. Cuando le pregunté por el robo del coche, al principio lo negaba. Entonces le dije que no habría consecuencias, que sólo queríamos detalles. Y me explicó que Roberto les pidió que se lo llevaran, para llamar la atención de su padre. Bueno, eso no lo dijo Roberto; me lo ha dicho él. En realidad, parecía que el chico sentía pena por él, por Roberto.

Cuando vio que Brunetti iba a decir algo, aclaró:

—No por el hecho de que hubiera muerto, o no sólo por eso. Me ha dado la impresión de que sentía que Roberto tuviera que recurrir a estos medios para llamar la atención de su padre, que estuviera tan solo, tan perdido.

Brunetti dio un gruñido afirmativo, y Vianello prosiguió:

—Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un aparcamiento y volvieron en tren. Roberto lo pagó todo y los invitó a cenar.

—Aún eran amigos cuando él desapareció, ¿verdad?

—Parece que sí, pero éste… Niccolò Pertusi se llama, conozco a su tío, y dice que es buen chico… Bien, pues Niccolò me ha dicho que durante las últimas semanas antes de que ocurriera aquello, Roberto parecía otro. Siempre estaba cansado, se habían acabado las bromas, sólo hablaba de lo mal que se encontraba y de los médicos que lo visitaban.

—Y no tenía más que veintiún años —dijo Brunetti.

—Lo sé. Extraño, ¿verdad? Me gustaría saber si realmente estaba enfermo. —Vianello se echó a reír—. Mi tía Lucia diría que era un aviso. Sólo que ella diría —y aquí Vianello ahuecó la voz tétricamente—: «Un Aviso.»

—No —respondió Brunetti—. A mí me parece que estaba realmente enfermo.

Ninguno de los dos tuvo que decir explícitamente lo que procedía hacer ahora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se fue a su despacho, a hacer la llamada.

Como de costumbre, perdió diez minutos explicando a varias secretarias y enfermeras quién era y qué deseaba, más otros cinco que invirtió en convencer al especialista de Padua, el doctor Giovanni Montini, de que la información que solicitaba sobre Roberto Lorenzoni era necesaria. Y el tiempo que tuvo que esperar mientras el médico enviaba a una enfermera a buscar la ficha de Roberto.

Cuando el doctor Montini tuvo por fin la ficha en sus manos, dijo a Brunetti unas palabras que el comisario había oído tantas veces que ya empezaba a sentir los síntomas que describían: cansancio, dolor abdominal y malestar general.

—¿Y llegó a descubrir la causa, doctor? —preguntó Brunetti—. Al fin y al cabo, no debe de ser frecuente que una persona tan joven presente ese cuadro.

—Podía tratarse de depresión —apuntó el médico.

—Por lo que he podido averiguar, Roberto Lorenzoni no parecía un tipo depresivo —dijo Brunetti.

—Quizá no —convino el médico. Brunetti oyó ruido de papeles—. No; no tengo ni idea de lo que podía ocurrirle a ese chico —concluyó el médico—. Los análisis hubieran podido sacarnos de dudas.

—¿Análisis?

—Sí. Era un paciente particular y podía pagarlos de su bolsillo. Pedí una serie de pruebas completa.

Brunetti hubiera podido preguntar si un paciente que tuviera los mismos síntomas, pero fuera atendido por la sanidad estatal, hubiera sido analizado. Pero lo que preguntó fue:

—¿«Hubieran podido», doctor?

—Sí; no los tengo en el expediente.

—¿Por qué no?

—Como él no volvió a llamar para pedir hora, seguramente nosotros no reclamamos los resultados al laboratorio.

—¿Podrían reclamarlos ahora, doctor?

La resistencia del médico era audible.

—Eso es muy irregular.

—Pero, ¿cree que podríamos tener esos resultados, doctor?

—No veo de qué podría servir.

—Doctor, en este momento, cualquier información que podamos conseguir acerca del muchacho puede ayudarnos a descubrir a las personas que lo asesinaron. —Brunetti había podido comprobar muchas veces que, por habituadas que estuvieran las personas a la palabra «muerte», todas respondían igual a la palabra «asesinato».

