Noche cerrada en Bergen (24 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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Él retomó el hockey de mesa, sin contestar.

—Te sonrojas. ¿Erais amantes?

—¿Eh?

La herida de la nariz había empezado a sangrar. Una línea delgada y roja zigzagueaba hacia abajo por la costra irregular y amarilla que bajaba desde la fosa nasal izquierda hasta el labio.

—¿Yo y... Hawre? ¡Hawre ni siquiera es verdaderamente homo! ¡Sólo necesita dinero!

—Pero ¿tú lo eres?

—¿Qué?

—Homo.

—Eso usted no me lo puede preguntar.

Una sirena empezó a sonar en el patio trasero. Dos urracas se sentaron en el marco externo de la ventana y los miraron con ojos negros como el carbón, sin hacer caso del ruido. Los ojos de Martin se achicaron, y finalmente dejó las manos quietas.

—Pero ya que pregunta, la respuesta es sí. No es nada de lo que avergonzarse.

Todo el cuerpo tenso irradiaba obstinación y ahora era él el que no quería perder su mirada.

—En eso estoy totalmente de acuerdo —dijo Silje.

Si el muchacho hubiese pesado diez kilos más y la herida en la cara estuviese curada, quizás hubiese sido guapo. Desgraciadamente tenía los dientes destruidos, un espectáculo raro entre los jóvenes noruegos en 2009. Cuando hablaba, podía vérsele la capa de sarro gris que, de todos modos, no lograba ocultar las malas amalgamas en los incisivos. Pero los ojos eran grandes y azules, y las largas pestañas se curvaban con gracia, como las de un niño pequeño.

—¿No puede irse esta gente? —preguntó.

—¿Quién?

Martin señaló a la asistente social y al policía.

—Yo puedo irme —dijo Knut Bork—. Pero Andrea Solli tiene que quedarse. No disponemos de permiso para interrogarte sin que un custodio esté presente.

Sin decir más, se puso de pie. Dejó la carpeta al lado de la hoja frente a Silje Sørensen y empujó la silla nuevamente debajo de la mesa.

—Llámame cuando hayáis terminado —dijo—. Estaré en mi oficina.

Cuando la puerta se cerró tras él, Martin miró mohíno a Andrea Solli.

—No necesito custodia —dijo—. También puedes irte.

Silje se adelantó a la representante de Protección al Menor.

—No va a hablar —dijo con decisión—. Olvídate. Mejor cuéntame cosas sobre ti y Hawre.

Martin había empezado a lamerse la herida. La sangre de la nariz se volvió de un color rojo claro al mezclarse con la saliva, y de pronto un pedazo grande de la costra se soltó.

—¡Mierda! —gritó, y se llevó la mano a la boca.

La sangre fluyó y Andrea Solli extrajo un paquete de Kleenex de su espaciosa cartera. Martin agarró tres hojas y las apretó contra la herida.

—Hawre y yo no éramos amantes —dijo excitado, y gritó dando a entender que no había terminado del todo de cambiar la voz—. ¡Sólo éramos amigos!

—Los amigos suelen tener alguna idea sobre dónde está el otro —respondió Silje.

El muchacho no respondió. Tenía los ojos húmedos, pero Silje no sabía si era por el giro de la conversación o por el dolor del labio. Eso le hizo dudar sobre cómo continuar. Para ganar tiempo, abrió una botella de medio litro de Farris y escanció tres vasos sin preguntar si alguien quería.

—Hawre está muerto —dijo despacio.

Las urracas abandonaron juntas el marco de la ventana, graznaron y desaparecieron en la oscuridad sobre la ciudad. Finalmente había dejado de nevar. Se habían hecho las cuatro y cuarto de la tarde. Desde el pasillo podían oír los pasos ansiosos de la gente que se apresuraba para regresar a casa.

—Era lo que yo creía —susurró Martin.

Arrojó el papel ensangrentado al suelo antes de poner los brazos sobre la mesa y esconder la cara.

