Noche sobre las aguas (41 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

BOOK: Noche sobre las aguas
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—Al principio, quizá.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Margaret con solemnidad—. Si me presento en tu oficina dentro de una semana, ¿me darás un empleo?

La señora Lenehan aparentó sorpresa.

—Santo Dios, hablas muy en serio, ¿verdad? Pensaba que estábamos hablando en teoría.

Margaret notó una opresión en el corazón.

—Entonces, ¿no vas a darme el empleo? —dijo, en tono quejumbroso—. ¿Hablabas por hablar?

—Me gustaría contratarte, pero hay un problema. Es posible que dentro de una semana me haya quedado sin trabajo. Margaret deseaba llorar.

—¿A qué te refieres?

—Mi hermano está intentando arrebatarme la empresa.

—¿Cómo va a hacerlo?

—Es complicado, y tal vez no lo consiga. Estoy oponiendo resistencia, pero no estoy segura de cómo acabará todo.

Margaret no podía creer que su oportunidad se hubiera desvanecido en cuestión de segundos.

—¡Has de ganar! —exclamó enérgicamente.

Antes de que la señora Lenehan pudiera contestar, Harry apareció, con el aspecto de un amanecer gracias al pijama rojo y la bata azul cielo. Verle calmó a Margaret. Se sentó. Margaret le presentó.

—La señora Lenehan ha venido a tomar un coñac, pero los camareros están ocupados.

Harry fingió sorpresa.

—Es posible que estén ocupados, pero aún pueden servir bebidas—. Se levantó y se asomó al compartimento siguiente—. Dávy, ¿quieres hacer el favor de traer un coñac a la señora Lenehan?

—¡Eso está hecho, señor Vandenpost! —fue la respuesta del mozo. Harry tenía la habilidad de lograr que la gente se plegara a sus deseos.

Volvió a sentarse.

—No he podido por menos que fijarme en sus pendientes, señora Lenehan. Son absolutamente maravillosos.

—Gracias —sonrió la mujer, muy complacida en apariencia por el cumplido.

Margaret los observó con más atención. Cada pendiente consistía en una única perla introducida en un enrejado hecho de alambres de oro y diminutos diamantes. Eran de una elegancia exquisita. Deseó llevar ella también alguna joya que despertara el interés de Harry.

—¿Los compró en Estados Unidos? —preguntó el joven.

—Sí, son de Paul Flato.

Harry asintió con la cabeza.

—Pero yo diría que fueron diseñados por Fulco di Verdura.

—No lo sé —repuso la señora Lenehan—. No es frecuente encontrar a un hombre joven interesado en las joyas. Margaret tuvo ganas de decir «Sólo le interesa robarlas, así que vaya con cuidado», pero estaba impresionada por su conocimiento de la materia. Siempre se fijaba en las mejores piezas, y solía saber quién las había diseñado.

Davy trajo el coñac de la señora Lenehan. Conseguía caminar sin tambalearse, pese a las bruscas sacudidas del avión.

Nancy cogió la copa y se levantó.

—Creo que voy a dormir.

—Buena suerte —dijo Margaret, pensando en el contencioso de la señora Lenehan con su hermano. Si lo ganaba, contrataría a Margaret, tal como había prometido.

—Gracias. Buenas noches.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó Harry, un poco celoso.

Margaret no sabía si contarle la oferta de Nancy. La perspectiva era emocionante, pero existía un problema, y no podía pedirle a Harry que compartiera su alborozo. Decidió ocultarlo por el momento.

—Empezamos hablando de Frankie Gordino —dijo—. Nancy cree que hay que dejar en paz a la gente de su calaña. Se limitan a organizar cosas como el juego y la… prostitución.., que sólo hacen daño a la gente que se mezcla en ellas.

Se ruborizó levemente; nunca había pronunciado en voz alta la palabra «prostitución».

Harry parecía pensativo.

