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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (27 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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Finalmente, el conde siguió hablando:

—Después cerró la maleta, pero la había tenido abierta el tiempo suficiente. —No era necesario que el conde especificara suficiente para qué. Brunetti había leído los efectos que había tenido aquella exposición.

—¿Cuándo se enteraron de que había abierto la maleta?

—Cuando nuestro comprador recibió el material. Me llamó para decirme que la cerradura había sido forzada. Pero eso no fue hasta casi dos semanas después. El envío se hizo por barco.

Brunetti dejó pasar esto por el momento.

—¿Y cuándo empezaron los problemas?

—¿Problemas?

—Los síntomas.

El conde asintió.

—Ah. —Hizo una pausa—. Al cabo de una semana. Al principio, creí que era una gripe o algo por el estilo. Todavía no habíamos hablado con el comprador. Pero luego empeoró. Y entonces me enteré de que la maleta había sido abierta. Sólo había una explicación.

—¿Usted se lo preguntó?

—No, no. No era necesario.

—¿Él lo dijo a alguien?

—Sí; lo dijo a Maurizio, pero cuando ya estaba muy mal.

—¿Y entonces?

El conde se miró las manos, midió una pequeña distancia entre el índice y el pulgar de la derecha, como para indicar otra vez el tamaño de las bolitas que habían matado a su hijo, o que habían sido la causa de que mataran a su hijo. Levantó la mirada.

—Entonces decidí lo que había que hacer, y llamé a esos hombres, Frasetti y Mascarini.

—¿De quién fue la idea de cómo hacerlo?

El conde desechó la pregunta por intrascendente.

—Yo les dije lo que tenían que hacer. Pero lo importante era que mi esposa no sufriera. Si ella se hubiera enterado de lo que hacía Roberto, de lo que había provocado su muerte… no sé lo que hubiera sido de ella. —Miró a Brunetti y luego se miró las manos—. Pero ahora ya lo sabe.

—¿Cómo se ha enterado?

—Me vio con Maurizio.

Brunetti pensó en la encorvada mujer-gorrión, en sus manos pequeñas aferradas al puño del bastón. El conde quería ahorrarle sufrimientos, ahorrarle la vergüenza. Ah, sí.

—¿Y el secuestro? ¿Por qué no enviaron más cartas?

—Él murió —dijo el conde con voz opaca.

—¿Roberto? ¿Murió?

—Eso me dijeron.

Brunetti asintió, como si lo comprendiera, como si siguiera sin dificultad la tortuosa senda por la que lo llevaba el conde.

—¿Y entonces?

—Entonces les dije que tenían que dispararle, para que pareciera que había muerto de un disparo. —Mientras el conde iba explicando estas cosas, Brunetti empezaba a comprender que aquel hombre estaba convencido de que todo lo que se había hecho era lo más lógico y correcto. No había duda en su voz, ni incertidumbre.

—¿Por qué lo enterraron allí, cerca de Belluno?

—Uno de esos hombres tiene una cabaña en los bosques, para la temporada de caza. Llevaron allí a Roberto y, cuando murió, les dije que lo enterraran allí mismo. —La expresión del conde se suavizó momentáneamente—. Pero les dije que lo enterraran a flor de tierra, con el anillo. —Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó—: Para que se encontrara su cuerpo. Por su madre. Ella tenía que saberlo. Yo no podía dejarla en la incertidumbre de si su hijo vivía o no. Eso la hubiera matado.

—Comprendo —susurró Brunetti—. ¿Y Maurizio?

El conde ladeó la cabeza, recordando quizá al otro muchacho, también muerto.

—Él no sabía nada. Pero, cuando todo volvió a empezar, y llegó usted haciendo preguntas… pues también él se puso a hacer preguntas sobre Roberto y el secuestro. Quería ir a contarlo a la policía. —El conde meneó la cabeza al pensar en la debilidad y el atolondramiento del muchacho—. Pero entonces mi esposa se hubiera enterado. Si él iba a la policía, ella se enteraría de lo sucedido.

—¿Y eso usted no podía permitirlo? —preguntó Brunetti con voz átona.

—Naturalmente que no. Hubiera sido demasiado para ella.

—Comprendo.

El conde alargó una mano hacia Brunetti, la misma que había indicado el tamaño de las bolitas de radio, de plutonio, o de uranio.

Si entonces el conde hubiera girado un mando y ajustado el contraste de una pantalla de televisión, o eliminado de pronto los parásitos de una recepción radiofónica, no hubiera podido ser más perceptible el cambio, porque fue en este momento cuando empezó a mentir. No varió su voz al pasar de describir su ansiedad por el sufrimiento de su esposa a lo que explicó a continuación, pero la alteración fue tan audible y evidente para Brunetti como si de pronto el conde se hubiera subido a la mesa y empezado a arrancarse la ropa.