Tras una larga pausa, el médico preguntó:

—¿No existe una vía oficial por la que pueda usted reclamarlos?

—La hay, pero comporta un proceso largo y complicado. Doctor, si los pidiera usted, nos ahorraría tiempo y papeleo.

—Bien, supongo que tiene razón —dijo el doctor Montini, y nuevamente era audible su resistencia.

—Muchas gracias, doctor —dijo Brunetti, y le dio el número de fax de la
questura.

El médico, al verse tan arteramente inducido a enviar el fax, se vengó con la única arma que tenía a su alcance:

—De acuerdo, pero a finales de semana —y colgó sin esperar la respuesta de Brunetti.

Capítulo 20

Recordando la exhortación de su superior de tratar bien a los Lorenzoni —ya sabría Patta qué habría querido decir con eso—, Brunetti marcó el número del móvil de Maurizio y le preguntó si podría hablar con la familia a última hora de la tarde.

—No sé si mi tía está en condiciones de ver a alguien —dijo Maurizio, con un ruido de fondo que podía ser de tráfico callejero.

—Entonces tendré que hablar con usted y con su tío —dijo Brunetti.

—Ya hemos hablado, hace dos años que hablamos con toda clase de policías, ¿y adonde nos ha llevado? —preguntó el joven. Brunetti advirtió que, si bien las palabras podían ser sarcásticas, el tono era apenado.

—Comprendo sus sentimientos —dijo Brunetti, consciente de que era mentira—, pero necesito de ustedes más información.

—¿Qué información?

—Sobre los amigos de Roberto. Sobre distintas cosas. Las empresas Lorenzoni, por ejemplo.

—¿Las empresas? —preguntó Maurizio, y esta vez tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido de fondo. Lo que dijo a continuación lo ahogó una voz de hombre que sonaba por un sistema de megafonía.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Brunetti.

—En el ochenta y dos, entrando en Rialto —contestó Maurizio, y repitió la pregunta—: ¿De las empresas?

—El secuestro pudo estar relacionado con ellas.

—Eso es absurdo —dijo Maurizio con vehemencia, y el anuncio que se repetía por el altavoz, de que Rialto era la próxima parada, volvió a tapar sus palabras.

—¿A qué hora puedo ir? —preguntó Brunetti, como si Lorenzoni no hubiera puesto inconvenientes.

Una pausa. Los dos escuchaban el altavoz, que ahora daba el anuncio en inglés. Luego, Maurizio dijo:

—A las siete —y cortó.

La idea de que los negocios Lorenzoni pudieran haber tenido algo que ver con el secuestro no tenía nada de absurda. Por el contrario, las empresas eran la fuente de la riqueza que había hecho del muchacho un objetivo. Por lo que había oído acerca de Roberto, a Brunetti le parecía poco probable que alguien quisiera secuestrarlo para gozar del placer de su compañía o del encanto de su conversación. Esta idea acudió a su mente de forma espontánea, y Brunetti se avergonzó de haberla contemplado un solo instante. Ay, Dios, si sólo tenía veintiún años, y lo habían matado de un balazo en la cabeza…

Por una curiosa asociación de ideas, Brunetti recordó entonces algo que había dicho Paola hacía años, cuando él le explicaba que Alvise, el policía más corto del cuerpo, de la noche a la mañana, había sido transformado por la fuerza del amor y no perdía ocasión de cantar las excelencias de su novia o su esposa, Brunetti ya no lo recordaba con exactitud. Él se había reído del enamoramiento de Alvise, pero Paola dijo con una voz helada: «El que unos seamos más listos que otros no significa que nuestros sentimientos tengan que ser forzosamente más nobles, Guido.»

