Noche cerrada en Bergen (41 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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—¡Hola! —dijo Yngvar—. ¿Está usted ahí todavía?

—Sí. No, no sé quién es. Puedo preguntarle a Lukas cuando se despierte.

—No, no se preocupe. No lo molestemos con detalles. Yo lo llamaré dentro de un par de días.

—¿Hay algo más?

—No. Deséele una pronta recuperación.

—Gracias. Eso haré. Hasta luego.

La comunicación se cortó antes de que él alcanzase a despedirse. Dejó el teléfono y se recostó sobre la cama otra vez, con las manos entrelazadas bajo la nuca.

Ahora por lo menos sabía que el retrato era de una mujer.

Sintió un pequeño remordimiento cuando pensó que, de hecho, había engañado a Astrid. Igualmente inesperado fue darse cuenta de que ella también le había mentido. La forma en que se interrumpió en mitad de la frase indicaba que había cambiado de intención al ocurrírsele algo.

Algo que no quería compartir con él.

Si no era otra cosa, esto podía querer decir que estaba sobre la pista correcta.

Detective a pesar suyo

Sus calzoncillos yacían en el suelo. Las marcas de rozamiento se destacaban mugrientas, aun contra el algodón verde oscuro. Ella tomó la prenda haciendo una pinza con el pulgar y el índice, y fue hasta el baño para arrojarla en la cesta de la ropa sucia. Como estaba claro que él había estado indispuesto del estómago, haría lo mismo con los pantalones. Estaban justo frente a la puerta cerrada que daba al dormitorio. En el camino había recogido ya los calcetines. Con el bulto de ropa bajo el brazo, abrió la puerta silenciosamente y entró en la habitación.

Olía a enfermo.

Mal aliento, olor a sueño y a gases intestinales se mezclaban en una pestilencia que la obligaron a abrir de par en par la puerta del balcón. Se llenó los pulmones dos veces con el aire fresco antes de volverse hacia él.

Dormía tan profundamente que no se percató ni del ruido que ella hizo con la puerta ni de la corriente de aire helado. La colcha se elevaba lentamente y con ritmo acompasado, y lo cubría de manera que ella podía verle sólo la coronilla. Empezaba a perder el cabello. Las entradas de Lukas se habían profundizado durante los últimos dos años, pero aquélla era la primera vez que ella se fijaba en que iba camino de desarrollar una calva. La afectó. Le parecía tan frágil ahí tumbado.

—Lukas —dijo en voz baja y se acercó al lecho.

Él siguió durmiendo.

Ella se sentó al borde de la cama y le acarició el cabello.

—Lukas —repitió, más alto—. Tienes que despertarte.

Él gimió e intentó taparse la cabeza con la colcha.

—Quiero dormir —murmuró—. Vete.

—No, Lukas. Pronto iré a buscar a los niños y hay algo que debo hablar contigo cara a cara. Algo importante.

—Tendrá que esperar. ¡Me duele tanto... —tragó saliva ruidosamente y se quejó— la garganta!

—Ha llamado Yngvar Stubø.

La colcha se quedó inmóvil. Ella se percató de que él se tensaba y le acarició nuevamente la cabeza.

—Hizo una pregunta muy rara —dijo despacio—. Y yo tengo algo que preguntarte.

—Mi garganta. Me quema.

—Ayer —comenzó ella, y se aclaró la garganta—. Ayer por la mañana me dolía la cabeza. Como no teníamos más Paracet, decidí tomar una de tus píldoras para la migraña.

Él se sentó con brusquedad.

—¿Te has vuelto loca? —protesto él—. ¡Esas píldoras están recetadas y son solamente para mí! ¡Ni siquiera sé si alivian otro dolor de cabeza que no sea una migraña!

—Tranquilo —dijo ella con calma—. No tomé ninguna. Pero he de admitir que abrí tu cajón y...

—¿Qué hiciste qué?

La voz le laceraba la garganta.

—Yo sólo quería...

—Hacemos todo lo que podemos para enseñar a los niños que deben dejar en paz las cosas ajenas —dijo él, excitado; la voz empezaba a fallarle—, que no deben abrir la correspondencia de los demás, que no deben mirar en los cajones de las mesitas de noche de los otros. Y entonces..., y entonces vienes tú y...

Los puños golpearon la colcha.

—Lukas —dijo Astrid con calma—. Lukas, mírame.

Cuando finalmente él levantó la vista, la clavó en su mirada.

—Tenemos que hablar —dijo ella—. Has empezado a tener secretos conmigo, Lukas.

—No tengo opción.

—Claro que sí. Siempre tenemos opciones. ¿Quién es la mujer del retrato del cuarto de tu madre? ¿Y por qué quitaste el retrato de su marco y lo guardaste en tu cajón?

Puso su mano sobre la de él. Estaba fría y húmeda, aun en el dorso. Él no la retiró, pero tampoco la abrió para tomar la que ella ofrecía.

—Creo que tengo una hermana —susurró.

Astrid no podía creer lo que él estaba diciendo.

—Creo que es posible que tenga una hermana —repitió él con voz ronca—. Una hermana mayor que es hija de mi madre. Quizá también de mi padre. De cuando eran muy jóvenes.