—No todas las prostitutas son voluntarias —dijo al cabo de un minuto—. A algunas se las obliga. ¿Has oído hablar de la trata de blancas?

—¿Qué quiere decir eso?

Margaret había visto la expresión en los periódicos, y había imaginado vagamente que las muchachas eran secuestradas y enviadas a Estambul para servir como criadas. Qué tonta era.

—No hay tanta como dicen los periódicos —siguió Harry—. En Londres sólo hay un tratante de blancas. Se llama Benny de Malta, porque es de Malta.

Margaret estaba estupefacta. ¡Pensar que todo aquello ocurría ante sus propias narices!

—¡Me podría haber pasado a mí!

—Sí, aquella noche que huiste de casa. Es la típica situación que Benny aprovecha. Una chica sola, sin dinero ni sitio donde dormir. Te invitaría a una cena excelente y te ofrecería un empleo en una compañía de baile que partiría hacia París por la mañana, y tú pensarías que ese hombre era tu salvación. La compañía de baile resultaría ser un espectáculo de desnudos, pero no lo averiguarías hasta quedar atrapada en París sin dinero ni forma de volver a casa; tu situación, en la fila de atrás y menearías el trasero lo mejor que pudieras.

Margaret se imaginó en aquella situación y comprendió que haría exactamente eso.

—Una noche —prosiguió Harry—, te pedirían que «fueras amable» con un corredor de bolsa borracho, y en caso de negarte te sujetarían para que él gozara de ti. —Margaret cerró los ojos, asqueada y asustada al pensar en lo que podría haberle sucedido—. Al día siguiente te irías, pero ¿a dónde? Aunque tuvieras unos francos, no bastarían para volver a casa. Y empezarías a meditar lo que dirías a tu familia cuando llegaras. ¿La verdad? Jamás. De modo que volverías al alojamiento, con las demás chicas, que al menos te tratarían con cordialidad y comprensión. Después, empezarías a pensar que si lo has hecho una vez, puedes hacerlo dos, y con el siguiente agente de bolsa te lo tomarías con más calma. Antes de que te dieras cuenta, sólo pensarías en las propinas que los clientes te dejarían por la mañana en la mesilla de noche.

Margaret se estremeció.

—Es lo más horrible que he oído en mi vida —dijo.

—Por eso creo que no se debe dejar en paz a Frankie Gordino.

Se quedaron en silencio uno o dos minutos.

—Me pregunto qué relación existe entre Frankie Gordino, y Clive Membury —dijo Harry después, meditabundo.

—¿Existe alguna?

—Bueno, Percy dice que Membury lleva una pistola. A mí ya me había parecido que era un policía.

—¿De veras? ¿Por qué?

—El chaleco rojo. Es lo que un policía pensaría apropiado para pasar por un playboy.

—Quizá colabore en la custodia de Frankie Gordino.

—¿Por qué? Gordino es un malchechor norteamericano que vuela camino a una cárcel norteamericana. Se halla fuera de territorio británico y bajo custodia del fbi. No se me ocurre por qué Scotland Yard enviaría a alguien para colaborar en su vigilancia, sobre todo teniendo en cuenta el precio del billete.

Margaret bajó la voz.

—¿Es posible que te siga a ti?

—¿A Estados Unidos? ¿En el
clipper
? ¿Con una pistola? ¿Por un par de gemelos?

—¿Se te ocurre otra explicación?

—No.

—En cualquier caso, lo de Gordino hará olvidar el espectáculo que dio mi padre durante la cena.

—¿Por qué crees que perdió los estribos así? —preguntó Harry con curiosidad.

—No lo sé. No siempre fue así. Recuerdo que era bastante razonable cuando yo era más joven.

—He conocido a pocos fascistas… Suelen ser personas asustadas.

—¿Tú crees? —Margaret consideraba la idea sorprendente y poco plausible—. Pues parecen muy agresivos.

