—¡Lo haré, lo haré, suélteme, suélteme!
Eddie estuvo a punto de cumplir su palabra; después, comprendió que también él corría el peligro de perder el control. No quería matar a Luther, se recordó, sólo darle un susto de muerte. Ya lo había logrado. Era suficiente.
Dejó caer a Luther, soltándole. Luther corrió hacia la puerta.
Eddie le dejó marchar.
He actuado como un auténtico loco, pensó Eddie, aunque sabía que no había actuado.
Se apoyó contra el lavabo, recuperando el aliento. La rabia le abandonó con la misma rapidez que había llegado. Se sintió calmado, pero aturdido por la violencia a la que había dado rienda suelta, casi como si le hubiera ocurrido a otra persona.
Un pasajero entró al instante siguiente.
Era Mervyn Lovesey, el hombre que había subido en Foynes, un individuo alto ataviado con un camisón a rayas que le daba un aspecto muy divertido. Era el típico inglés y aparentaba unos cuarenta años.
—Caramba, ¿qué ha pasado aquí? —dijo, inspeccionando los daños.
Eddie tragó saliva.
—Se ha roto una ventana —dijo.
Lovesey le dirigió una sonrisa irónica.
—Incluso yo lo he adivinado.
—Es frecuente cuando hay tormenta —siguió Eddie—. Esos vientos violentos arrastran trozos de hielo, e incluso piedras.
Lovesey parecía escéptico.
—¡Vaya! Llevo volando diez años en mi propio avión y nunca había escuchado nada semejante.
Tenía razón, por supuesto. A veces, se rompían ventanas durante los viajes, pero cuando el avión recalaba en un puerto, nunca en pleno Atlántico. Contaban, para evitar tal eventualidad, con cubreventanas de aluminio llamadas portillas, dispuestas también en el lavabo de caballeros. Eddie abrió un armarito y sacó una.
—Para eso las llevamos —dijo. Lovesey se convenció por fin.
—Peculiar —comentó, y entró en el water.
Con las claraboyas se guardaba el destornillador, la herramienta necesaria para instalarlas. Eddie decidió que la mejor forma de disimular el incidente sería encargarse de realizar el trabajo. Sacó el marco de la ventana en pocos segundos, quitó los restos de cristal roto, colocó la portilla y puso de nuevo el marco.
—Muy impresionante —dijo Mervyn Lovesey cuando salió del water. Eddie intuyó que, de todos modos, aún no estaba convencido del todo. Sin embargo, no pensaba hacer nada para remediarlo.
Eddie salió y observó que Davy estaba preparando una bebida de leche en la cocina.
—Se ha roto la ventana del lavabo —le dijo.
—La arreglaré en cuanto haya servido su cacao a la princesa.
—He instalado la portilla.
—Caray, Eddie, gracias.
—Pero barre los cristales en cuanto puedas.
—Muy bien.
A Eddie le habría gustado encargarse de la tarea, pues el culpable era él. Así le había educado su madre. Sin embargo, corría el riesgo de despertar suspicacias si se mostraba demasiado servicial, traicionado por su conciencia. A regañadientes, dejó que Davy se encargara de ello.
En cualquier caso, había conseguido algo. Había asustado a Luther. Pensaba que Luther seguiría al pie de la letra el nuevo plan y arreglaría que Carol-Ann, se encontrara a bordo de la lancha. Al menos, tenía motivos para confiar.
Su mente se centró en su otra preocupación: la reserva de combustible del avión. Aunque aún no debía reincorporarse a su puesto, subió a la cubierta de vuelo para hablar con Mickey Finn.
—¡La curva ocupa todo el sitio! —exclamó Mickey en cuanto Eddie entró.
«¿Nos queda bastante combustible?», pensó Eddie, aparentando serenidad.
—Déjame ver.
—Mira: el consumo de carburante es increíblemente elevado durante la primera hora de mi turno, y se normaliza durante la segunda.
