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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (14 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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Al principio, pensó en dejar la nota sobre la mesa de la cocina. Después, la obsesionó la posibilidad de que Mervyn cambiara de planes, y en lugar de quedarse a pasar la noche del martes en su club volviera a casa, encontrara la nota y les causara dificultades a ella o a Mark antes de abandonar el país. Al final, la envió por correo a la fábrica, a donde llegaría hoy.

Consultó su reloj, un regalo de Mervyn, que le imponía siempre puntualidad. Conocía bien su rutina: pasaba casi toda la mañana en la planta de la fábrica, subía a mediodía a su oficina y examinaba el correo antes de salir a comer. Había escrito en el sobre «Personal», para que su secretaria no la abriera. Estaría sobre su despacho, entre un montón de facturas, pedidos, cartas e informes. En estos momentos, la estaría leyendo. Pensar en ello la hizo sentirse culpable y apesadumbrada, pero también aliviada de que se hallara a trescientos kilómetros de distancia.

—Nuestro taxi ha llegado —dijo Mark.

Diana estaba un poco nerviosa. ¡Cruzar el Atlántico en avión!

—Es hora de irnos —insistió él.

Diana reprimió su angustia. Dejó sobre la mesa la taza de café, se levantó y le dedicó la más radiante de las sonrisas.

—Sí —respondió en tono alegre—. Es hora de volar.

Eddie siempre había sido tímido con las chicas.

Aún era virgen cuando se graduó en Annapolis. Mientras se hallaba destinado en Pearl Harbor acudió a prostitutas, y esa experiencia le había dejado una sensación de desagrado consigo mismo. Después de abandonar la Marina había sido un solitario; recorría en coche los pocos kilómetros que le separaban de un bar cuando necesitaba compañía. Carol-Ann era una azafata de tierra que trabajaba para la línea aérea en Port Washington, Long Island, la terminal de hidroaviones de Nueva York. Era una rubia tostada por el sol con los ojos azules de la Pan American, y Eddie jamás se había atrevido a pedirle una cita. Un día, en la cantina, un joven operador de radio le dio dos billetes para ir a ver Vivir con papá en Broadway, y cuando dijo que no tenía con quien ir, el radiotelegrafista se volvió hacia la mesa de al lado y preguntó a Carol-Ann si quería acompañarle.

—Siiií —respondió ella, y Eddie comprendió que pertenecía a su parte del mundo.

Averiguó más tarde que, en aquella época, la joven se sentía desesperadamente sola. Era una chica del campo, y la sofisticación de los neoyorkinos le producía ansiedad y tensión. Era sensual, pero no sabía qué hacer cuando los hombres se tomaban libertades, de manera que, desconcertada, rechazaba sus propuestas con indignación. Su nerviosismo le ganó la reputación de «témpano», y no recibía muchas invitaciones.

Pero Eddie no sabía nada de esto en aquel momento. Se sintió como un rey con ella del brazo. La llevó a cenar y la devolvió en taxi a su apartamento. Le dio las gracias por la agradable velada en la puerta, y reunió el coraje suficiente para besarla en la mejilla; entonces, ella se puso a llorar y dijo que él era el primer hombre decente que conocía en Nueva York. Antes de que Eddie se diera cuenta de lo que estaba diciendo, le había pedido otra cita.

Se enamoró de ella durante esa segunda cita. Fueron a Coney Island un caluroso viernes de julio, y ella se puso pantalones blancos y una blusa azul cielo. El comprendió asombrado que ella se sentía orgullosa de que la vieran caminando a su lado. Comieron helado, subieron a unas montañas rusas llamadas El Ciclón, compraron sombreros absurdos, se cogieron de las manos y se confesaron secretos íntimos triviales. Cuando la acompañó a casa, Eddie le confesó que nunca había sido tan feliz en toda su vida, y Carol-Ann le asombró de nuevo al decirle que ella tampoco.

No tardó en olvidarse de la granja y pasar todos sus permisos en Nueva York, durmiendo en el sofá de un estupefacto pero alentador compañero de profesión. Carol-Ann le llevó a Bristol (New Hampshire) para que conociera a sus padres, dos personas menudas, delgadas y de mediana edad, pobres y trabajadoras. Le recordaron sus propios padres, pero sin la implacable religión. Apenas podían creer que habían engendrado una hija tan hermosa, y Eddie comprendió sus sentimientos, porque apenas podía creer que una chica como aquella se hubiera enamorado de él.

Pensaba en cuánto la amaba, mientras se hallaba de pie en el jardín del hotel Langdown Lawn, contemplando el tronco del roble. Se encontraba sumido en una pesadilla, uno de aquellos espantosos sueños que se inician con una sensación de bienestar y felicidad, luego se piensa, por mero placer especulativo, en lo peor que podría ocurrir, y de repente sucede, lo peor ocurre, sin remedio, y es imposible remediarlo.

Lo más terrible es que se habían peleado antes de que se marchara, y no se habían reconciliado.