—Lo sé, pero por dentro están aterrorizados. Por eso les gusta desfilar arriba y abajo y llevar uniformes. Se sienten a salvo cuando forman parte de una banda. Por eso no les gusta la democracia; demasiado incierta. Se sienten más a gusto en una dictadura, pues siempre se sabe qué ocurrirá a continuación y no hay peligro de que el gobierno caiga por sorpresa.

Margaret comprendió la sensatez de aquellas aseveraciones. Asintió con aire pensativo.

—Me acuerdo, incluso antes de que el carácter se le agriara tanto, que se irritaba hasta extremos inimaginables con los comunistas, los sionistas, los sindicalistas, los independentistas irlandeses, los quintacolumnistas… Siempre había alguien decidido a someter a la nación. Si te paras a pensarlo un momento, nunca pareció muy verosímil que los sionistas sometieran a Inglaterra, ¿verdad?

—Los fascistas siempre están enfadados —sonrió Harry—.

Suele ser gente decepcionada de la vida por un motivo u otro.

—Es el caso de papá. Cuando mi abuelo murió y heredó la propiedad, descubrió que estaba en bancarrota. Vivió en la ruina hasta que se casó con mamá. Entonces, se presentó al Parlamento, pero no fue elegido. Ahora, le han expulsado de su propio país.

—De pronto, se dio cuenta de que comprendía mejor a su padre. Harry era sorprendentemente perceptivo—. ¿Dónde has aprendido tantas cosas? No eres mucho mayor que yo.

Harry se encogió de hombros.

—Battersea es un sitio muy politizado. La sección más poderosa del partido Comunista en Londres, creo.

Al comprender un poco más a su padre, Margaret se sintió menos avergonzada de lo ocurrido. No tenía excusa, desde luego, pero resultaba consolador pensar en él como un hombre amargado y asustado, en lugar de un ser desquiciado y vengativo. Harry Marks era muy inteligente. Ojalá la ayudara a escapar de su familia. Se preguntó si querría volver a verla cuando llegaran a Estados Unidos.

—¿Ya sabes dónde irás a vivir? —preguntó.

—Supongo que me alojaré en Nueva York. Tengo algo de dinero y no tardaré en conseguir más.

Qué fácil parecía, dicho así. Debía ser más fácil para los hombres. Una mujer necesitaba protección.

—Nancy Lenehan me ha ofrecido un empleo —dijo ella, guiada por un impulso—, pero tal vez no pueda cumplir su promesa, porque su hermano está tratando de robarle la empresa.

Él la miró y después apartó la vista, con una inusual impresión de timidez en el rostro, como si, por una vez, se hallara inseguro.

—Bien, no me importaría, o sea, echarte una mano. Era lo que ella estaba deseando escuchar.

—¿De verás lo harás?

Daba la impresión de pensar que no podía hacer gran cosa.

—Podría ayudarte a encontrar una habitación. Qué alivio tan tremendo.

—Sería maravilloso. Nunca he buscado alojamiento, y no sabría por dónde empezar.

—Mirando en los periódicos.

—¿Cuáles?

—Todos.

—¿En los periódicos informan sobre alojamientos?

—Sacan anuncios.

—En el
Times
no salen anuncios de alojamientos. Era el único periódico que papá compraba.

—Los periódicos vespertinos son mejores.

Ignorar cosas tan sencillas la hacía sentirse como una tonta.

—Supongo que, al menos, podré protegerte del equivalente norteamericano de Benny de Malta.

—Estoy tan contenta. Primero, la señora Lenehan. Después, tú. Ahora sé que podré tirar adelante si tengo amigos. Te estoy tan agradecida que no sé qué decir.

Davy entró en el salón. Margaret reparó en que el avión volaba con suavidad desde hacía cinco o diez minutos.

—Miren todos por las ventanas —dijo Davy—. Dentro de unos segundos verán algo.

