—Little Bigger —dijo, mirándome con ojos brillantes—. El pequeño Bigger. Oh, querido, si estoy oyendo hablar de ti desde…
—Está bien —dije—. Así que soy famoso, ¿eh? Pues olvídate de ello a partir de ahora.
—Claro, querido. Sí, Carl.
—No sé cómo lo haré. Tendremos que prepararlo. Ahora, en cuanto a la pasta…
Ella sabía mucho de eso. Pudo haber dicho quince o veinte de los grandes. Y yo podía haber dicho que sí. Y luego, después de pensarlo, podía haberles dicho a ellos: la dama es insaciable; valdría más silenciarla…
—Bah, querido —dijo haciendo un mohín—. No hablemos de ello como si yo lo hiciera por… por
eso
. Después seguiremos juntos, ¿verdad? Ya sé que tú no eres de esos tacaños.
—Será mucho tiempo después —añadí—. Yo tendré que seguir en Peardale por lo menos hasta el verano. Tú puedes irte cuando quieras, por supuesto, pero yo no podría unirme a ti antes del verano.
—Puedo esperar. ¿A dónde iremos, querido? Quiero decir después de…
—Ya lo pensaremos. Eso no es problema. Con dinero siempre hay algún sitio donde ir. Qué demonios, podremos vivir aquí o en cualquier parte al cabo de un par de años, cuando las cosas se hayan enfriado lo suficiente.
—¿No creerás…? Tú no me creerás mala, ¿verdad, Carl?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Si no te he poseído nunca.
—Ya sabes a lo que me refiero, querido… No pensarás que yo… que yo iba a hacer lo mismo con… Querido, ¿no tendrás miedo de mí? No pensarás que debes…
Apagué mi cigarrillo.
—Escúchame —dije—. ¿Me escuchas? Pues entérate de esto. Si te tuviera miedo, tú no estarías aquí. ¿Entiendes lo que te digo?
—Te entiendo —afirmó con la cabeza—. Carl, querido… —Era la misma voz ronca; como si estuviera vertiendo crema sobre mí—. ¿No irás a…?
—¿No iré a qué?
Hizo un gesto hacia la luz.
Resultaría difícil explicar lo que aconteció la semana siguiente. Ocurrieron muchas cosas. Tantas cosas, que yo no podía comprender, o que me daba miedo comprenderlas. Fueron tantas cosas, que me tuvieron preocupado y al borde de la locura, o no me dejaron vivir de miedo.
Yo disponía de tiempo. Sabía que no tenía prisa. El Jefe no quería que se hiciera el trabajo por lo menos antes de diez semanas. De ahí que yo tuviera tiempo de trazar mis planes, estudiarlos y tomarme las cosas con calma. Pero después de la primera semana —qué diablos, cuando la semana iba por la mitad—, concebí la idea de que entre lo que quería yo y lo que quería el Jefe no había ninguna diferencia.
Esto pudo ser durante la primera semana, pero tuve un claro presentimiento de que no distaba mucho de ser la última.
Ocurrió la semana en que Kendall empezó realmente a mostrar su mano… Al menos, así lo parecía.
Fue la semana en que Jake trató de acusarme.
Fue la semana en que intentó matarme.
Fue la semana en que Fay y yo comenzamos a pelearnos.
Fue la semana en que Ruthie…
¡Dios, qué semana! Incluso ahora —¿y por qué tendría que preocuparme ahora?— se me rasga el estómago con sólo pensar en ella.
Pero pongamos las cosas en orden. Retrocedamos a aquel viernes previo a que comenzara la semana, a cuando estábamos Fay y yo en el hotel.
…Me dijo que hacía más de un año que no… «ya sabía yo qué», y yo supuse que estaba empleando algo así como un eufemismo.
Y luego, finalmente, me dio un largo beso de «buenas noches», unos cincuenta besos en uno solo, y se volvió de su lado. Al cabo de un minuto empezó a roncar.
