Noche cerrada en Bergen (42 page)

Read Noche cerrada en Bergen Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Era —dijo Silje, y tomó aliento en un gesto artificial—, entre otras cosas, un prostituto.

—Tengo que beber algo —soltó Inger Johanne.

—No sabemos exactamente cuándo lo mataron, pero todo parece indicar que fue el 24 de noviembre. En esa fecha tenemos una observación de seguridad, después de la cual desapareció con un cliente. La fecha coincide con el cálculo de los forenses.

—Tengo que ir al baño —dijo Inger Johanne—. Simplemente tengo que beber algo.

—Tenga —dijo Silje, que cogió una botella de Farris de un armario que estaba a su espalda—. Me imagino que esto debe estar causándole cierta impresión. Fue más rápido para usted sumar dos más dos de lo que lo fue para nosotros. Todo esto tiene que...

—Les falta un asesinato el 27 de noviembre —dijo Inger Johanne.

Sentía cada vez más calor. La tapa de la botella no quería abrirse.

—Todo esto puede ser una mera coincidencia —continuó ella, que se dio cuenta de que su voz casi chillaba.

—Eso no se lo cree ni siquiera usted. Y se equivoca. No nos falta ningún asesinato el 27 de noviembre. Cuando el último martes mi colega y yo vimos un punto común llamativo entre los tres casos sobre los que tengo responsabilidad...

Se inclinó enérgica sobre el escritorio y gesticuló con los dedos señalando la botella. Inger Johanne se la entregó y con un giro decidido Silje quitó la tapa. Se la entregó nuevamente y continuó:

—Es bastante lamentable que un inspector sea responsable de tres casos. De hecho yo tenía cuatro, pero el último está ahora en manos de un colega. Yo no había avanzado mucho antes de entregarlo. Se trata del sabotaje sospechoso de un automóvil. Se salió del camino en Maridalen, y como nadie respeta el límite de velocidad en esa ruta tan peligrosa, el conductor se mató. Al principio, el caso se manejó como un accidente de tráfico normal y corriente. Después se descubrió que los frenos podían haber sido... alterados a propósito. Esto yo lo sabía de antes, pero lo que no me imaginaba era que la víctima, una sueca de nombre Sophie Erklund, convivía con Katie Rasmussen.

Inger Johanne precisó unos segundos. Ya se había bebido la mitad de su botella de Farris.

—Una representante del Parlamento —dijo finalmente—. La portavoz homosexual del Partido Popular. La portavoz, creo que prefiere ella.

—¿Cree usted que... el sabotaje estaba dirigido a ella? ¿Su... pareja murió por equivocación?

—Ni sé ni creo nada. Solamente le digo que esta absurda teoría suya parece demasiado lógica como para quedarme aquí sentada y desecharla.

—Pero puede, por supuesto, tratarse de alguna otra cosa —dijo Inger Johanne—. De alguna otra organización. O una copia de la otra. O...

—Escuche —le cortó la policía—. Escúcheme bien ahora. —Apoyó los codos sobre la mesa y juntó las palmas hacia abajo—. Usted tiene una buena reputación, Inger Johanne. Muchos en este edificio saben del trabajo que usted ha realizado para Kripos sin obtener ni premio ni reconocimiento por ello. Yo personalmente me interesé en usted cuando Kripos se ocupó del caso de unos niños asesinados, hace algunos años. El que su intervención fuera lo que al final salvó la vida de la niñita secuestrada no es un secreto en nuestro círculo.

Inger Johanne la miraba sin expresión. No tenía idea de adónde quería llegar la subinspectora con aquello.

—Pero se dice también que usted es bastante... —enderezó la espalda, y sus ojos se achicaron antes de encontrar la palabra que buscaba— reacia —completó—. ¿Sabe cómo la conocen en Kripos?

Inger Johanne se llevó la botella a los labios y bebió. Largamente.

—Como
The reluctant detective,
la detective reticente.