Margaret miró por la ventana. Harry se desabrochó el cinturón y se acercó para mirar por encima de su hombro. El avión se inclinaba a babor. Al cabo de un momento, vio que volaban a baja altura sobre un gran transatlántico, iluminado como Piccadilly Circus.

—Habrán encendido las luces en nuestro honor —dijo alguien—. Suelen navegar a oscuras desde que se declaró la guerra…. Tienen miedo de los submarinos.

Margaret era consciente de la cercanía de Harry, que no la disgustaba lo más mínimo. La tripulación del
clipper
habría hablado por radio con la del barco, pues los pasajeros del buque se habían congregado en la cubierta, contemplando el avión y agitando las manos. Estaban tan cerca que Margaret pudo distinguir su indumentaria: los hombres llevaban chaquetas de esmoquin blancas y las mujeres trajes largos. El barco se movía con rapidez. Su proa hendía las gigantescas olas sin el menor esfuerzo y el avión pasó sobre él con suma lentitud. Fue un momento especial; Margaret se sentía hechizada. Miró a Harry y ambos intercambiaron una sonrisa, compartiendo la magia. Él apoyó su mano derecha en la cintura de la muchacha, en la parte que ocultaba el cuerpo, para que nadie lo viera. Su tacto era suave como una pluma, pero ella notó que la quemaba. Estaba excitada y confusa, pero no deseaba que apartara la mano. Al cabo de un rato, el barco fue disminuyendo de tamaño; sus luces se fueron apagando una a una, hasta extinguirse por completo. Los pasajeros del
clipper
volvieron a sus asientos y Harry retrocedió.

La gente fue desfilando hacia sus respectivas literas, y al final sólo quedaron en el salón los jugadores de cartas, Margaret y Harry. Margaret no sabía qué hacer. Se sentía torpe y tímida.

—Se está haciendo tarde —dijo—. Será mejor que nos vayamos a la cama.

¿Por qué lo he dicho?, pensó. ¡No quiero irme a la cama! Harry aparentó decepción.

—Creo que me iré dentro de un minuto.

Margaret se levantó.

—Muchas gracias por ofrecerme tu ayuda —dijo.

—De nada.

«¿Por qué nos comportamos con tanta formalidad?, pensó Margaret. ¡No quiero despedirme así!»

—Que duermas bien —dijo.

—Lo mismo te digo.

Margaret hizo ademán de marcharse, pero no se decidió.

—Has dicho en serio que me ibas a ayudar, ¿verdad? No me decepcionarás.

El rostro de Harry se suavizó y le dirigió una mirada casi amorosa.

—No te decepcionaré, Margaret. Te lo prometo.

De pronto, la joven sintió que le quería muchísimo. Guiada por un impulso, sin pararse a pensar, se inclinó y le beso, Sólo rozó los labios con los de él, pero cuando se tocaron experimentó una oleada de deseo que recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica. Se irguió de inmediato, sorprendida por su acto y sus sensaciones. Por un momento, se miraron a los ojos. Después, Margaret pasó al compartimento siguiente.

Las rodillas le fallaban. Miró a su alrededor y vio que el señor Membury ocupaba la litera superior de babor, dejando la de abajo libre para Harry. Percy también había elegido una litera superior. Se introdujo en la que había debajo de Percy y sujetó la cortina.

Le he besado, pensó, y fue estupendo.

Se deslizó bajo la sábana y apagó la luz. Era como estar en una tienda de campaña, cálida y confortable. Miró por la ventana, pero no se veía nada interesante; sólo nubes y lluvia. Aun así, resultaba excitante. Recordó aquella vez en que Elizabeth y ella habían obtenido permiso para plantar una tienda en el jardín y dormir allí, cuando eran niñas y el calor impregnaba las noches de verano. Siempre pensaba que la excitación le impediría pegar ojo, pero al instante siguiente era de día y la cocinera se presentaba en la puerta de la tienda con una bandeja de té y tostadas.

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