—Era lo que yo creía —sollozó una vez más.

Silje Sørensen tenía más ganas de rodearlo con el brazo que de otra cosa. Hubiera querido contenerlo. Consolarlo, como si hubiese alguna forma de consolar a un muchacho de sólo dieciséis años que ya hacía mucho había perdido la posibilidad de llevar una vida decente.

—¿Cuándo lo viste por última vez? —insistió.

—No me acuerdo —lloró el muchacho.

—Esto es muy importante, Martin. A Hawre lo mataron.

Hubo una pausa en los sollozos.

—¿Lo mataron?

En la postura en la que estaba, su voz sonaba estrangulada.

—Sí. Y por eso es muy importante que trates de recordar.

—¿Usted cree que maté a Hawre?

No estaba siquiera enojado. No de manera acusadora. Martin Setre simplemente daba por hecho que todos pensaban que él tenía la culpa de todo.

—No, de ninguna manera. No creo, en absoluto, que hayas matado a tu amigo.

—Bien —moqueó el muchacho, y enderezó lentamente la espalda.

Andrea Solli señaló el paquete de Kleenex. Él no lo tocó.

—¡Porque nunca haría algo así!

—¿Puedes tratar de recordar cuándo lo viste por última vez? Podemos partir del 21 de noviembre. Entonces os trajeron juntos. Era un viernes. ¿Recuerdas algo de eso?

El asintió casi imperceptiblemente.

—Aquí dice que os entregaron a Protección de Menores y os llevaron a Agudos. Hawre, sin embargo, logró escaparse durante el traslado. ¿Volviste a verlo desde entonces?

—Sí...

Realmente parecía como si pensase. Una arruga inclinada le dividía el ceño en dos.

—Yo me fugué al día siguiente. En todo caso, nos encontramos.. . el domingo. Y en... —Por primera vez cogió el vaso de agua mineral—. ¿Me pueden dar Coca-Cola en vez de agua? —preguntó.

—Claro. Aquí tienes.

Le alcanzó una botella. Él la abrió y bebió sin preocuparse del vaso. Una mueca de dolor le cruzó la cara cuando la boca del envase le tocó la herida, que todavía sangraba.

—Nos encontramos ese domingo. De eso estoy bien seguro, porque...

Se interrumpió bruscamente.

—¿Por qué? —preguntó Silje Sørensen.

—No se lo voy a decir.

—Tienes que entender que...

—No le voy a decir nada sobre esa noche, ¿vale? No es importante, de todas maneras, pues volvimos a vernos con Hawre al día siguiente.

—Muy bien —dijo Silje, y tecleó en su móvil hasta llegar al calendario—. Eso sería... ¿el lunes 24 de noviembre?

—No tengo ni puta idea de qué fecha era, pero era el lunes, después de que nos cogieran, en todo caso. Íbamos...

Finalmente tomó una de las servilletas y se la llevó con cuidado a la boca. Todavía tenía lágrimas en las pestañas. Ya no lloraba, pero el chico parecía todavía más miserable que antes, si eso era posible.

—Sólo queríamos ir a dar un par de vueltas. Después íbamos a ir al cine. Necesitábamos dinero.

Silje Sørensen tenía delante una pluma y un papel. Aun así, hasta ahora no había tomado una sola nota. Ahora cogió la pluma con cuidado, pero sin tocar la hoja.

—¿Qué película? —preguntó antes de agregar rápido—: Así podré verificar la fecha.


Max Manus.

—Vamos, Martin. El estreno de
Max Manus
fue justo antes de Navidad.

—Vale. No me acuerdo. Es cierto. No recuerdo qué íbamos a ver; de todos modos, no fuimos al cine.

—¿Qué hicisteis?

—Íbamos a... ¡Ah, sí! Sólo íbamos a conseguir algo de dinero. Fuimos a la estación central.