—También ocupaba todo el espacio durante mi turno—dijo Eddie, intentando aparentar una leve preocupación, a pesar de que estaba aterrorizado—. Creo que la tormenta da al traste con todas las previsiones. —Entonces hizo la pregunta que le estaba atormentando—. ¿Nos queda suficiente combustible para llegar a casa? —Contuvo el aliento.
—Sí, nos queda bastante —respondió Mickey.
Eddie, aliviado, relajó sus músculos. Gracias a Dios. Al menos, esa preocupación ya no existía.
—Pero la reserva esta vacía —añadió Mickey—. Espero que no se estropee un motor.
Eddie no podía permitirse el lujo de preocuparse por una posibilidad tan remota; tenía demasiadas cosas en la cabeza.
—¿Cuál es la previsión meteorológica? Puede que estemos a punto de dejar atrás la tempestad.
Mickey meneó la cabeza.
—No —dijo, con semblante lúgubre—. Va a empeorar mucho más.
Nancy Lenehan consideraba perturbador estar acostada en una habitación que compartía con un completo desconocido.
Como Mervyn Lovesey le había asegurado, la suite nupcial tenía literas, a pesar de su nombre. Sin embargo, no había logrado que la puerta estuviera abierta de forma permanente, por culpa de la tempestad; por más que se esforzaba, la puerta se cerraba una y otra vez, hasta que ambos llegaron a la conclusión de que era menos embarazoso dejarla cerrada que hacer equilibrios para mantenerla abierta.
Nancy había hecho lo posible por seguir de pie. Estuvo tentada de instalarse en el salón durante toda la noche, pero era un lugar incómodamente masculino, lleno de humo de cigarrillos, aroma a whisky y las carcajadas y maldiciones de los jugadores. Tuvo la sensación de que todos la miraban. Al final, no le quedó otra solución que irse a la cama.
Apagaron las luces y se metieron en sus literas. Nancy se tendió con los ojos cerrados, pero no tenía sueño. La copa de coñac que el joven Harry Marks le había conseguido no sirvió de gran ayuda. Estaba tan despejada como si fueran las nueve de la mañana.
Intuía que también Mervyn seguía despierto. Oía todos sus movimientos en la litera de arriba. Al contrario que las demás, las de la suite nupcial carecían de cortinas, y sólo la oscuridad le procuraba cierta privacidad.
Mientras yacía despierta pensó en Margaret Oxenford, tan joven e ingenua, tan insegura e idealista. Presentía que bajo la superficie vacilante de Margaret bullía una gran pasión, y se identificaba con ella en ese sentido. También Nancy se había peleado con sus padres o, al menos, con su madre. Mamá quería que se casara con un chico perteneciente a una antigua familia de Boston, pero Nancy se enamoró a los dieciséis años de Sean Lenehan, un estudiante de Medicina cuyo padre, ¡horror!, era el capataz de la fábrica de papá. Mamá libró una dura campaña contra Sean durante meses, relatando espantosas habladurías acerca de él y otras chicas, vertiendo calumnias sobre sus padres, enfermando y atrincherándose en su lecho sólo para volver a levantarse y sermonear a su hija por su egoísmo e ingratitud. Nancy sufrió durante el proceso, pero se mantuvo firme, y al final se casó con Sean y le amó con todo su corazón hasta el día en que murió.
Margaret carecía de la fortaleza de Nancy. «Tal vez he sido un poco ruda con ella», pensó, diciéndole que si no estaba de acuerdo con su padre se marchara de casa. Sin embargo, daba la impresión de necesitar que alguien le aconsejara dejar de gimotear y comportarse como una persona adulta. ¡A su edad yo ya tenía dos hijos!
Le había ofrecido ayuda práctica, tanto como consejos sensatos. Confiaba en poder cumplir su promesa y proporcionarle un empleo a Margaret.