La risa de Silje era fuerte, cálida y contagiosa.

Inger Johanne esbozó una sonrisa y tapó finalmente la botella.

—No lo sabía —dijo con sinceridad—. Yngvar nunca me ha dicho algo así.

—Quizá no lo sepa. La cosa, en todo caso, es que está usted sentada demostrándome que el apodo es bien merecido. Primero me suelta una teoría que parece extraída de un film norteamericano de clase B, y después trata de abandonar toda la idea cuando le digo que quizás haya algo en ella. Tiene que admitir que...

Gritos desde la entrada. Una voz masculina que daba voces y pasos que corrían, seguidos de un alarido femenino. Inger Johanne miró aterrada hacia la puerta cerrada.

—Alguien que trata de escapar —dijo Silje con tranquilidad—. No podrá hacerlo.

—¿No debiéramos ayudar? O...

—¿Usted y yo? ¡No lo creo!

Alguien debió de haber alcanzado y reducido sin violencia al fugitivo, porque de pronto reinó el silencio. Inger Johanne jugueteaba con el borde de su jersey cuando sus ojos cayeron sobre un calendario a espaldas de Silje. Un círculo magnético rojo señalaba el jueves 15 de enero.

—Independientemente de mi teoría —dijo despacio—, está el hecho de que contamos con seis asesinatos entre noviembre y diciembre con... lo que bien podríamos llamar una u otra... conexión homosexual. El 19, el 24 y el 27 de noviembre. Los mismos días en diciembre. Hoy es 15 de enero.

Tenía todavía la mirada fija en el círculo rojo. Cuando parpadeó, se le grabó en los párpados como una «o» verde.

—Sí —dijo Silje Sørensen—. Dentro de cuatro días será 19 de enero. Puede que no tengamos mucho tiempo.

La idea no se le había ocurrido aún a Inger Johanne. Hizo que se le erizara la piel de los brazos y se bajó las mangas.

—¿Tienen alguna pista que seguir? ¿Alguna cosa? Según Yngvar parece que están bastante estancados allá en Bergen, en todo caso.

Silje Sørensen adelantó el labio inferior e inclinó la cabeza de lado a lado, como si no supiese del todo si podía llamar pista a lo que buscaba. Abrió tres cajones hasta que dio con el que quería y extrajo un fajo de dibujos. El cajón se volvió a cerrar cuando se puso de pie y caminó hacia el tablero vacío.

—Tenemos esto —dijo—. Retratos robot del hombre que estaba comprando favores sexuales de Hawre Ghani cuando éste fue visto por última vez con vida.

Fijó los dibujos en el tablero con chinchetas de un rojo brillante. Inger Johanne se puso de pie y esperó a que los cuatro dibujos estuviesen expuestos. Uno de cuerpo entero, uno de una cara de frente, otro de costado y un dibujo extraño de algo que parecía la solapa de una chaqueta con una insignia.

—¿Todo en orden?

La voz de Silje se oía como si viniese desde muy, muy lejos.

—¡Inger Johanne!

Alguien la tomó del brazo. Sentía la cabeza tan liviana que era como si se le fuese a soltar y ascender hasta el cielo raso como un globo de helio a menos que se repusiese.

—¡Siéntese! ¡Por amor de Dios, siéntese!

—No. Quiero quedarme aquí de pie.

Hasta su propia voz sonaba extraña.

—¿Tiene usted..., sabe usted quién es ésta persona, Inger Johanne?

—¿Quién hizo estos retratos?

—Nuestro retratista. Se llama...

—No, no es eso lo que quiero decir. ¿Quién es el testigo sobre el que se basaron para hacerlos?

—Un muchacho. Un muchacho de la calle. Un prostituto. ¿Sabe usted quién es esta persona?

Todavía sostenía el brazo de Inger Johanne. Apretó los dedos.

—Yo le di una bofetada a este hombre —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo?

