Noche cerrada en Bergen (15 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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El rostro de Lukas cambió. La defensiva expresión de hostilidad desapareció y se llevó la mano a la nuca en un gesto confundido.

—Lo siento —susurró—. Excúseme. Perder a una hija... Disculpe. Y yo aquí...

—No tiene nada por qué disculparse —dijo Yngvar—. La pena no es relativa. La suya es lo suficientemente grande por sí misma. Y con el tiempo aprenderá a vivir con ella. Escampará, Lukas. La vida tiene la bendita tendencia de curarse a sí misma.

—Ella era sólo mi madre. Usted perdió...

—Aún, a veces, me despierto en medio de la noche creyendo que Elisabeth y Trine todavía están ahí. Pasa un segundo, quizá dos, antes de que comprenda dónde estoy. Y el dolor que siento entonces es igual al del día en que murieron. Dura mucho menos, claro. Media hora después puedo estar durmiendo mi mejor y más tranquilo sueño.

Sonrió débilmente.

—Ahora debo irme.

El frío lo golpeó cuando salió a los escalones de piedra. La lluvia caía de lado. Se levantó el cuello mientras caminaba hacia el portón del jardín sin mirar atrás.

Lo único que lograba pensar era que una de las fotografías sobre el estante del supuesto cuarto de huéspedes había desaparecido. El día de Navidad había allí cuatro retratos. Ahora había sólo tres: uno de Lukas de cuando era niño, sobre las rodillas de Erik; otro de toda la familia en un bote; el último era la foto de Erik Lysgaard muy joven y serio, con gorra de estudiante. La borla le caía sobre el hombro. La gorra estaba correctamente ladeada.

Cuando Yngvar abrió el portón reaccionando con una mueca ante el ruido chirriante de las bisagras, se preguntó si no habría sido un error de cálculo no preguntarle a Lukas qué había sucedido con el otro retrato.

Por otro lado, era bastante posible que no hubiese obtenido respuesta alguna.

En tod o caso, no una creíble.

Que alguien pudiese creer en este tipo de historias era incomprensible.

Inger Johanne estaba sentada con el ordenador portátil en las rodillas y navegaba sin objeto por la Red. Había visitado el
New York Times
y el
Washington Post,
pero le costaba concentrarse. En todo caso, halló entretenimiento en la pagina del
National Enquirer.

Ragnhild dormía profundamente, e Isak estaba en la tarea de acostar a Kristiane. Sin que le agradase del todo, empezó a desear que él se quedara. Para desprenderse de esa idea, revisó su correo. Tres mensajes nuevos aparecieron en la bandeja de entrada. Un par de absurdas ofertas, una de un producto para adelgazar desarrollado a partir de krill y uñas de oso. Además, el mensaje de un remitente que tuvo que buscar un momento en su memoria para reconocer.

Karen Ann Winslow.

Inger Johanne recordaba a Karen Ann Winslow. Habían estudiado juntas en Boston, dos matrimonios y una eternidad atrás. Era cuando Inger Johanne todavía creía que sería psicóloga, cuando no imaginaba que pronto iba a dejar de lado, al menos temporalmente, esa formación para seguir un curso con el FBI que casi le costaría la vida.

Abrió el mensaje, que provenía de una dirección privada y que no hacía alusión al lugar donde Karen trabajaba.

¡Q uerida Inger! ¿Me recuerdas? ¡Ha pasado tanto tiempo! Lo pasamos realmente bien en el colegio, y de vez en cuando he pensado en ti. ¿Cómo estás? ¿Casada? ¿Tienes hijos? Estoy impaciente por saberlo.

Busqué tu nombre en Google y encontré esta dirección, espero que sea la correcta.

Me han invitado a una boda en Noruega, el 10 de enero. Una buena amiga se casa con un cardiólogo de allí. La ceremonia tendrá lugar en un pueblecito llamado Lillesand, cerca de Oslo. ¿Vives allí todavía?

Inger Johanne pensó que la idea que Karen tenía de «cerca» se toparía brutalmente con la realidad en cuanto viese la sinuosa y peligrosa carretera E-18 que conducía a Sørlandet.

Tendré que viajar sin mi marido y sin ninguno de mis hijos (¡dos niñas y un niño, preciosos!), que estarán ocupados con otras actividades familiares. Llegaré a Oslo tres días antes de la boda, y me encantaría encontrarme contigo. ¿Será posible? Tenemos
TANTO
que recuperar. Por favor hazme saber algo cuanto antes. Voy a estar en el Gran Hotel, en el centro de Oslo. Mil besos,

Karen
[2]

«En todo caso acertó con la ubicación del hotel», pensó Inger Johanne, que cerró el mensaje, entró en Google e insertó el nombre de Karen en la casilla de búsqueda.