Todo dependía de Danny Riley, el antiguo réprobo que controlaba el equilibrio del poder en la batalla contra su hermano. El problema volvió a preocupar a Nancy. ¿Se habría puesto Mac en comunicación con Danny? De ser así, ¿cómo habría digerido la historia de que se iba a investigar uno de sus antiguos delitos? ¿Sospecharía que se trataba de un montaje para presionarle, o estaría asustado? Dio vueltas en la cama mientras pasaba revista a todas las preguntas sin respuesta. Ojalá pudiera hablar con Mac en la siguiente escala, Botwood, en Terranova. Quizá podría desvelar parte de la intriga.
El avión no paraba de saltar y oscilar, aumentando el nerviosismo y la inquietud de Nancy, y los movimientos empeoraron al cabo de una o dos horas. Nunca había tenido miedo en un avión, pero, por otra parte, jamás había vivido la experiencia de una tormenta tan fuerte. Se aferró a los bordes de la litera cuando el viento zarandeó el poderoso aparato. Se había enfrentado sola a muchas cosas desde la muerte de su marido, y se dijo que no debía desfallecer, pero la idea de que las alas se rompieran o los motores quedaran destruidos, precipitándoles al mar, la aterrorizaba. Cerró los ojos con fuerza y mordió la almohada. De pronto, dio la impresión de que el avión caía en picado. Esperó a que el descenso terminara, pero siguió y siguió. No pudo reprimir un sollozo de miedo. Por fin, se oyó un golpe sordo y el avión pareció enderezarse.
Un momento después, sintió la mano de Mervyn sobre su hombro.
—Sólo es una tormenta —dijo, con su preciso acento británico—. Las he vivido peores. No hay nada que temer.
Ella encontró su mano y la aferró con desesperación. Mervyn se sentó en el borde de la litera y le acarició el pelo durante los momentos en que el avión se mantuvo estable. Nancy continuaba asustada, pero el contacto de otra mano la ayudó a sentirse mejor.
No supo cuánto rato permanecieron así. Por fin, la tormenta se apaciguó. Recobró sus energías y soltó la mano de Mervyn. No sabía qué decir. Por suerte, el hombre se levantó y salió de la habitación.
Nancy encendió la luz y saltó de la cama. Se irguió temblorosa, cubrió su salto de cama negro con una bata de seda azul y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo, lo cual siempre la serenaba. Estaba violenta por haberle cogido la mano. Se había olvidado del decoro, agradeciendo que alguien la consolara, pero ahora se sentía extraña. La aliviaba el hecho de que él lo fuera lo bastante sensible para dejarla sola durante unos minutos.
Volvió con una botella de coñac y dos copas. Las llenó y pasó una a Nancy. Ésta sostuvo la copa en una mano y se agarró al tocador con la otra: el avión seguía sacudiéndose.
Su desazón habría sido mayor de no llevar Mervyn aquel cómico camisón. Estaba ridículo, y él lo sabía, pero se comportaba con tanta dignidad como si se paseara con su traje de chaqueta cruzada, lo cual acentuaba aún más la faceta divertida de la situación. Era un hombre que no temía el ridículo. A ella le gustó la forma en que llevaba el camisón.
Nancy sorbió su coñac. El cálido licor contribuyó a tranquilizarla, y bebió un poco más.
—Ha ocurrido algo extraño —comentó Mervyn—. Cuando iba al lavabo de caballeros, salió otro pasajero, con el aspecto de estar muerto de miedo. Al entrar, vi que la ventana estaba rota, y de pie en medio del lavabo se hallaba el mecánico, con aire de culpabilidad. Me contó la increíble historia de que un pedazo de hielo había chocado contra el cristal, pero a mí me dio la impresión de que los dos hombres se habían peleado.
Nancy le agradeció que hablara de algo, en lugar de quedarse sentados en silencio, pensando en que se habían cogido de la mano.
—¿Quién es el mecánico? —preguntó.
—Un tipo atractivo, más o menos de mi estatura, cabello rubio.
—Ya sé quién es. ¿Y el pasajero?
—No sé cómo se llama. Un hombre de negocios, que viaja solo, vestido con un traje gris claro.
Mervyn se levantó y sirvió más coñac.