—Aquella noche, Maurizio vino a verme y me dijo que sabía lo que yo había hecho. Me amenazó. Con la escopeta. —El conde no pudo evitar mirar a Brunetti para ver cómo lo tomaba, pero el comisario no dejó traslucir que se había dado cuenta de que mentía.

—Entró con la escopeta en la mano —prosiguió el conde—. Y me apuntó. Me dijo que pensaba ir a la policía. Yo traté de razonar con él, pero se me acercó y me puso el cañón en la cara. Y entonces debí de perder la noción de las cosas, porque no recuerdo qué pasó. Sólo que la escopeta se disparó.

Brunetti asintió, pero su señal de asentimiento se refería a su convicción de que todo lo que el conde dijera a partir de ahora sería mentira.

—¿Y su cliente? —preguntó—. La persona que compró el material.

La vacilación del conde fue infinitesimal.

—Maurizio era el único que sabía quién era. Él se encargaba de todo.

Brunetti se puso en pie.

—Creo que es suficiente,
signore.
Puede llamar a su abogado, si lo desea, porque tiene usted que venir conmigo a la
questura.

La sorpresa del conde fue evidente.

—¿Por qué a la
questura
?

—Porque yo lo arresto, Ludovico Lorenzoni, por el asesinato de su hijo y el asesinato de su sobrino.

La confusión que se reflejó en la cara del conde no podía ser más auténtica.

—Roberto murió de causas naturales, ya se lo he dicho. Y Maurizio trataba de asesinarme. —Se levantó, pero permaneció detrás de la mesa. Bajó una mano, pasó un papel de un lado al otro, y empujó el teclado del ordenador un poco hacia la izquierda. Pero no encontró nada más que decir.

—Puede llamar a su abogado si quiere, pero después tendrá que acompañarme.

Brunetti vio que el conde se rendía: el cambio fue tan evidente como el que había marcado el principio de las mentiras, mentiras que Brunetti sabía que a partir de este momento ya no cesarían.

—¿Puedo despedirme de mi esposa? —preguntó.

—Sí, por supuesto.

Sin una palabra más, el conde dio la vuelta a la mesa, pasó junto a Brunetti y salió de la habitación.

Brunetti se acercó a la ventana que estaba detrás de la mesa y contempló los tejados. Esperaba que el conde hiciera lo más honorable. Le había dejado marchar, sin saber qué otras armas podía haber en la casa. El conde se había traicionado con su propia confesión, su esposa sabía que era un asesino, su reputación y la de su familia pronto estaría destruida, y en la casa bien podía haber alguna arma. Si el conde era un hombre honorable, ahora haría lo más honorable.

A pesar de todo, Brunetti sabía que no lo haría.

Capítulo 27

—Pero, ¿qué puede importar que reciba su castigo o no? —preguntó Paola tres noches después, cuando la frenética voracidad de la prensa que siguió al arresto del conde empezaba a remitir—. Su hijo ha muerto. Su sobrino ha muerto. Su mujer sabe que los mató él. Su reputación está destrozada. Es viejo y morirá en la cárcel. —Estaba sentada al borde de la cama, con un albornoz viejo de Brunetti y, encima, una gruesa chaqueta de punto—. ¿Qué más quieres que le pase?

Brunetti leía en la cama, con las mantas subidas hasta el pecho, cuando ella le entró un tazón de té con mucha miel. Al dárselo movió la cabeza de arriba abajo, dándole a entender que no había olvidado echarle zumo de limón y un chorro de coñac, y se sentó a su lado.

Mientras él tomaba el primer sorbo de la infusión, Paola apartó los periódicos que estaban en el suelo, al lado de la cama. El conde la miraba desde la página cuatro, adonde había sido postergada por un asesinato de la Mafia ocurrido en Palermo, el primero en varias semanas. Desde el arresto del conde, Brunetti no había hablado de él, y Paola había respetado su silencio. Pero ahora consideraba que había llegado el momento de hacerle hablar, no porque a ella le gustara el tema de un padre que hace matar a su hijo, sino porque en otras ocasiones había podido comprobar que hablar del caso ayudaba a Brunetti a superar la frustración que le producía su desenlace.

Le preguntó qué creía que le ocurriría al conde y, mientras él le explicaba las maniobras de los abogados —que ya eran tres— y lo que creía que ocurriría a continuación, ella, de vez en cuando, le quitaba la taza de la mano y tomaba un sorbo de té. Brunetti no podía ocultar —y menos a Paola— su disgusto por la casi total certeza de que los dos asesinatos quedarían impunes y Lorenzoni sería acusado únicamente de transporte de sustancias prohibidas, porque ahora el conde afirmaba que era Maurizio quien había planeado el secuestro.