—Creo que te has vuelto completamente loco —dijo Astrid con suavidad.

—No. Lo creo en serio. El retrato estuvo allí mucho tiempo, y nunca supe de quién era. Una vez le pregunté a mi madre...

Un ataque de tos lo obligó a inclinarse hacia delante. Astrid le soltó la mano, pero no se puso de pie.

—Le pregunté a mi madre quién era. No me contestó. Sólo dijo que era una amiga a quien yo no conocía.

—Sería cierto, entonces.

—¿Por qué tendría mi madre un retrato al lado de su cama de alguien a quien yo nunca conocí, si no es porque era mi hermana? Los otros retratos son de papá y de mí.

—Conocí a tu madre durante doce años, Lukas. Eva Karin era la persona más honesta, magnífica y absolutamente decente que he conocido. Ella no hubiese mantenido nunca, nunca, una hija oculta. Nunca.

—¡La puede haber dado en adopción! ¡No hay nada censurable en eso! Al contrario, explicaría el absolutismo de mi madre en lo que respecta al aborto y... —La voz se le debilitó del todo y se llevó la mano a la garganta—. ¿Qué preguntó Stubø? —susurró.

—Preguntó quién era la persona del retrato.

—¿Qué le contestaste?

—Nada.

—¿Nada?

—Dije que no lo sabía. Es cierto. No sé quién es. Pero si esto puede tener algún significado para la investigación, debes hablar con él.

—¡Es imposible que tenga algo que ver con el caso! No quiero que esto se haga público. ¡Es lo último que mi madre hubiese querido!

—Pero, Lukas —dijo ella despacio, y le estrechó otra vez la mano—. ¿Por qué crees que Stubø está tan preocupado con este retrato? Está claro que opina que debe tener algún significado. Y nosotros queremos que este asunto se solucione, ¿no es cierto? ¿Lukas?

El no contestó. La expresión mohína de mirada condescendiente le recordó tanto a su hijo mayor que tuvo que sonreír.

—Fue mi padre quien lo retiró —murmuró él.

—¿Cuándo?

—Al día siguiente del asesinato. Cuando Stubø vino la primera vez, se equivocó y entró en el cuarto de mi madre; unos días después notó que el retrato ya no estaba.

Cogió un manojo de servilletas de papel de un servilletero que había puesto sobre la mesa de noche y se sopló la nariz, larga y profundamente.

—¿Cómo lo obtuviste? —preguntó ella—. ¿Si fue Erik quien lo guardó...?

—Es una larga historia —dijo él agitando las servilletas sucias—. Y ahora tengo que dormir, Astrid. En serio. De veras que me siento absolutamente mal.

Ella permaneció sentada. El viento soplaba tan fuerte a través de la puerta abierta que los periódicos sobre la mesita de noche temblaban. Había comenzado a llover otra vez y el ruido de las grandes gotas contra el suelo del balcón hizo que ella elevase la voz cuando dio dos palmadas sobre la colcha y dijo:

—De acuerdo. Pero tenemos que hablar más sobre esto.

Él se escabulló otra vez bajo la colcha y le volvió la espalda.

—¿Puedes cerrar la puerta?

—Sí —contestó ella.

La madera del marco se había hinchado durante el eterno periodo de las lluvias y era imposible cerrar del todo la puerta del balcón. La dejó entornada y salió de la habitación con los pantalones sucios y los calcetines de Lukas bajo el brazo.

El teléfono sonó en el piso de abajo.

Fue casi como si desease que fuera Yngvar Stubø quien llamara.

—¿Ha hablado usted con su marido sobre...? ¿Sabe Yngvar Stubø esto?

Silje Sørensen había escuchado a Inger Johanne durante casi tres cuartos de hora. Aquí y allá había anotado algo, y en ciertas ocasiones le había hecho una o dos preguntas. El resto del tiempo la había escuchado, con tensión creciente. Bastante inmersa en el riguroso e increíble relato, un ligero rubor se había extendido en torno a su garganta. Ahora Inger Johanne podía ver claramente cómo le latía el pulso en la base del cuello.

—No —admitió Inger Johanne tras una pausa casi imperceptible—. Está en Bergen, por el momento.

—Eso había entendido, pero esto es realmente... —Silje se peinó el cabello con los dedos. El diamante brilló—. Déjeme ver si logro resumirlo correctamente.

Una pluma azul se balanceaba entre sus dedos corazón e índice.

—The 25'ers es... —comenzó—, por lo tanto, una organización de la que se sabe muy poco. Usted piensa que vinieron a Noruega, por razones que desconoce, y comenzaron a matar homosexuales o simpatizantes según un calendario aproximadamente fijo basado en los números 19, 24 y 27, que deben ser respectivamente un número críptico en relación con el Corán y dos versículos bíblicos de la carta de san Pablo a los romanos.

Levantó la vista de sus notas.

—Sí —dijo Inger Johanne, dócil.

—¿Se da cuenta de lo absurdo que suena todo esto?

—Sí.