Doscientos seis aciertos.

Obviamente debía de haber, por lo menos, dos norteamericanas con el mismo nombre, porque varios de los vínculos eran sobre una autora de libros infantiles, de setenta y tres años. Hasta donde podía recordar, Karen debía haber comenzado sus estudios jurídicos el mismo otoño en que ella viajó a Quantico. Si la recordaba bien, la joven debió de obtener su título brillantemente. Muchos de los vínculos apuntaban también a la abogada de un bufete con base en Alabama con el nombre de American Poverty Law Center, APLC. Esta Karen Ann Winslow (al cabo de una rápida ojeada a los artículos, dedujo que parecía tener su misma edad) había liderado entre otras cosas una campaña contra el estado de Misisipi para clausurar las grandes prisiones para delincuentes juveniles, después de haber demostrado que allí se cometían graves infracciones contra los derechos más elementales de los niños.

En cuanto Inger Johanne abrió el vínculo, recordó que ya había visitado esa página de Internet. El bufete de abogados estaba entre los primeros en lo concerniente a la persecución de delitos de odio. Además de proveer apoyo gratis a las víctimas pobres, en su mayoría afroamericanas, realizaba extensas campañas como portavoz de perseguidos e indigentes. Además, era la fuerza detrás de una impresionante red de inteligencia para la identificación de grupos de odio a través de todo el vasto continente americano.

Recorrió el interior del sitio de Internet, que estaba plagado de información. No encontró ninguna foto de los empleados. Debía de ser por razones de seguridad, concluyó. Después de leer durante diez minutos, estaba convencida de que la abogada Karen Ann Winslow en APLC era su antigua compañera de estudios.

—Perfecto —murmuró.

—De acuerdo —dijo Isak, y se dejó caer sobre la silla frente al sofá en donde estaba Inger Johanne—. Las dos niñas duermen. Si me lo permites, puedo echar un vistazo a tu nevera y ver qué encuentro.

Inger Johanne no apartó la vista enseguida de la pantalla. Con un golpe de tecla, regresó a Outlook.

—Ve —susurró—. Yo también me he quedado con hambre con las salchichas.

¡Querida Karen!

Muchas gracias por tu mensaje. ¡Deseo tanto verte! Vivo en Oslo y estás invitada a quedarte en casa durante un par de días. Debo advertirte, sin embargo, que gracias a Dios tengo dos hijas que son toda una experiencia.

Los dedos corrían sobre el teclado. Inger Johanne no pensaba, era como si hubiese una comunicación directa entre sus manos y todo lo que le había pasado en esos más de diecisiete años. Como si nada precisase adaptación, reflexión; era como si no razonase, como si sólo contase. Escribió de las niñas, de Yngvar, de su trabajo. Karen Winslow estaba muy lejos, al otro lado del mar; su antigua compañera no conocía a nadie aquí y no tenía por qué ser cuidadosa. Escribió sobre su vida como investigadora, sobre sus proyectos, acerca de su miedo a no ser una madre suficientemente buena para una hija que sólo ella comprendía. Ni siquiera ella, si era sincera. Le escribió sin restricciones a la mujer con quien una vez fue joven y libre.

Se sentía casi corno si se confesara.


Voilà
—dijo Isak, que colocó un enorme plato frente a ella—. Espaguetis a la carbonara con un pequeño detalle audaz. No tenías panceta, o sea, que es jamón. No había huevos, por lo que hice una pequeña salsa con un queso azul que encontré.

Tampoco tenías espagueti, por lo que éstos son tallarines. Y tiene además una gran cantidad de ajo asado bien picado encima. Puede que no sean espaguetis a la carbonara, bien mirado.

Inger Johanne aspiró el aroma.

—Huele que alimenta —dijo distraída—. Hay vino en la alacena del rincón, si has de abrir una botella. Yo beberé Farris. ¿Podrías alcanzármela?

Miró la pantalla y se mordió, distraída, el labio inferior.

Marcó resuelta todo el texto, excepto las tres primeras líneas, y apretó «eliminar» antes de terminar el corto mensaje que todavía quedaba:

Hazme saber los detalles de tu estancia en cuanto te sea posible. De veras que me encantaría verte, Karen, ¡de veras! Hasta pronto,

I
NGER

—¿A quién le escribes con tantas ganas? —preguntó Isak poniendo los pies sobre la mesa antes de apoyar su plato sobre el pecho y empezar a engullir.