No eran unos ronquidos naturales, semejantes al ruido de una sierra de vaivén. Parecía que tuviera alguna pequeña obstrucción nasal donde se acumulaban las secreciones y la obligaban a emitir un leve
pop-crack
aproximadamente cada diez veces que respiraba.
Yo estaba rígido y tenso, contando sus movimientos respiratorios, con el deseo de que su nariz fuera un grifo para cerrarlo. Y continué tendido en la cama oyéndola respirar, atento cada vez que sonaba su pequeño
pop-crack
, que me traspasaba como una aguja caliente. Y justamente entonces, cuando ya tenía casi cronometrado aquel maldito ronquido, cambió de ritmo. Empezó a emitir el
pop-crack
cada siete veces, luego cada nueve, y finalmente cada doce.
Así continuaría hasta llegar a un punto en que lo hizo cada veinte inspiraciones de aire —¡Dios, pareció durar cuarenta y ocho horas!— y finalmente paró.
Puede que ustedes hayan dormido alguna vez con alguien así; más bien, intentado dormir. Con una de aquellas personas que no pueden entrar a su gusto en el reino de los sueños e invaden tu sitio. Pues bien, ella era de ésas. Y ahora que aquellos malditos
pop-crack
habían abandonado su sistema, ella dio comienzo a otro, revolviéndose en la cama. Aquello era un infierno.
Yo traté de obligarme a dormir, pero no había opción. Me puse a pensar en un tipo que había encontrado cuando tuve que largarme de Nueva York. Como no podía dormir, empecé a pensar.
Temiendo ser visto en el tren, autobús o avión, eché a andar hacia Connecticut, practicando el autoestop. Mis intenciones consistían en acercarme lo máximo posible a la frontera canadiense, para poder cruzarla de un salto rápido si fuera necesario, y desde allí dirigirme al Oeste. Bueno, aquel tipo me recogió; llevaba un buen coche y yo sabía que debía llevar pasta encima. Pero… bueno, aquello sucedió de manera incomprensible; era un sujeto difícil de comprender. Es lo que pensamos normalmente con un sujeto así. De todos modos…
Era escritor, aunque él no se conceptuaba como tal. Se autodenominaba un promocionador del hockey.
—¿Ha notado el mal olor? —preguntó—. Acabo de pasar por un vertedero de basuras de Nueva York y no he tenido tiempo de fumigarme.
Lo único que yo olía era su tufo a licor. Continuó hablando, pero no con el estilo gramatical que podía esperarse de un escritor. Era un tipo la mar de curioso.
Dijo haber poseído una granja en Vermont y que lo único que cultivó en ella fueron las partes más interesantes de la anatomía femenina. No se reía ni esbozaba una sonrisa, y de la forma en que lo contaba casi hacía que me lo creyese.
—Fertilizaba con estiércol de cabra montesa —dijo—. Las cabras al principio son dóciles, pero luego se vuelven salvajes. Por el olor, ya sabe. Las alimentaba con alcohol etílico del mejor grado y disponían de su propio estanque privado para bañarse. Pero nada de eso les hace ningún bien. Tendría usted que verlas de noche cuando se ponen a aullar con rabia.
Hice una mueca, preguntándome por qué le llevaría la corriente.
—Yo no sabía que aullaran las cabras —dije.
—Aúllan, si son lo suficientemente salvajes —dijo.
—¿Fue eso lo único que crió allí? —pregunté—. ¿No tiene usted cuerpos de ninguna de… de aquellas cosas?
