Nobleza Obliga (26 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Nobleza Obliga
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Brunetti no dudó ni un momento de que los Lorenzoni estuvieran involucrados en el transporte ilegal de material nuclear, ni que el material fuera a utilizarse en la construcción de armamento. Para fabricar aparatos de rayos X no sería, desde luego. Por otra parte, no podía creer que esto lo hubiera organizado el propio Roberto. Todo lo que había podido averiguar sobre el muchacho indicaba falta de discernimiento y de iniciativa: el cerebro de una red de tráfico de material nuclear no podía ser él.

¿Quién más idóneo para esta función que Maurizio, el sobrino brillante, el que hubiera podido ser el heredero ideal? Era un joven ambicioso, consciente de las posibilidades comerciales del nuevo milenio, de los vastos mercados y de las fuentes de aprovisionamiento del Este. El único obstáculo que le impedía llevar las empresas Lorenzoni a nuevas conquistas era el zángano de Roberto, al que, por otra parte, se podía hacer ir y venir como un perro bien amaestrado.

La única duda que tenía Brunetti era la medida en que el conde estaba involucrado en la operación. Brunetti dudaba de que semejante actividad, que podía hacer peligrar todo el imperio Lorenzoni, se hubiera realizado sin su conocimiento y aprobación. ¿Había decidido enviar a Bielorrusia a su hijo para que trajera la mortífera sustancia? ¿Quién mejor y menos sospechoso que un playboy amigo de putas que cobraban con tarjeta de crédito? Con lo que gastaba en champaña, ¿a alguien se le ocurriría ver qué llevaba en la maleta? ¿Quién registra el equipaje de un idiota?

Brunetti estaba casi seguro de que Roberto ignoraba lo que llevaba. Así se lo daba a entender la imagen que se había hecho del muchacho. Pero, ¿cómo se había producido la exposición a la mortífera emanación del material?

Brunetti trató de imaginarse a aquel muchacho al que nunca había visto, lo situó en un hotel de superlujo, después de que las putas se fueran a su casa, solo en la habitación, con la maleta que tenía que llevar a Italia. Si había fugas, no se habría enterado, no notaría más que aquellos síntomas extraños que lo habían llevado de médico en médico.

Seguramente, el chico habría hablado de ello no con su padre sino con su primo, el compañero de su infancia y adolescencia. Y Maurizio inmediatamente habría deducido lo ocurrido y reconocido en los síntomas lo que eran: la sentencia de muerte de Roberto.

Brunetti se quedó mucho rato sentado ante su escritorio, con la mirada fija en la puerta del despacho, pensando en la rectitud moral y empezando a comprender las relaciones entre la verdad y la falsedad y las consecuencias de una y otra. Lo que no comprendía aún era cómo el conde se había enterado de la operación.

Cicerón exhortaba a dominar las pasiones. Brunetti sabía que, si alguien asesinara a sangre fría a Raffi, su hijo, él no podría dominar las pasiones y sería feroz, implacable, despiadado, que el policía quedaría anulado por el padre, que perseguiría a los asesinos hasta destruirlos. Él buscaría la venganza a toda costa. Cicerón no hacía excepciones a sus reglas sobre la rectitud moral, pero sin duda un crimen semejante tenía que liberar a un padre del precepto de ser considerado y comprensivo otorgándole el humano derecho a vengar la muerte de su hijo.

Así meditaba Brunetti mientras el sol se ponía, llevándose consigo la poca luz que se filtraba en su despacho. La habitación estaba ya casi completamente a oscuras cuando encendió la luz. Volvió a la mesa, sacó la carpeta del cajón de abajo y volvió a leer todo el expediente, muy despacio. No tomaba notas, sólo levantaba la cabeza de vez en cuando para mirar las oscuras ventanas, como si en ellas pudiera ver reflejados los nuevos esquemas que iban trazándose durante la lectura. Tardó media hora en leerlo todo y, cuando hubo terminado, volvió a guardar la carpeta en el cajón y lo cerró suavemente, con la mano, no con el pie. Luego salió de la
questura
en dirección a Rialto y el
palazzo
Lorenzoni.

La criada que abrió la puerta dijo que el conde no recibía visitas. Brunetti le pidió que lo anunciara. Cuando la mujer volvió, con gesto de irritación por esta intrusión en el luto de la familia, dijo que el conde había repetido las instrucciones: no recibía visitas.

Brunetti primero pidió y después ordenó a la criada que llevara el mensaje de que había descubierto información importante sobre el asesinato de Roberto y deseaba hablar con el conde antes de reabrir la investigación oficial de su muerte, proceso que, si el conde insistía en su negativa a hablar con él, se iniciaría a la mañana siguiente.

Tal como esperaba, esta vez, al volver, la criada le dijo que la siguiera y, cual Ariadna sin hilo, lo condujo por escaleras y corredores hasta una parte nueva del
palazzo,
que Brunetti no conocía.