Sus maneras siempre la habían irritado.

Una vez más.

Él agarró con toda la mano la copa de vino llena hasta el borde y bebió un trago, con la boca aún repleta de comida.

—Comes como un cerdo, Isak.

—¿A quién le escribes?

—A una amiga —dijo ella, breve.

Cerró el ordenador portátil, lo dejó al lado y se inclinó sobre el plato. La comida sabía tan bien como olía. Estuvieron así sentados, sin hablar, hasta que terminaron de comer.

El vaso de
highball
estaba vacío.

El
highball
era la debilidad de Marcus.

De su generación ya no quedaba casi nadie que conociese la expresión, y sus compañeros arrugaban la nariz con desagrado cuando él mezclaba soda con un whisky carísimo, en un vaso alto. Era el trago preferido de su abuelo paterno, uno cada sábado a las ocho de la noche, después del baño semanal y el lavado de cabeza. Marcus junior lo bebió por primera vez el día de su confirmación. Sabía amargo, pero se lo tragó. Los hombres bebían
highball,
pensaba el abuelo, y así fue como ese trago arcaico se convirtió en algo habitual en la vida de Marcus.

Consideró servirse otro, pero se contuvo.

Rolf estaba fuera. Un caballo de doma clásica tenía un dolor en la rodilla delantera derecha, y por un precio de medio millón de coronas el dueño no tenía muchas ganas de esperar hasta que la clínica abriese el 5 de enero. El horario de trabajo de Rolf era informativo en el mejor de los casos, y en el peor, era engañoso. Lo llamaban al menos dos veces por semana durante la noche, y entonces tenía que salir.

El pequeño Marcus dormía.

Los perros se habían calmado y el silencio reinaba en la casa.

Probó a encender el televisor. Una vaga inquietud le impedía decidir si debía irse a la cama o ver otra serie televisiva.
Caso cerrado,
por ejemplo. Algo así. La que fuera, sólo para dejar descansar la mente.

El aparato no reaccionó. Golpeó el mando a distancia contra el muslo y lo probó de nuevo. No pasó nada. Las pilas, posiblemente. Marcus Koll bostezó y decidió acostarse. Revisar el correo, cepillarse los dientes, irse a dormir.

Salió de la sala, cruzó el pasillo y llegó al cuarto de trabajo. El ordenador estaba encendido. La carpeta de entradas del correo no tenía nada interesante. Con pereza entró en el sitio de
Dagbladet.no.
Tampoco allí había nada de interés. Recorrió la página hacia abajo: «Hallan muerto a controvertido artista».

El titular pasó con rapidez.

El dedo índice se congeló en la rueda del ratón. Invirtió el movimiento recorriendo otra vez la página hacia arriba: «Hallan muerto a controvertido artista».

El corazón le latió más deprisa. Sentía liviana la cabeza.

No otra vez. No un ataque más.

No fue pánico lo que lo asaltó.

Se sentía fuerte. Empezó a leer despacio.

Cuando terminó, desconectó el ordenador de Internet y lo apagó. Sacó del cajón del escritorio un pequeño destornillador.

Se puso de cuclillas en el suelo, quitó cuatro tornillos de la cubierta do la máquina, la abrió y extrajo con cuidado el disco duro. Tomó otro disco de un cajón. Le fue fácil instalarlo. Colocó de nuevo la cubierta, la atornilló con cuidado y puso el destornillador en su lugar. Finalmente, empujó el ordenador otra vez debajo del escritorio.

Cuando salió, llevaba consigo el disco duro que había extraído.

Estaba totalmente despierto.

La mujer frente a las llegadas en Gardermoen se asombró de lo atenta que estaba. Había conducido un buen trecho, además de haber dormido mal un par de noches. En los últimos kilómetros antes de llegar al aeropuerto, temió dormirse al volante. Sin embargo, parecía que la misma inquietud que le había impedido dormir volvía de nuevo.

Verificó la hora por enésima vez.

El avión llegaba con retraso, según anunciaba el cartel en el vestíbulo de recepción. El vuelo SK1442 de Copenhague debía aterrizar a las 21.50, pero no tomó pista hasta cuarenta minutos más tarde. De eso ya hacía más de tres cuartos de hora.

La mujer iba de aquí para allá frente a la salida de la aduana. El aeropuerto estaba en silencio, casi vacío, tan entrada la noche de sábado en vísperas de Año Nuevo. Las sillas de la pequeña cafetería en la que al llegar había comprado un café y un trozo incomible de pizza tibia estaban vacías. La intranquilidad le impedía estar sentada.