—O bien su testigo me juega un mala pasada, o es la persona más observadora del mundo. No podría a olvidar jamás a este hombre. Él... —La sangre le volvió a la cabeza. Se sentía más coherente de lo que se había sentido durante bastante tiempo. La invadió una calma extraña, como si por fin hubiese decidido lo que quería y en qué creía—. Él salvó la vida de mi hija —dijo—. Salvó a Kristiane de ser arrollada por el tranvía, y yo le di una bofetada para agradecérselo.

La secretaria del abogado Kristen Faber se había tomado finalmente tiempo para ocuparse del cajón de su jefe. Por supuesto, no fue necesario llamar ni al cerrajero ni al carpintero. Todo lo que precisó fue trabajar un poquito con la cerradura con un cortaplumas que ella tenía como adorno sobre su escritorio. Un chasquido y el cajón se abrió.

El sobre estaba allí. Grande y marrón, con el nombre de Niclas Winter escrito a mano y la fecha de su nacimiento debajo. Estaba cerrado a la antigua, con un sello de lacre. Como garantía suplementaria contra los dedos ajenos, alguien había estampado una firma absolutamente ilegible atravesando el borde donde la solapa estaba pegada.

Cuando Kristen Faber se hizo cargo del bufete del viejo abogado Skrøder, hubo mucho de qué ocuparse. Ulrik Skrøder había estado totalmente senil durante el último medio año antes de que su hijo lograse finalmente declarar incapaz al pobre viejo para poder vender la oficina. Eso fue en todo caso lo que se dijo. Según ella, sobre quien recayó la tarea de poner orden en los casos y las prescripciones que, o bien habían pasado, o bien estaban a punto de vencer, parecía como si el hombre se hubiese enmarañado durante muchos años. No había ningún orden y le llevó varios meses arreglar lo más grueso.

Una vez que eso estuvo finalmente hecho, Kristen se dio cuenta de que había pagado de más por la práctica. La cantidad de casos activos era mucho menor de lo que le habían hecho creer, y la mayor parte de sus clientes tenía la misma edad que había tenido su abogado. Murieron, simplemente, uno tras otro, veteranísimos y consumidos por la edad, con embarazoso desorden en sus asuntos y sin ninguna necesidad de ayuda legal. Año y medio más tarde, Kristen ganó una demanda por el resarcimiento de la mitad del dinero que había pagado.

La secretaria podía entender sin problemas la frustración de Kristen por haber comprado un gato por liebre. De todos modos, no podía evitar recordarle de vez en cuando la cantidad de sobres lacrados que estaban acumulados en un armario en el archivo. Algunos parecían viejísimos, y el hijo del abogado Skrøder había sostenido que algunos de ellos podían tener mucho valor. Habían sido recibidos en consignación de alguna de las más antiguas y ricas familias de la ciudad. Su padre siempre había dicho que el pesado armario de roble con todos los documentos confiados en él era una prueba de su renombre. Como estaban lacrados, todos, con el nombre del dueño legal de su contenido prolijamente anotado, Kristen Faber quedó satisfecho con abrir diez o doce, una vez que estaba bastante desesperado por haber comprado un paquete de casos que no rentaba nada.

Aparte de certificados por acciones de empresas que ya no existían, pactos matrimoniales entre cónyuges que ya habían fallecido y una pila de billetes que habían perdido hace mucho su curso legal, encontró el borrador de una novela de autor desconocido de la que pudo constatar, al cabo de solamente diez páginas, que carecía totalmente de valor. A partir de allí había cerrado otra vez el armario, decidido a olvidar su pérdida humillante y a recuperarse.

Desde entonces, el armario se había quedado allí.

Fue ella misma quien lo abrió por primera vez en casi nueve años, cuando el joven Niclas Winter llamó por teléfono. Parecía frustrado y fue bastante descortés, y quería saber si existía un sobre archivado a su nombre. Como tenía tiempo y era curiosa por naturaleza, ella echó una mirada. Y allí estaba. Si se miraba bien, parecía más nuevo que el resto de los que había en el armario.