El conde estaba solo en un despacho, quizá el de Maurizio, porque había varios terminales de ordenador, una fotocopiadora y cuatro teléfonos. Las mesas de plástico claro en las que estaban los aparatos desentonaban de las cortinas de terciopelo, de las ventanas ojivales y del panorama de tejados que se extendía al otro lado.

El conde estaba detrás de una de las mesas, con un terminal de ordenador a su izquierda. Al entrar Brunetti, alzó la mirada y, sin molestarse en levantarse ni en ofrecerle asiento, preguntó:

—¿Qué ocurre?

—He venido para hablar con usted de una nueva información —respondió Brunetti.

El conde estaba muy erguido, con las manos sobre la mesa.

—No puede haber nueva información. Mi hijo ha muerto. Mi sobrino lo mató. Ahora también está muerto. Después de eso, no hay más. No quiero saber más.

Brunetti lo miró largamente, sin ocultar el escepticismo ante lo que acababa de oír.

—La información que ahora tengo puede aclarar las causas de todo lo ocurrido.

—No me importan las causas —replicó el conde—. Para mí y para mi esposa, lo que importa es que ha ocurrido. No quiero tener nada más que ver con ello.

—Me temo que eso ya no sea posible —dijo Brunetti.

—¿Cómo que no será posible?

—Hay pruebas de que estaba en marcha algo mucho más complicado que un secuestro.

El conde, recordando de pronto sus deberes de anfitrión, indicó a Brunetti que tomara asiento y apagó el ordenador, extinguiendo su suave zumbido. Luego preguntó:

—¿Qué información?

—Su empresa, o empresas, tienen relaciones con países de Europa del Este.

—¿Es pregunta o afirmación? —inquirió el conde.

—Creo que es una cosa y la otra. Sé que tienen ustedes relaciones, pero ignoro el alcance. —Brunetti esperó un momento, justo hasta que el conde fue a hablar y agregó—: Y la clase de relaciones que puedan ser.


Signor…
disculpe, he olvidado su nombre —empezó el conde.

—Brunetti.


Signor
Brunetti, la policía ha investigado a mi familia durante casi dos años. Sin duda, tiempo suficiente para que incluso la policía averiguara el alcance y la naturaleza de mis actividades en Europa del Este. —En vista de que Brunetti no respondía a su provocación, el conde preguntó—: Bien, ¿no es cierto?

—Hemos averiguado muchas cosas sobre sus actividades allí, sí, pero yo he descubierto algo más, algo que no figuraba en la información que usted y su sobrino nos facilitaron.

—¿Y de qué se trata? —preguntó el conde, desmintiendo con la indiferencia del tono cualquier interés que denotara la pregunta por lo que pudiera tener que decir este policía.

—Se trata de tráfico de armamento nuclear —dijo Brunetti pausadamente, y no fue sino al oír sus propias palabras cuando se dio cuenta de lo frágiles que eran sus pruebas y lo impulsivo que había sido al cruzar media ciudad para venir a encararse con este hombre. Sergio no era médico, Brunetti no se había preocupado de hacer buscar señales de radiactividad en los restos de Roberto ni en el lugar en el que habían sido hallados, ni había tratado de informarse sobre las transacciones de los Lorenzoni en el Este. No; él había venido corriendo a darse aires de policía sagaz delante de este hombre, con el ímpetu irreflexivo con que sale corriendo un niño al oír la campanilla del carro de los helados.

El conde levantó el mentón, apretó los labios y se dispuso a hablar, pero entonces desvió la mirada, de la cara de Brunetti a la izquierda, hacia la puerta de la habitación en la que, repentina y calladamente, había aparecido su esposa. Se levantó y fue hacia ella. También Brunetti se puso en pie respetuosamente, pero, al mirar más detenidamente a la mujer que estaba en la puerta, empezó a dudar de que fuera realmente la condesa aquella anciana encorvada y frágil que asía el bastón con una mano que parecía una garra. Brunetti observó que tenía los ojos empañados, como si el dolor se los hubiera velado con una nube de humo.

—¿Ludovico? —dijo ella con voz trémula.

—¿Sí, cariño? —Su marido la tomó del brazo haciéndole dar unos pasos hacia el interior de la habitación.

—¿Ludovico? —repitió la mujer.

—¿Qué quieres, cariño? —preguntó él, inclinándose más de lo habitual ahora que ella parecía haberse encogido tanto.

La condesa se paró, puso las dos manos en el puño del bastón y miró a su marido, desvió la mirada y volvió a mirarlo.

—Se me ha olvidado —dijo, y empezó a sonreír, pero también esto se le olvidó. De pronto, cambió de expresión y miró a su marido como si fuera una presencia extraña y siniestra. Extendió el brazo con la palma de la mano hacia él, como para protegerse de un golpe. Pero entonces pareció olvidarlo también, dio media vuelta y, tanteando el suelo con el bastón, salió de la habitación. Los dos hombres oyeron repicar el bastón pasillo adelante y cerrarse una puerta, y entonces se supieron otra vez a solas.