—¡Por todos los santos! —Se volvió hacia mí como si le hubiera insultado—. ¿Le parece poco lo que le digo? Hasta los culos y tetas se están convirtiendo en una especie de droga en el mercado. Lo que más piden, sobre todo, es algo que usted ya sabe. —Me pasó la botella, él tomó también un trago y se calmó un poco—. Ay, y solía criar otras cosas —dijo—. Cuerpos. Caras. Ojos. Expresiones. Cerebros. Los criaba en una habitación de tres dólares semanales de la Calle 14 y comía aspirinas cuando no podía levantar pasta suficiente para una hamburguesa. Y, de vez en cuando, bajaba algún arrogante editor de libros, recogía mi cosecha y la empaquetaba a dos cincuenta el ejemplar, y el resultado era, si yo le elogiaba mucho y no le daba a entender que él era un miembro disfrazado de la familia Jukes, que se gastaba tres o cuatro dólares en promoción, y las ventas del libro se elevaban a un total de novecientos ejemplares, y me daba el diez por ciento de los ingresos… cuando tenía tiempo para ello. —Escupió por la ventanilla y se echó otro trago—. ¿Le importaría conducir un rato?
Me deslicé por encima de él y por detrás del volante. Sus manos se deslizaron sobre mí.
—Veamos la «churi» —dijo.
—¿La qué?
—La charrasca, la navaja. Por Cristo, ¿es que no sabe usted inglés? No será usted un editor, ¿verdad?
Le seguí la corriente. No sabía qué otra cosa hacer. Probó la hoja, con su dedo pulgar. Luego abrió la guantera del coche, revolvió dentro a tientas y sacó una piedrecita de afilar.
—Cristo —dijo, moviendo la hoja repetidas veces sobre ella—. Este trasto conviene tenerlo afilado. No se puede hacer nada bueno con esta maldita azada. Antes degollaría yo a un tipo con un fleje de cama que con este trasto… Bueno —me la entregó—, es lo más que puedo hacer. No la use más que para el trabajo de barriga y tal vez dé resultado.
—Oiga, mire —dije—, ¿qué…?
—Mire usted —dijo. Me echó mano al cinturón y sacó mi «Luger». La sostuvo a la luz del tablero de instrumentos y se puso a mirarla—. Bueno, no está nada mal —dijo—. Pero lo que usted necesitaría realmente es una pipa como ésta —y volvió a meter la mano en la guantera, sacando una «Colt» automática del 32—. ¿Le gustaría probarla? Venga, pruébela conmigo. Pare el coche y pruebe las dos.
Me las ofreció y echó mano a la llave de contacto. Qué diablos, no sé ni lo que dije.
Finalmente, se puso a reír —de forma amigable, muy diferente a como había reído hasta entonces— y volvió a meter la «Luger» en mi cinto y la «Colt» en la guantera.
—Eso no tendría sentido, ¿verdad? —dijo—. ¿Hasta dónde quiere conducir?
—Hasta donde pueda —contesté.
—Magnífico. Será hasta Vermont. Tendremos tiempo de charlar.
Continuamos la marcha, relevándonos de vez en cuando al volante y parándonos en algunos sitios para tomar café y bocadillos. La mayor parte del tiempo hablaba él o lo hacía yo. No sobre nosotros mismos, quiero decir no sobre nada personal. No era un hombre fisgón. Sólo hablamos de libros, de la vida, de religión y de cosas por el estilo. Y todo lo que él hablaba venía a ser tan difuso que yo estaba seguro de no poder recordarlo, aunque, en cierto modo, más tarde, parecía reducirse en su mayor parte a una sola cosa.
«Seguro que hay infierno…», le oía yo decir ahora, aquí, mientras estaba en la cama con ella recibiendo en la cara su respiración, con su cuerpo pegado al mío… «Es el desierto gris donde se refugia el sol, sin calor ni luz, y el Hábito que alimenta e impulsa el senil Deseo. Es el lugar donde moran la mortal Miseria y la inmortal Necesidad, y la noche se torna horrenda con los gemidos de una y los gritos extáticos de la otra. Sí, amigo mío, hay infierno, y no tienes que excavar mucho para saberlo…»
Cuando finalmente le abandoné, me dio ciento noventa y tres dólares, todo lo que llevaba en la cartera, excepto un billete de diez dólares.
Fay se puso a roncar otra vez.
Cogí la botella de whisky y mis cigarrillos y me metí en el cuarto de baño. Cerré la puerta y me senté en el taburete. Y debía estar allí sentado dos o tres horas, fumando, bebiendo whisky y pensando.