Por lo general, los aeropuertos le gustaban. Cuando era más joven, el principal aeropuerto noruego estaba en realidad en Dinamarca y el pequeño Fornebu era el aeródromo más grande del país, y a veces iba hasta allí los domingos, solamente para observar. Los aviones. A la gente. A los grupos de pilotos confiados y a las mujeres sonrientes que entonces todavía se llamaban azafatas y eran bellísimas; podía sentarse durante horas con su propio termo lleno de té mientras fantaseaba historias sobre las personas que iban y venían. Los aeropuertos le causaban una sensación peculiar de curiosidad, expectativa y añoranza.

Ahora estaba inquieta, al borde de la irritación.

Ya hacía mucho que alguien había salido del pasillo de aduanas.

Cuando se volvió a mirar el cartel indicador, vio que ya no se leía
«Bags on belt»
al lado de SK1442. Sabía lo que significaba, pero se negaba a aceptarlo del todo. No todavía.

Marianne la habría avisado si algo se hubiese complicado.

Habría mandado un mensaje. Habría llamado. Se lo habría hecho saber.

El vuelo desde Sidney duraba más de treinta horas, con escalas en Tokio y Copenhague. Por supuesto, podía haber sucedido algo. En uno u otro lugar. En Tokio. En Sidney, quizá. Incluso en Copenhague.

Marianne la habría avisado.

Sintió una ligera angustia en la nuca. Súbitamente decidió dirigirse rápidamente hasta la entrada del pasillo de la aduana. Violar la prohibición de adentrarse más allá no era aconsejable. Las medidas de seguridad incorporadas en la rama de transportes después del 11 de septiembre podían, por todo lo que ella sabía, incluir que los agentes de aduana disparasen a matar.

—Perdón —dijo en voz un poco alta, y asomó la cabeza desde detrás de la pared—. ¿Hay alguien ahí?

Nadie.

—Perdón —repitió, más fuerte.

Un hombre con uniforme apareció en la pared opuesta, cinco metros más allá.

—Hola. ¡No puede pasar por ahí!

—¡No, está claro! Sólo me preguntaba si... Espero a una persona del vuelo de Copenhague.. El que aterrizó hace una hora, SK1442. Pero ella no ha aparecido. ¿Podría usted...? ¿Cree usted que podría ser tan superamable de verificar si hay más pasajeros ahí dentro?

Por un momento le pareció que se iba a negar. No era su trabajo andar haciéndole favores a la gente. Pero entonces accedió, se encogió de hombros y sonrió.

—Creo que no hay nadie. Espere un momento.

Desapareció.

El teléfono móvil podía estar descargado.

«Por supuesto», pensó, y respiró un poco aliviada. Dios sabía que era difícil, hoy en día, hallar teléfonos públicos. Y cuando uno los encontraba, era porque no tenía monedas. La mayoría, es cierto, aceptaba tarjetas de pago. Pero ahora que lo pensaba, debía de ser el móvil de Marianne el que tenía problemas.

—Está desierto. Silencioso como una tumba.

El empleado de la aduana tenía las manos en los bolsillos.

—Esperamos dos o tres vuelos más esta noche, pero ahora no hay nadie. La cinta con los equipajes de Copenhague, también está vacía.

Sacó las manos de los bolsillos para unirlas en un gesto de disculpa.

—Gracias —dijo ella—. Gracias por la ayuda.

Agachó la cabeza y comenzó a caminar hacia las escaleras mecánicas que ascendían al vestíbulo de salidas. Comprobó su teléfono móvil. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Intentó llamar otra vez a Marianne, pero de inmediato le saltó el mensaje automático de respuesta. Las piernas empezaron a correr por sí mismas. Las escaleras se movían demasiado lentamente y también las subió corriendo. Cuando llegó arriba, se detuvo abruptamente.

Nunca había visto el vestíbulo de salidas tan vacío y silencioso.

Solamente detrás de algún que otro mostrador, el personal de pista se aburría sentado. Dos empleados leían el periódico. Hacia el extremo sur, ella podía oír el rumor de una máquina de limpieza que flotaba despacio sobre el suelo, manejada por un hombre de piel oscura. Sólo un control de seguridad permanecía abierto, sin que ella pudiese ver a nadie allí. Era como la escena de un film; una película sobre el Día del Juicio. Gardermoen tendría que haber estado repleto de vida, agobiante y hosco, atestado de viajeros impacientes y de empleados que nunca hacían ni una pizca más que lo que debían.