Ella estaba sentada en el sofá, vestida con una camisa de dril de Eddie y nada más, con las largas piernas bronceadas extendidas y el liso cabello rubio cayéndole sobre los hombros como un chal. Leía una revista. Sus pechos eran pequeños, pero ahora se habían hinchado. El sintió el deseo de tocarlos, y pensó «¿por qué no?». Deslizó la mano por debajo de la camisa y le tocó el pezón. Ella levantó la vista, sonrió con ternura y continuó leyendo.

Él le besó la cabeza y se sentó a su lado. Carol-Ann le había sorprendido desde el primer momento. Ambos se habían comportado al principio con timidez, pero en cuanto volvieron de la luna de miel y empezaron a vivir juntos en la vieja granja, las inhibiciones de la joven desaparecieron por completo.

De entrada, quiso hacer el amor con la luz encendida. Eddie se sintió un poco cohibido, pero consintió, y le gustó, aunque no perdió la vergüenza. Después, reparó en que ella no cerraba la puerta cuando se bañaba. A partir de ese momento consideró absurdo encerrarse en el cuarto de baño y la imitó, y un día ella entró desnuda ¡y se metió en la bañera con él! Eddie jamás se había sentido más violento. Ninguna mujer le había visto desnudo desde que tenía cuatro años. Le sobrevino una enorme erección de sólo mirar a Carol-Ann lavarse las axilas, y se cubrió el pene con una toalla hasta que ella estalló en carcajadas.

Empezó a pasear por la granja en diversos estados de desnudez. Ahora, por ejemplo, era como si no llevara nada, aunque, según su criterio, la cantidad de ropa que la cubría era más que suficiente, y esto consistía en un pequeño triángulo de algodón al final de las piernas, donde la camisa dejaba al descubierto las bragas. Por lo general, aún era peor. Él estaba preparando café en la cocina y ella entraba en ropa interior y empezaba a tostar panecillos, o se estaba afeitando y Carol-Ann aparecía en el lavabo en bragas, pero sin sujetador, y se lavaba los dientes tal que así, o irrumpía desnuda en el dormitorio, trayéndole el desayuno en una bandeja. Se preguntó si sería una «ninfómana». Había oído esa palabra en boca de otra gente. De todos modos, le gustaba que ella fuera así. Le gustaba mucho. Nunca había ni soñado que poseería a una hermosa mujer que pasearía por su casa desnuda. Pensaba que era muy afortunado.

Vivir con ella durante un año le cambió. Se había vuelto tan desinhibido que iba desnudo desde el dormitorio al cuarto de baño. A veces, ni siquiera se ponía el pijama para irse a dormir, y en una ocasión la poseyó en la sala de estar, justo en ese sofá.

Seguía preguntándose si ese tipo de comportamiento era el síntoma de alguna anormalidad psicológica, pero había decidido que daba igual: Carol-Ann y él podían hacer lo que les diera la gana. Cuando aceptó este planteamiento, se sintió como un pájaro escapado de una jaula. Era increíble; era maravilloso; era como vivir en el cielo.

Se sentó a su lado sin decir nada, disfrutando de su compañía, oliendo la suave brisa que entraba por las ventanas, procedente del bosque. Tenía preparada la maleta y dentro de unos minutos saldría hacia Port Washington. Carol-Ann había dejado la Pan American (no podía vivir en Maine y trabajar en Nueva York) y trabajaba en una tienda de Bangor.

Eddie quería hablar con ella sobre ese tema antes de marcharse.

—¿Qué? —preguntó CarolAnn, levantando la vista del Life

—No he dicho nada.

—Pero ibas a hacerlo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes? —sonrió él.

—Eddie, ya sabes que oigo tu cerebro cuando está en funcionamiento. ¿Qué pasa?

Él colocó su mano ruda y grande sobre el estómago de su mujer y palpó su leve hinchazón.

—Quiero que dejes tu trabajo.

—Es demasiado pronto…

—No hay problema. Nos lo podemos permitir. Y quiero que te cuides de verdad.

—Ya me cuidaré. Dejaré el trabajo cuando lo necesite. Eddie se sintió herido.

—Creí que te gustaría la idea. ¿Por qué quieres continuar?

—Porque necesitamos el dinero y yo necesito hacer algo.

—Ya te he dicho que nos lo podemos permitir.

—Me aburriría.

—La mayoría de las mujeres casadas no trabajan.

—Eddie, ¿por qué intentas tenerme amarrada? Carol-Ann había alzado el tono de voz.

Él no intentaba tenerla amarrada, y la sugerencia le enfureció.

—¿Por qué estás tan decidida a llevarme la contraria?

—¡No te llevo la contraria! ¡No quiero quedarme sentada aquí como el ayudante de un estibador!

—¿No tienes cosas que hacer?

—¿Como qué?

—Tejer ropa de bebé, hacer conservas, echar siestas…

Ella se mostró desdeñosa.

—Oh, por el amor de Dios…

—¿Qué hay de malo en eso, cojones? —se irritó Eddie.

—Habrá mucho tiempo para eso cuando nazca el niño. Me gustaría pasar bien mis últimas semanas de libertad. Eddie se sintió humillado, pero no estaba seguro de cómo había ocurrido. Quería marcharse. Consultó su reloj.