Él, violento, trató de argumentar, pero Paola, como siempre que de una cuestión de principios se trataba, fue rigurosa e implacable. «A nosotros nos resulta más cómodo pensar que la ruindad, el odio y la cólera son más propios de categorías inferiores, como si los poseyeran por naturaleza. Y que, por consiguiente, nosotros podemos atribuirnos el amor, el gozo y todas las emociones excelsas.» Él fue a protestar, pero ella lo atajó con un ademán: «Ellos, los simples, los zafios, los primitivos, aman tanto como pueda amar cualquiera, sólo que no saben envolver sus sentimientos en bellas frases como nosotros.»

En el fondo, él comprendía que su mujer tenía razón, pero tardó varios días en reconocerlo. Ahora, al recordar aquella conversación, se decía que, por soberbio que fuera el conde y remilgada la condesa, eran unos padres a los que habían asesinado al único hijo. Ni la nobleza de la sangre ni la altivez del carácter mitigan el sufrimiento.

Brunetti llegó al
palazzo
Lorenzoni a las siete, y esta vez le abrió la puerta una criada que lo condujo a la misma sala de su primera visita, donde se encontró en compañía de las mismas personas. Sólo que ya no eran las mismas. El conde tenía la cara más enjuta, la nariz más afilada y aguileña. Maurizio había perdido todo aire de salud o, por lo menos, de juventud —si alguno tenía la última vez que lo había visto— y el traje le estaba grande.

Pero la peor era la condesa. Estaba en el mismo sillón, que parecía haber empezado a devorarla, por lo poco que abultaba su cuerpo entre las envolventes orejas. Brunetti quedó impresionado por su cara demacrada y sus manos esqueléticas que pasaban las cuentas de un rosario.

Ninguno de los tres se dio por enterado de su presencia, a pesar de que la criada lo anunció al entrar. Brunetti, súbitamente indeciso, habló dirigiéndose a un punto situado vagamente entre el conde y su sobrino:

—Me hago cargo de que esto tiene que ser muy penoso para ustedes, para todos ustedes, pero necesito saber algo más acerca de las razones por las que alguien quisiera secuestrar a Roberto y de quién pudiera ser ese alguien.

La condesa dijo algo, pero en una voz tan baja que Brunetti no la entendió. La miró, pero los ojos de ella seguían fijos en sus manos y en las cuentas que se deslizaban entre sus dedos.

—No creo que sea necesario —dijo el conde, sin esforzarse en disimular su irritación.

—Ahora que ya sabemos lo ocurrido, continuaremos con la investigación.

—¿Con qué objeto? —inquirió el conde.

—Con el de encontrar a los responsables.

—¿Y para qué servirá?

—Quizá para impedir que vuelva a suceder.

—No pueden volver a secuestrar a mi hijo. No pueden volver a asesinarlo.

Brunetti miró a la condesa, para ver si se enteraba de lo que decían, pero ella no daba señales de oírlo.

—Podríamos impedir que lo hicieran con otro, con el hijo de otro.

—Eso poco nos importa a nosotros —dijo el conde, y Brunetti lo creyó.

—¿Y que sean castigados? —sugirió Brunetti. La venganza solía ser grata a las víctimas del crimen.

El conde se encogió de hombros con displicencia y se volvió hacia su sobrino. Desde donde estaba, Brunetti no veía la cara del joven, por lo que no pudo observar lo que pasaba entre ellos, pero entonces el conde dio media vuelta y preguntó:

—¿Qué quiere saber?

—Si han tenido alguna vez tratos comerciales con… —Brunetti se interrumpió, sin saber qué eufemismo usar—. ¿Han tenido tratos con empresas o personas que luego hayan resultado estar asociadas con el crimen?

—¿Se refiere a la Mafia? —preguntó el conde.

—Sí.

—Pues ¿por qué no lo dice claramente?

Al oír el exabrupto de su tío, Maurizio dio un paso hacia él, con una mano levantada a la altura de la cintura, pero a una mirada del conde, se detuvo, bajó la mano y retrocedió.

—Bien, la Mafia —dijo Brunetti—. ¿Han tenido tratos?

—No que yo sepa —respondió el conde.

—¿Alguna de las empresas con las que ha tratado ha estado involucrada en actividades ilegales?

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