Me pregunté qué habría sido de aquel hombre, si seguiría aún en Vermont cultivando aquellas cosas. Pensé en lo que había dicho acerca del infierno, lo cual no había significado nunca para mí más de lo que significaba en estos momentos.
En modo alguno era yo un hombre viejo, pero comencé a preguntarme si de la forma en que me sentía tendría algo que ver con el envejecimiento. Y, de cualquier manera, eso me llevó a preguntarme cuál sería realmente mi verdadera edad, porque yo no lo sabía.
De lo único que podía fiarme era de lo que me había dicho mi madre, pero unas veces me decía una cosa y otras, otra. Dudo que ella lo supiese realmente, sin pensarlo. Puede que lo hubiese calculado, pero con tantos hijos como tuvo sería muy difícil que no le fallaran sus cálculos. Así…
Traté de calcular una cosa tan desconcertante como aquélla. Sumé, resté e intenté recordar ciertos tiempos y lugares, y lo único que conseguí fue un dolor de cabeza.
Yo había sido siempre pequeño. Exceptuando los pocos años que estuve en Arizona, parecía como si hubiera vivido siempre al borde de un precipicio.
Retrocedí en el tiempo, y si las cosas habían sido siempre muy diferentes, o si lo había sido yo alguna vez, no podía recordar cuándo.
Seguí bebiendo, fumando y pensando, y, finalmente, me encontré dando cabezadas.
Regresé al dormitorio.
Ella dormía ahora como una especie de bola movediza, con el trasero en un lado de la cama y las rodillas en el otro. Esta posición dejaba un espacio libre a los pies de la cama, y allí me tendí atravesado.
Me desperté con los pies de ella en mi pecho y sintiendo como si me hubieran hundido las costillas. Eran las nueve. Había dormido menos de cuatro horas. Pero, como estaba seguro de que ya no dormiría más, me escurrí de debajo de ella y bajé de la cama.
Me metí en el cuarto de aseo y tomé un baño, de la forma más silenciosa posible. Cuando estaba delante del espejo del lavabo colocándome las lentillas de contacto, la vi que miraba desde la entrada.
Ella no sabía que yo la estaba viendo. Resulta curioso cómo te observa la gente a través de un espejo sin pensar que también tú puedes observarla a ella. Me estaba mirando la parte inferior de la boca, y vi que hacía un gesto. Entonces se vio sorprendida, supongo, al percatarse de que también yo podía verla. Regresó al dormitorio, esperó un instante y se encaminó otra vez hacia la puerta, haciendo suficiente ruido para que yo supiera que estaba levantada.
Me ajusté la dentadura. Creo que mi boca tenía mal aspecto sin los dientes postizos; algo así como si perteneciera a otra persona. Pero a mí me importaba un rábano si a ella le gustaba o no.
Apareció bostezando y rascándose la cabeza con las dos manos.
—Atiza, querido —dijo—. ¿Qué haces levantado tan pronto? Dormía tan… aggg…, perdona, tan a gusto.
—Son más de las nueve —dije—. Pensé que ya había estado bastante en la cama.
—Bueno, yo no. Has hecho tanto ruido, que me has despertado.
—Quizás hubiera valido más quedarme de pie en el rincón.
Sus ojos echaban chispas. Luego se puso a reír, medio irritada.
—Mal genio. No me riñas por cualquier cosa. Y ahora sal de aquí y déjame tomar un baño.
Me salí y la dejé sola. Me vestí mientras ella se bañaba y se cepillaba los dientes; por el ruido que formaba, se enjuagó la boca más de mil veces, haciendo gargarismos, escupiendo y tosiendo. Comencé a sentir náuseas; me sentía realmente más enfermo de lo que ya estaba. Me tomé rápidamente el resto del whisky, y eso me ayudó. Cogí el teléfono y encargué el desayuno y otra botella. Era consciente del daño que me hacía el alcohol —me lo habían prohibido totalmente— pero tenía que tomarlo.