Ahora él buscó de nuevo la mirada de la policía, como para confirmar que entendía lo que le quería decir. Ella asintió con cuidado y él lo interpretó como un sí.

—Había un montón de gente. Lleno de personas.

—¿A qué hora era esto?

—No sé. Por la tarde, quizá. En todo caso no era tan tarde. Después íbamos a ir al cine. Nos quedamos donde estamos normalmente, y...

—¿Dónde es eso?

—En la entrada del andén.

—¿Y entonces?

—No vino nadie.

—¿Nadie? Pero dijiste que...

—Nadie de los que buscábamos. Nadie que...

Jugueteó con la cajita de tabaco. Ella reparó en que los dedos eran inusualmente largos y delicados, casi femeninos.

—O sea, que decidimos irnos a City. Oslo City. Pero justo cuando estábamos saliendo, llegó un tipo que nos habló en inglés. O, más bien, hablaba en norteamericano. No estoy seguro. Norteamericano, creo.

—Bien. ¿Qué quería?

—Lo común —dijo Martin con terquedad—. Pero sólo que no se decidía a decirlo de una vez. Por lo menos no usaba las mismas...
Creepy type.
Había algo raro en él.

—¿Como qué?

—No sé bien. En todo caso yo no quería irme con él. Era...

La pausa fue tan larga que Silje le hizo otra pregunta:

—¿Recuerdas cómo era?

—Parecía un viejo libidinoso. Ropas caras. Un poco gordo, en realidad.

—¿Qué quieres decir con viejo?

—¡Por lo menos de cuarenta! Asqueroso. Como preguntón. No me gustan los viejos. Veinticinco está bien. No mucho más, en todo caso. Pero Hawre necesitaba el dinero más que yo, así que se fue con él. —Miró la botella de Coca-Cola—. Estaba vestido como para que se pudiese ver lo rico que era, ¿entiende?

Silje Sørensen entendía perfectamente. Era la subinspectora de Policía más rica del país, tras haber heredado una fortuna cuando tenía dieciocho años. No le afectaba mucho. Cuando eligió la academia de Policía, en principio fue para atemperar su esnobismo. Ahora ya estaba tan acostumbrada que compraba sus ropas, por lo general, en Hennes & Mauritz. Pero sabía bien lo que él quería decir, y asintió.

—¿Y desde entonces?

Él levantó la mirada. Sus ojos la asustaron; la confusión por su compañero muerto se había convertido en total apatía. El muchacho se encogió de hombros y murmuró algo que ella no entendió.

—¿Qué?

—No me acuerdo mucho más de ese día.

—Pero ¿no volviste a ver a Hawre desde entonces?

No podía dejar de tocarse la herida con la lengua. Sacudió la cabeza en lugar de responder.

El informe de la autopsia preliminar mostraba que Hawre Ghani murió probablemente entre el 15 y el 25 de noviembre. Martin Setre había visto a Hawre el 24 de noviembre, cuando desapareció con un cliente desconocido.

—Tienes que ayudarme —dijo Silje.

Él siguió sentado en silencio.

—Tengo que hacer un dibujo del hombre que se fue con Hawre. ¿Puedes ayudarme con eso?

—Ok —dijo por fin el muchacho—. Si antes puedo comer algo.

—Te daremos de comer. ¿Qué quieres?

Por primera vez, ella vio la insinuación de una sonrisa sobre el rostro desfigurado.

—Un bistec con cebolla y muchas patatas asadas —le contestó—. Estoy muerto de hambre.

Yngvar Stubø tosió tratando de acallar los ruidos que hacía su estómago. Apenas una hora antes había comido una manzana y un plátano, pero ya se sentía otra vez vacío. La noche de Año Nuevo había utilizado la balanza del baño por primera vez en dos años. Los números que brillaron frente a él en el visor tenían tres cifras, y lo asustaron. Como no era posible encontrar tiempo en su ya ajustada agenda para ejercitarse de forma sistemática, tuvo que renunciar a comer. En absoluto secreto se había enrolado en
vektklubb.no
, un sitio de Internet que le había informado rápidamente y sin misericordia que su consumo diario era de 4.000 calorías. Bajar hasta 1.800 era simplemente infernal.