Ya se habían movilizado las fuerzas de la prensa pagada, y todas las primeras planas del país, para no hablar de lo que en Italia pasa por comentarios editoriales, peroraban sobre el triste destino de este noble, de este hombre noble, tan cruelmente engañado por una persona de su propia sangre, pues qué mayor desgracia puede afligir a una persona que la de haber alimentado en el seno de la familia durante más de una década a una víbora semejante que, revolviéndose, le había saltado al corazón. Y, poco a poco, la opinión popular fue doblegándose ante el vendaval de palabras y la noción de tráfico en armamento nuclear fue diluyéndose en el caudal de eufemismos que lo transmutaban en «tráfico en sustancias ilegales», como si las letales bolitas, que eran lo bastante potentes como para borrar del mapa toda una ciudad, pudieran equipararse al caviar iraní o a las figuritas de marfil. Un equipo provisto de contadores Geiger exploró la tumba provisional de Roberto, pero no se encontraron vestigios de contaminación.

Los libros y archivos de las empresas Lorenzoni fueron embargados y un equipo de contables e informáticos de la policía los examinaron durante varios días, a fin de localizar la expedición que había llevado el contenido de la maleta hasta el cliente que el conde aún decía no poder identificar. La única consignación sospechosa era la de diez mil jeringuillas de plástico que habían sido enviadas por barco de Venecia a Estambul dos semanas antes de la desaparición de Roberto. La policía turca informó de que en los archivos de la empresa destinataria de Estambul constaba que las jeringuillas habían sido expedidas por carretera a Teherán, donde se perdía la pista.

—Lo hizo él —insistió Brunetti con la misma vehemencia en la voz y el sentimiento que tenía días atrás, cuando llevó al conde a la
questura.
Ya entonces, desde el primer momento, había estado en desventaja, porque el conde solicitó que la policía enviara una lancha: los Lorenzoni no van andando a ningún sitio, ni siquiera a la cárcel. Cuando Brunetti se negó, el conde optó por llamar a un barco taxi, y él y el policía que lo había arrestado llegaron a la
questura
media hora después. Allí encontraron ya a la prensa aguardándolos. Nadie consiguió descubrir quién había dado el aviso.

Desde el principio, el caso había sido presentado apelando a la compasión, trufado de aquella sensiblería que tanto detestaba Brunetti en sus compatriotas. Al mágico conjuro de la emoción barata, aparecieron fotos: Roberto en la fiesta de sus dieciocho años, sentado al lado de su padre, rodeándole los hombros con el brazo; una foto de la condesa tomada hacía décadas, bailando con su marido, los dos muy guapos, con el esplendor de la juventud y la riqueza; hasta el pobre Maurizio salía en el periódico, andando por la Riva degli Schiavoni tres elocuentes pasos detrás de su primo Roberto.

Frasetti y Mascarini se presentaron en la
questura
dos días después del arresto de Lorenzoni, acompañados por dos de los abogados del conde. Sí, fue Maurizio quien los contrató; fue Maurizio quien planeó el secuestro y les dio las instrucciones. Insistieron en que Roberto había muerto de causas naturales; fue Maurizio quien les ordenó que dispararan contra su primo muerto, para falsear la causa de la muerte. Y los dos exigieron que se les hiciera un reconocimiento médico completo, para determinar si se habían contaminado durante el tiempo pasado con su víctima. Los resultados fueron negativos.

—Lo hizo él —repitió Brunetti recuperando el tazón y apurando el té. Se volvió para dejarlo en la mesita de noche, pero Paola se lo quitó y lo sostuvo entre las manos para aprovechar su calor.

—Pues lo meterán en la cárcel —dijo Paola.

—Eso es lo que menos me importa.

—¿Qué es lo que te importa entonces?

Brunetti se hundió un poco en la cama y se subió la ropa hacia la barbilla.

—¿Te reirás si te digo que lo que me importa es la verdad? —preguntó.

Ella movió la cabeza negativamente.

—Claro que no me río. Pero, ¿servirá de algo?

Él le quitó la taza, la dejó en la mesita de noche y le tomó las manos.

—A mí, sí, creo.

—¿Por qué? —preguntó ella, aunque probablemente ya lo sabía.

—Porque detesto ver a esa clase de gente, a la gente como él, que pasan por la vida sin tener que pagar por lo que hacen.

—¿No te parece que la muerte de su hijo y de su sobrino es ya un precio lo bastante alto?

—Paola, él envió a esos hombres a matar al muchacho, a secuestrarlo y luego matarlo. Y mató a su sobrino a sangre fría.

—Eso no lo sabes.

—No puedo probarlo, ni podré. —Movió la cabeza tristemente—. Pero me consta como si hubiera estado allí. —Paola no dijo nada y la conversación cesó durante un minuto. Finalmente, Brunetti dijo—: El muchacho se iba a morir de todos modos, sí. Pero piensa por lo que tuvo que pasar al final, el miedo, el no saber qué iba a ser de él. Esto no podré perdonárselo.

—No eres tú quien debe perdonar, ¿verdad, Guido? —preguntó ella, pero su voz era suave.

Él sonrió y denegó con la cabeza.

—No; no soy yo. Pero ya sabes lo que quiero decir. —Como Paola no respondiera, preguntó—: ¿O no lo sabes?

Ella asintió y le oprimió la mano.

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