—He de coger el tren.

Carol-Ann parecía entristecida.

—No te enfades —dijo en tono conciliador.

Pero Eddie estaba enfadado.

—Creo que no te comprendo —contestó, irritado.

—Detesto que me coaccionen.

—Sólo trataba de ser amable.

Eddie se levantó y se dirigió a la cocina, donde la chaqueta del uniforme colgaba de una percha. Se sentía estúpido e incomprendido. Se había propuesto un acto de generosidad y ella lo consideraba una imposición.

Carol-Ann trajo la maleta del dormitorio y se la dio en cuanto Eddie acabó de ponerse la chaqueta. Levantó la cara y él le dio un beso rápido.

—No te vayas enfadado conmigo —dijo Carol-Ann. Su deseo no se cumplió.

Y ahora, Eddie se hallaba en un jardín de un país extranjero, a miles de kilómetros de ella, con el corazón encogido, preguntándose si volvería a ver alguna vez a Carol-Ann.

5

Por primera vez en su vida, Nancy Lenehan estaba engordando.

De pie en la suite del hotel Adelphi de Liverpool, junto a una montaña de maletas que esperaban ser embarcadas en el
SS Orania
, se miró en el espejo, horrorizada.

No era bonita ni fea, pero tenía facciones regulares (nariz recta, pelo oscuro, barbilla bien dibujada) y parecía atractiva cuando se vestía con acierto, lo que ocurría casi siempre. Hoy llevaba un vestido de franela muy ajustado, confeccionado por Paquin en color cereza, y una blusa de seda gris. La chaqueta, siguiendo la moda, se ceñía a la cintura, y por eso había descubierto que estaba engordando. Cuando se abrochó los botones de la chaqueta, apareció una arruga, leve pero muy reveladora, y los botones inferiores ejercieron presión contra los ojales.

Sólo existía una explicación. La cintura de la chaqueta era más breve que la cintura de la señora Lenehan.

Debía ser el resultado de haber comido y bebido durante todo agosto en los mejores restaurantes de París. Suspiró. Seguiría una dieta durante toda la travesía transatlántica. Al llegar a Nueva York, habría recobrado la figura.

Jamás se había plegado a una dieta. La perspectiva no la inquietaba; aunque le gustaba comer, no era glotona. Lo que en realidad la inquietaba era sospechar que se trataba de un síntoma de la edad.

Hoy cumplía cuarenta años.

Siempre había sido esbelta, y los vestidos caros a medida le sentaban bien. Había detestado la indumentaria suelta de los años veinte, y se alegró cuando las cinturas volvieron a ponerse de moda. Derrochaba mucho tiempo y dinero en ir de compras, una actividad que le encantaba. A veces, esgrimía la excusa de que necesitaba exhibir un buen aspecto porque trabajaba en el mundo de la moda, pero la verdad era que lo hacía por puro placer.

Su padre había fundado una fábrica de zapatos en Brockton, Massachusetts, en las afueras de Boston, en 1899, el año que Nancy nació. Le enviaban desde Londres zapatos de la mejor calidad y realizaba copias baratas; sus ventas crecieron gracias a estos plagios. Sus anuncios mostraban un zapato londinense de 29 dólares junto a una copia Black de 10, y preguntaban: «¿Distingue usted la diferencia?». Trabajaba bien y con denuedo, y durante la Gran Guerra se hizo con el primero de los contratos militares, que aún constituían el negocio más rentable.

Durante los años veinte estableció una cadena de tiendas, sobre todo en Nueva Inglaterra, que sólo vendían sus zapatos. Cuando llegó la Depresión, redujo el número de modelos de mil a cincuenta y fijó un precio de 6,60 dólares por cada par, independientemente del modelo. Su audacia fue recompensada y, mientras todos los demás negocios quebraban, los beneficios de Black aumentaron.

Solía decir que costaba lo mismo fabricar malos zapatos que buenos, y que era absurdo que la clase obrera fuera mal calzada. Cuando los pobres compraban zapatos de suela de cartón que se estropeaban al cabo de pocos días, las botas de Black eran baratas y resistentes. Papá estaba orgulloso de ello, al igual que Nancy. Según ella, las excelentes botas de la familia justificaban la gran mansión de Back Bay donde vivían, el enorme Packard con chófer, sus fiestas, sus ropas bonitas y sus criados. Ella no era como otros jóvenes adinerados, que se conformaban con heredar la riqueza.

Ojalá pudiera decir lo mismo de su hermano.

Peter tenía treinta y ocho años. Cuando papá murió, cinco años antes, dejó a Peter y a Nancy un número igual de acciones de la empresa, el cuarenta por ciento cada uno. La hermana de papá, tía Tilly, recibió el diez por ciento, y el diez restante fue a parar a Danny Riley, el desacreditado abogado de papá.

Nancy siempre había dado por sentado que ella tomaría el timón cuando papá muriera. Papá siempre la había preferido a Peter. No era normal que una mujer dirigiera una empresa, pero ya había sucedido otras veces en la industria textil.

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