—¿No se pregunta por qué estoy aquí sentada escuchándola durante ya casi... —echó una mirada a su reloj de pulsera Omega de oro y acero— una hora?

—Sí.

Inger Johanne se sentó otra vez sobre sus manos. Se arrepentía. Por supuesto, era Yngvar con quien debía de haber hablado. Yngvar, que la conocía y sabía de lo que ella era capaz y cómo pensaba. Ahora estaba sudando y se sentía más desgarbada que nunca en compañía de aquella policía de uñas largas y que lucía un cabello que un peluquero debía de haber peinado esa misma mañana.

Silje Sørensen se había puesto de pie.

Abrió un cajón del escritorio. Era tan bajita que casi ni precisaba agacharse. Se le ocurrió que debió de haber sido difícil pare ella satisfacer los requisitos de ingreso a la Academia de Policía. Se quedó de pie un momento en silencio, buscando algo. Inger Johanne no podía ver de qué se trataba desde su asiento. El cajón se cerró otra vez con un ruido y Silje Sørensen caminó hasta la ventana.

—El 27 de diciembre no tiene usted ningún asesinato —dijo dándole la espalda—. Es solamente algo por lo que usted apuesta, que este...

La pausa duró tanto que Inger Johanne murmuró.

—Niclas Winter.

—Que este Niclas Winter fuera asesinado, y que no murió por una sobredosis.

Inger Johanne se preguntó si debía irse. Su bolso yacía a sus pies, a medio abrir, y podía ver que había tres llamadas perdidas en su móvil.

—Por otro lado... —dijo Silje Sørensen de manera tan repentina y en voz tan alta que Inger Johanne se sobresaltó—, la experiencia de los norteamericanos apunta a que sólo matan a homosexuales y no a simpatizantes, ¿no es así?

—Pero saben tan poco sobre ellos, y tienen...

—¿Tiene usted alguna idea sobre si se sienten atados a las fechas?

—¡Sí! —Inger Johanne casi gritó—. Llamé a mi... —Se contuvo, ya tenía suficientes problemas de credibilidad como para aumentarlos haciendo referencia a una amiga—. Llamé a la abogada Winslow en APLC —se corrigió—. Esa oficina de la que le hablé.

Era cierto. Camino de la Central de Policía, Inger Johanne sintió la necesidad de hacerse con más argumentos para su magra historia y llamó a Karin a los Estados Unidos. En cuanto su amiga respondió la llamada, Inger Johanne comprendió que todavía era de noche en Alabama. No tenía ninguna importancia, le aseguró Karin, puesto que ella todavía tenía los horarios desfasados.

—Como dije, los que descubrieron el origen del nombre The 25'ers son especialistas en numerología. Por supuesto que tuvieron algo de donde partir. Algo en torno de lo que pudieron teorizar. Los seis asesinatos que por el momento se relacionan con esta organización se realizaron el 19, el 24 o el 27. Eso me dijo la abogada Winslow. —Se secó bajo la nariz y agregó, con cierto embarazo—: Ahora. Durante la mañana.

Silje Sørensen caminó nuevamente hasta el escritorio. Abrió el cajón. Miró dentro de él.

De pronto se sentó. El cajón continuó abierto.

—Si usted hubiese venido hace una semana —dijo—, la hubiese despedido amablemente después de cinco minutos. Si no lo he hecho ahora, es porque... —Se miraron. Inger Johanne se mordió los labios—. No sé si es muy correcto que yo le diga esto —dudó Silje sin apartar su mirada de la de ella—. Usted no tiene ninguna relación con la Policía. Formalmente, quiero decir.

Inger Johanne guardó silencio.

—Por otro lado, supongo que usted tiene mayor o menor consentimiento de las autoridades relevantes en relación con esta investigación suya. Imagino que obtuvo una autorización para acceder a nuestros casos penales, por lo menos a aquellos sobre los que sospechamos que se vinculan con crímenes de odio.

Inger Johanne abrió la boca para protestar. Silje levantó la mano en un gesto de desaprobación.

—¡«Imagino», he dicho! No tengo pensado preguntárselo. Simplemente le cuento lo que imagino. Así puedo mostrarle esto.

Sacó del cajón abierto una hoja. Todavía sentada, la observó por un momento antes de pasársela por encima del escritorio, repleto pero bien ordenado.

Ella la cogió y se puso bien las gafas.

La hoja tenía tres nombres y tres fechas.

Reconozco el nombre de Marianne Kleive —dijo ella—. Pero de estos otros dos no tengo ni idea...

—Runar Hansen —la interrumpió Silje—. Muerto a golpes en el parque Sofienberg el 19 de noviembre. Hawre Ghani. Solicitante de asilo menor de edad que...

—El parque Sofienberg —interrumpió Inger Johanne—. ¿Lado este u oeste?

—Este —dijo Silje con una sonrisa casi imperceptible—. Y de Hawre Ghani..., es probable que usted haya oído hablar de un cadáver que rescatamos de la bahía el último domingo de Adviento.

Inger Johanne tenía la boca seca. Buscó con la mirada algo para beber, pero una capa marrón y sólida en la taza era lo único que quedaba del cacao.

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