La bata de Nancy sólo la cubría hasta las rodillas, y se sentía casi desnuda con los tobillos y los pies al descubierto. Recordó de nuevo que Mervyn perseguía frenéticamente a su adorada esposa, y que no tenía ojos para nadie más. Ni siquiera se daría cuenta si veía a Nancy desnuda de pies a cabeza. Estrecharle la mano había sido un gesto puramente amistoso de un ser humano a otro, así de sencillo. Una voz cínica le dijo, desde el fondo de su mente, que coger la mano del marido de otra mujer pocas veces era sencillo y nunca puro, pero no hizo caso.
—¿Tu mujer aún está enfadada contigo? —preguntó, por decir algo.
—Como un gato con un ratón —respondió Mervyn.
Nancy sonrió al recordar la escena que había encontrado en la suite cuando volvió a cambiarse: la mujer de Mervyn chillaba a su marido, y el amante la chillaba a ella, mientras Nancy observaba desde la puerta. Diana y Mark se habían callado al instante y abandonado la habitación, con aspecto avergonzado, para continuar su trifulca en otra parte. Nancy se había abstenido de hacer comentarios porque no quería que Mervyn pensara que se reía de su situación. Sin embargo, no tuvo reparos en formularle preguntas personales: las circunstancias habían forzado la intimidad entre ellos.
—¿Volverá contigo?
—No lo sé. Ese tipo que va con ella… Creo que es un lechuguino, pero tal vez sea eso lo que ella desee.
Nancy asintió con la cabeza. Los dos hombres, Mark y Mervyn, no podían ser más diferentes. Mervyn era alto y dominante, moreno, bien parecido y rudo. Mark era mucho más blando, de ojos color avellana y pecoso, con una expresión irónica permanente en su cara redonda.
—No me gustan los hombres de aspecto juvenil, pero a su manera es atractivo —dijo.
En realidad, estaba pensando: si Mervyn fuera mi marido, no lo cambiaría por Mark, pero sobre gustos no hay nada escrito.
—Sí. Al principio, pensé que Diana se estaba portando como una idiota, pero ahora que le he conocido no estoy tan seguro. —Mervyn se quedó pensativo unos instantes, y después cambió de tema—. ¿Y tú? ¿Vas a presentar batalla a tu hermano?
—Creo que he descubierto su punto débil —dijo Nancy con sombría satisfacción, pensando en Danny Riley—. Estoy en ello.
Mervyn sonrió.
—Cuando miras de esa forma, creo que prefiero tenerte por amiga antes que por enemiga.
—Es por mi padre. Yo le quería con locura, y la empresa es lo único que me queda de él. Es como un monumento en su memoria, y aún más, porque lleva la impronta de su personalidad hasta en el menor detalle.
—¿Cómo era?
—Uno de esos hombres al que nadie olvida jamás. Era alto, de cabello negro y voz potente, y sabías en cuanto le veías que era un hombre enérgico. Sabía el nombre de todos sus empleados, si sus esposas enfermaban y si sus hijos salían adelante en el colegio. Pagó la educación de incontables hijos de obreros, que ahora son abogados o contables; sabía ganarse la lealtad de la gente. En ese sentido era anticuado…, paternalista. Tenía el mejor cerebro para los negocios que he conocido. En plena Depresión, cuando las fábricas cerraban a lo largo y ancho de Nueva Inglaterra, seguíamos contratando trabajadores, porque nuestras ventas subían. Comprendió el poder de la publicidad antes que ningún fabricante de zapatos, y lo utilizó con brillantez. Le interesaba la psicología, cómo motivar a la gente. Tenía la habilidad de arrojar luz sobre cualquier problema que le presentaras. Le echo de menos cada día. Le echo de menos casi tanto como a mi marido. —De repente, la ira se apoderó de ella—. Y no me quedaré cruzada de brazos, viendo a mi inútil hermano destruir el trabajo de toda su vida. —Se removió inquieta en el asiento al recordar sus angustias—. Estoy intentando presionar a un accionista, pero no sabré si he tenido éxito hasta…