El conde volvió a su sillón detrás del escritorio, pero, cuando se sentó y miró a Brunetti, parecía que la condesa, de algún modo, había conseguido contagiarle su decrepitud. Ahora tenía los ojos más apagados y la boca menos firme que antes de que ella entrara.

—Ella lo sabe todo —dijo con voz ronca de desesperación—. Pero usted, ¿cómo lo ha descubierto? —Su tono era tan fatigado como el de su esposa.

Brunetti volvió a sentarse y rechazó la pregunta con un ademán.

—No importa.

—Eso mismo le he dicho yo. —Al ver la expresión interrogativa de Brunetti, el conde explicó—: Ya nada importa.

—Por qué murió Roberto importa —dijo el comisario. La única respuesta que el conde dio fue la de encoger un hombro, pero Brunetti insistió—: Importa encontrar a quien lo hizo.

—Usted ya sabe quién lo hizo —dijo el conde.

—Sí; sé quién los envió. Lo sabemos los dos. Pero quiero encerrarlos —dijo Brunetti levantándose a medias y sorprendiéndose a sí mismo por aquella vehemencia que no había podido reprimir—. Quiero sus nombres. —Otra vez el tono agresivo. Se dejó caer en el asiento y bajó la cabeza, violento por su furor.

—Paolo Frasetti y Elvio Mascarini —dijo el conde sencillamente.

En el primer momento, Brunetti no sabía qué era lo que estaba oyendo y, cuando lo entendió, no podía creerlo; y, cuando lo creyó, todo el esquema de los asesinatos Lorenzoni que había empezado a dibujarse con el descubrimiento de aquellos maltratados huesos en una zanja, volvió a modificarse tomando una forma nueva, mucho más horrenda que los descompuestos restos de su hijo. Brunetti reaccionó instantáneamente y, en lugar de mirar al conde con asombro, sacó el bloc del bolsillo interior de la chaqueta y anotó los nombres.

—¿Dónde podemos encontrarlos? —Se esforzó para que su voz fuera serena, perfectamente natural, mientras pensaba rápidamente en todas las preguntas que tenía que hacer antes de que el conde se diera cuenta de lo fatal que había sido para él aquella mala interpretación.

—Frasetti vive cerca de Santa Marta. El otro, no sé.

Brunetti, con las emociones y la expresión facial ya bajo control, miró al conde.

—¿Cómo los encontró?

—Me hicieron un trabajo hace cuatro años, y volví a llamarlos.

No era el momento de preguntar por el otro trabajo; sólo interesaba el secuestro, Roberto.

—¿Cuándo se enteró usted de que estaba contaminado? —No podía haber otra razón.

—Poco después de que regresara de Bielorrusia.

—¿Cómo ocurrió?

El conde enlazó los dedos ante sí y los miró.

—En un hotel. Llovía y Roberto no quería salir. No entendía la televisión, todos los programas eran en ruso o en alemán. Y aquel hotel no podía, o no quería, encontrarle a una mujer. Entonces, sin nada que hacer, se puso a pensar en el motivo del viaje. —Miró a Brunetti—. ¿Es necesario que le cuente todo esto?

—Creo que debo saberlo.

El conde asintió, pero no para aceptar lo que decía Brunetti. Carraspeó y prosiguió:

—Dijo, esto se lo contó después a Maurizio, dijo que había sentido curiosidad de por qué le habíamos hecho cruzar media Europa para traer una maleta, y decidió ver qué contenía. Pensaba que podía ser oro o piedras preciosas. Por cómo pesaba. —Hizo una pausa—. Estaba forrada de plomo. —Volvió a callar y Brunetti se preguntó cómo hacerle continuar.

—¿Pensaba robarlas? —preguntó.

El conde levantó la mirada.

—Oh, no; Roberto nunca hubiera robado, y mucho menos a mí.

—¿Por qué entonces?

—Curiosidad. Y celos, supongo, porque pensaría que yo me fiaba de Maurizio más que de él, y la prueba era que Maurizio conocía el contenido de la maleta y él, no.

—¿Y abrió la maleta?

El conde asintió.

—Dijo que utilizó un abrelatas del hotel, que era del tipo anticuado, con la punta triangular, como los que usábamos antes para abrir las latas de cerveza.

Brunetti asintió.

—Si no lo hubiera tenido en la habitación, no hubiera podido abrir la maleta, y no hubiera pasado nada. Pero aquello era Bielorrusia, y los abrelatas que tienen allí son de éstos. Así que forzó la cerradura y abrió la maleta.

—¿Y dentro qué había?

El conde lo miró sorprendido.

—Usted acaba de decírmelo.

—Eso ya lo sé, pero quiero que me diga cómo lo enviaban. Qué forma le habían dado.

—Perlas azules. Una especie de cagaditas de conejo pero más pequeñas. —El conde levantó la mano derecha separando ligeramente el índice y el pulgar para indicar el tamaño y repitió—. Cagaditas de conejo.

Brunetti no dijo nada; la experiencia le había enseñado que hay un momento en el que no se debe apremiar a la gente, hay que dejar que vayan a su ritmo, porque, si no, sencillamente, se paran.

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