Ahora lo sostuvo contra la luz.

Era imposible discernir lo que contenía. Niclas Winter tampoco había dicho nada sobre ello la vez que la abrumó mandándole besos por teléfono antes de Navidad, cuando ella lo llamó para contarle el hallazgo.

La tentación de abrir el lacre era casi más de lo que podía soportar. Apoyó la palma sobre el papel grueso. Ese tipo de sobres admitían, por lo general, que se los humedeciera, pero el lacre era un problema.

Con un suspiro leve dejó el sobre en el escritorio de Kristen Faber y regresó al suyo.

Por lo menos ella estaría allí cuando lo abriese.

—No podemos hacer esto público —dijo Silje Sørensen, que apoyó toda la palma sobre el retrato del hombre misterioso—. En todo caso, no todavía. Si lo hacemos, perderá mucho de su valor. Todos se formarán una opinión y un parecer, las pistas nos inundarán, y según mi experiencia estaremos considerablemente empantanados antes de poder dar con algo sustancial mediante semejante procedimiento. Ahora, en cambio... —Contempló el retrato durante unos segundos más antes de sentarse otra vez—. Ahora tenemos un as en la manga. Tenemos algo que nadie sabe que poseemos.

Inger Johanne asintió. Una vez que se hubo recuperado tras reconocer al hombre en los retratos robot, recorrieron el caso punto por punto una vez más. Ahora estaba a mitad de una nueva botella de Larris y trataba de reprimir un regüeldo.

—¿Y usted está completamente segura?

Debía de ser la tercera vez que Silje hacía la pregunta.

—Estoy totalmente segura de que el tipo del retrato es increíblemente parecido al hombre que salvó a Kristiane, sí. Es como si hubiese posado para el modelo. Que estemos de hecho hablando del mismo hombre, como ya le he dicho, no puedo garantizarlo. La cosa es que... —El aire se abrió paso a través de su esófago y eructó—. Perdón —dijo llevándose el puño a la boca—. La cosa es que aquí están empezando a aparecer tantas relaciones que ya no se puede hablar solamente de pura coincidencia. El ubicar al último hombre que vieron con Hawre Ghani en el lugar donde Marianne Kleive fue asesinada puede llamarse en todo caso un triunfo. En ambos casos, tengo que agregar.

—Usted podría encontrar trabajo aquí. —Silje sonrió antes de que se le formase otra arruga entre las cejas y dijera—: Y ya que está inspirada, ¿puede decirme qué es esa insignia? —Señaló el dibujo con un dedo—. Nos tiene bastante confundidos. —Ésa es la idea —dijo Inger Johanne—. Los bigotes falsos y los cabellos teñidos ya han pasado de moda. ¿Ha visto
Extraños en un tren,
de Hitchcock?

La arruga de Silje se profundizó.

—Esa de los dos desconocidos que se encuentran en un tren —le recordó Inger Johanne—. Ambos quieren acabar con la vida de alguien. Uno propone intercambiar los asesinatos, para asegurarse así una coartada perfecta. En ese caso, el asesino no tendría ningún motivo, y como sabemos, el motivo es una de las primeras cosas que ustedes los policías tratan de establecer.

Por segunda vez en poco tiempo la asaltó la idea de Wencke Bencke. La alejó y trató de sonreír.

—Yo... no veo mucho de esas cosas —dijo Silje.

—Debería hacerlo. En todo caso, la insignia está ahí porque no tiene nada que ver con el caso. Considere las ropas: oscuras, neutrales, sin ninguna característica específica. Cualquiera con capacidad de observación media se fijaría en esa insignia roja. Entonces ustedes gastarían un montón de energía en...

Other books

The Buried Giant by Kazuo Ishiguro
3.5. Black Magic Woman by John G. Hartness
Kindling the Moon by Jenn Bennett