El corazón le latía en la garganta; se dirigió resuelta al mostrador de SAS, que estaba al otro lado del vestíbulo. Tampoco allí había gente. Tragó saliva varias veces y se enjugó el sudor frío de la cara con el brazo.

Una mujer de edad apareció desde el cuarto trasero.

—¿Puedo ayudarla?

—Sí, estoy aquí para buscar...

La mujer se sentó al otro lado del mostrador. Tecleó su clave en el ordenador sin levantar la vista.

—Mi pareja debía haber aterrizado en el vuelo de Copenhague.

—¿Y él no ha aparecido?

—Ella. Es ella. Marianne Kleive.

La mujer del mostrador levantó la mirada, confundida, antes de volver el rostro a la normalidad y concentrarse otra vez en el teclado.

—Precisamente —dijo—. Ahora.

—Pero no ha aparecido. Estaba en Australia y debía hacer escalas en Tokio y en Copenhague. Me preguntaba si usted..., si usted podía verificar si ella estaba o no en el avión.

—No, lo lamento. No puedo darle ese tipo de información.

Quizá fuese el vacío amenazante del vestíbulo enorme, o tal vez las noches sin sueño, o la incomprensible ansiedad que la había turbado toda la semana. Podía también ser que supiese, muy dentro de sí, que tenía toda la razón para dudar. En todo caso, la mujer del anorak rojo comenzó a llorar en público por primera vez en su vida adulta.

En silencio, sin ruido, las lágrimas le caían por las mejillas, pasando por los hoyuelos a cada lado de la boca, tan profundos que aún ahora se percibían, para llegar al delgado mentón. Despacio, en grandes gotas, cayeron sobre la madera clara del mostrador.

—¿Está usted llorando?

Un asomo de simpatía cubrió los ojos de la mujer de SAS.

La mujer al otro lado del mostrador no le respondió.

—Escúcheme —dijo bajando la voz—. Es tarde. Seguramente está cansada. No hay nadie aquí y...

Echó una rápida mirada a su alrededor, hacia la puerta del cuarto trasero.

—¿Qué vuelo, me dijo?

La mujer del anorak puso un papel doblado sobre el mostrador.

—Copia del plan de viaje —musitó, y se pasó las manos sobre el rostro.

No era posible ver la pantalla desde donde estaba. En su lugar, clavó la vista en los ojos de la mujer mayor. Se movían de arriba abajo, entre el teclado y la pantalla. De pronto la arruga sobre los ojos se volvió preocupada.

—Tenía el billete —dijo por último—. Pero no estaba en el avión. Ella...

Las letras sonaban bajo los dedos que danzaban.

—Marianne Kleive tenía el billete, pero no cogió el avión.

—¿En Copenhague?

—No. En Sidney.

Era increíble. No era posible. Marianne no hubiese dejado jamás, jamás, de avisarla si algo le hubiese impedido volver a casa. Ya hacía más de treinta horas desde que el avión había dejado suelo australiano, y en ese tiempo hubiera podido encontrar un teléfono. Un ordenador conectado a Internet. O algún otro medio. Era imposible de entender.

—Un momento —dijo la mujer, y cogió otra vez la copia del billete.

La mujer del anorak tenía cuarenta y tres años y se llamaba Synnøve. El nombre le iba bien. Llevaba el cabello rubio trenzado, el rostro limpio, y podían habérsele calculado diez años menos. Había escalado hasta estar a sólo ciento cuarenta metros de la cima del monte Everest antes de verse obligada a regresar y había circunnavegado el globo. Había encontrado piratas no lejos de las islas Canarias y había estado al borde de la muerte a raíz de un accidente de buceo en Stord. Synnøve Hessel era una mujer que sabía pensar rápido y de forma constructiva, y muchas veces su resolución había salvado su vida y las de otros.

Ahora todo estaba en silencio. Totalmente en silencio.

—Lo siento —musitó la mujer tras el mostrador—. Marianne Kleive tenía un billete para Sidney el domingo último. Pero aquí veo que ella...

Cuando encontró la mirada de la otra mujer, sintió el golpe.

—Lo siento —repitió igual—. No viajó nunca. Marianne Kleive no utilizó su billete. No el de ida y vuelta a Sidney, en todo caso. Puede ser que haya viajado a otro lugar. Con otro billete, quiero decir.

Sin agradecer la ayuda amable y notoriamente antirreglamentaria, sin decir nada en absoluto, sin siquiera coger la copia del plan de viaje que ella no había realizado nunca, Synnøve Hessel se dio la vuelta frente al mostrador de informaciones de SAS y comenzó a correr a través del vacío vestíbulo de partida.

No tenía idea de adonde ir.

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