Todavía tenía tres Kvikklunsj en el escritorio. Abrió el cajón V miró los paquetes envueltos en papel con franjas. Media tableta no podría significar mucho. Era cierto que tres días atrás había consultado la cantidad de calorías que contenía el chocolate en
vektklubb.no,
y entonces había decidido no tocar otra vez ese invento del demonio. Pero ahora tenía tanta hambre que no pensaba con claridad.

Sonó el teléfono.

—Yngvar Stubø —dijo más amable que de costumbre, profundamente agradecido por la interrupción.

—Soy Sigmund.

Sigmund Berli era amigo de Yngvar, además de su colega más cercano en los últimos casi diez años. Estaba lejos de ser el cuchillo más afilado en el cajón de herramientas de Kripos, pero era muy trabajador y enormemente leal. Sigmund votaba a la derecha, era hincha del Vålerenga y cenaba Fjordland siete días a la semana desde que se había divorciado, hacía apenas un año. El poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a sus dos hijos, a los que adoraba. Sigmund Berli era el ancla que Yngvar tenía en las masas. Y él le estaba agradecido justamente por eso. Cada vez más, los amigos y colegas universitarios de Inger Johanne lo obligaban a pasarse toda la comida sin pronunciar ni una palabra. Por lo común era inútil referirles cómo era de veras la vida en este país. Gracias a Sigmund Berli y a sus burdas generalizaciones, en todo caso había fundamentos de una existencia vivida entre gente común.

—Hallamos una pila enorme de las llamadas «cartas de odio» —dijo Sigmund.

—¿Todavía estás en Bergen?

—Sí, en una caja de seguridad en la oficina de la obispo.

—¿Estás dentro de la caja de seguridad?

—Ja, ja. Las cartas. Había una caja de seguridad ahí, de la que tuvimos conocimiento hace unos días. La secretaria tenía un código, pero por lo visto no era el correcto. Un tipo de la empresa arregló el asunto. Y había un montón de mierda, por decirlo así.

—¿De qué se trata?

—Adivina, pues.

—No tengo ganas de jugar ahora, Sigmund.


¡Homosexi, homosexa!
—Hasta podía oír la sonrisa de Sigmund al otro lado—. Qué si no —agregó.

—¿Hablamos de mensajes electrónicos? —preguntó Yngvar—. ¿O de correo normal? ¿Anónimos?

—Un poco de todo. La mayoría son mensajes electrónicos impresos. De esos la mayor parte son anónimos, pero también hay alguno que otro firmado con nombre completo. En su mayor parte es basura, Yngvar. Una cloaca, propiamente. ¿Y sabes qué es lo que nunca he entendido?

«Bastante», pensó Yngvar.

—Cómo es posible que algunos pueden sentirse tan provocados por lo que la gente hace en la cama. Mira: el que entrena a mis chicos en hockey sobre hielo es maricón. Masculino y recio con los muchachos, pero increíblemente simpático. Va a todos los entrenamientos, lo que no hacía el otro idiota que tenían antes, pese a que tenía mujer y cuatro hijos. Algunos de los padres empezaron a hacer ruido cuando el tipo salió en los diarios, ¡pero ahí deberías haber visto al viejo Sigmund Berli! —La risa crepitaba en el teléfono—. ¡Puse las cosas en su lugar! No se puede comparar a un homo cualquiera con un jodido provocador, ¿sabes? Me gané un amigo para toda la vida, con el tipo. Hemos salido a tomar cervezas un par de veces y es un chaval estupendo. Buenísimo en el hielo, también. Estaba en el equipo juvenil hasta que pudo. Son una caterva de homofóbicos, ésos.

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