—¿Cuánto tiempo llevaba ahí, Eddie? —preguntó capitán.
—No lo sé. Creo que lo ha oído todo.
—Ahí va nuestra esperanza de ocultar la situación a los viajeros.
Baker aparentaba preocupación, y Eddie percibió el peso de la responsabilidad que agobiaba al capitán. Este recuperó enseguida su energía.
—Puede volver a su asiento, señor Field. Gracias por su cooperación.
Ollis Field se dio la vuelta y salió sin decirle nada.
—Volved al trabajo, muchachos —terminó el capitán,
La tripulación se reintegró a sus puestos. Eddie consulto sus cuadrantes de manera automática, a pesar de la confusión que se había apoderado de su mente. Observó que los depósitos de carburante instalados en las alas, y que alimentaban los motores, estaban bajando de nivel, y procedió a transferir combustible de los depósitos principales, situados en los hidroestabilizadores. Sus pensamientos, no obstante, se centraban en Frankie Gordino, que había matado a un hombre, violado a una mujer y prendido fuego a un club nocturno. Sin embargo, le habían capturado y sería castigado por sus horribles crímenes…, sólo que Eddie Deakin iba a salvarle. Gracias a Eddie, aquella chica vería salir en libertad a su violador.
Peor aún, era casi seguro que Gordino volvería a asesinar. No servía para otra cosa. Llegaría un día en que Eddie se enteraría por los periódicos de algún crimen espantoso, un asesinato por venganza, en que la víctima sería mutilada y torturada antes de morir, o tal vez un edificio incendiado, en cuyo interior mujeres y niños arderían hasta convertirse en cenizas, o una muchacha secuestrada y violada por tres hombres diferentes…, y la policía lo relacionaría con la banda de Patriarca, y Eddie pensaría. «¿Ha sido Gordino? ¿Soy el responsable de esa atrocidad? ¿Ha sufrido y muerto esa gente porque ayudé a Gordino a escapar?»
Si seguía adelante, ¿cuántos crímenes recaerían sobre su conciencia?
Pero no tenía otra elección. Carol-Ann se hallaba en poder de Ray Patriarca. Cada vez que lo pensaba, un sudor frío resbalaba sobre sus sienes. Debía protegerla, y la única forma era colaborar con Tom Luther.
Consultó su reloj: las doce de la noche.
Jack Ashford le dio la posición actual del avión, lo más aproximada posible; aún no había podido ver ni una estrella. Ben Thompson mostró los últimos partes meteorológicos; la tempestad era peligrosa. Eddie leyó un nuevo conjunto de cifras relativas a los depósitos de combustible y empezó a actualizar sus cálculos. Quizá el tiempo resolviera su dilema: si no les quedaba carburante suficiente para llegar a Terranova, tendrían que regresar, y todo concluiría. La idea tampoco le consolaba. No era fatalista. Debía hacer algo.
—¿Cómo va, Eddie? —preguntó el capitán Baker.
—Aún no he terminado —contestó.
—Ve con ojo. Estamos cerca del punto de no retorno. Eddie sintió que un reguero de sudor humedecía su mejilla. Se secó con un veloz y furtivo movimiento.
Terminó los cálculos.
El combustible que quedaba no era suficiente. Por un momento no dijo nada.
Se inclinó sobre su cuaderno y sus tablas, fingiendo que aún no había terminado. La situación era peor que cuando había iniciado su turno. Ya no quedaba bastante carburante para terminar el viaje, siguiendo la ruta que el capitán había elegido, ni siquiera con cuatro motores; el margen de seguridad había desaparecido. La única manera de lograrlo era acortar el viaje, volando a través de la tormenta en lugar de bordearla; y en ese caso, si perdían un motor, estarían acabados.
Todos los pasajeros morirían, y él también. ¿Qué sería de Carol-Ann?
—Bien, Eddie —dijo el capitán—. ¿Qué hay que hacer?
¿Podemos seguir hasta Botwood o debemos volver a Foynes? Eddie apretó los dientes. No podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus secuestradores ni un día más. Prefería arriesgarlo todo.
—¿Está preparado para cambiar de rumbo y volar a través de la tormenta?
—¿Es necesario?
—O eso, o regresar. Eddie contuvo el aliento.
—Mierda —dijo el capitán. Todos odiaban la idea de volver atrás a mitad de camino; era un chasco.
Eddie aguardó la decisión del capitán.
—A la mierda —dijo el capitán Baker—. Atravesaremos la tempestad.
Diana Lovesey estaba furiosa con Mervyn, su marido, por subir al
clipper
en Foynes. Su persecución la ponía en una situación violentísima, y tenía miedo de que la gente considerase cómica la situación. Lo más importante era que no quería la oportunidad de cambiar de opinión que él le ofrecía. Había tomado una decisión y Mervyn se había negado a aceptarla como definitiva; ese detalle hacía flaquear su determinación. Ahora, debería tomar la decisión una y otra vez, porque él continuaría pidiéndole que la reconsiderase. En definitiva, había logrado amargarle el vuelo. Se suponía que iba a ser el viaje de su vida, un periplo romántico con su amante. Sin embargo, la embriagadora sensación de libertad que había experimentado cuando despegaron de Southampton se había desvanecido. Ya no extraía ningún placer del vuelo, el lujoso avión, la compañía elegante o la sofisticada comida. Tenía miedo de tocar a Mark, de besarle la mejilla, acariciarle el brazo o cogerle la mano, por si Mervyn pasaba por el compartimento en aquel momento y la sorprendía. No sabía muy bien dónde estaba sentado Mervyn, pero temía verlo a cada instante.
El desarrollo de los acontecimientos había abatido por completo a Mark. Después de que Diana rechazara a Mervyn en Foynes, Mark se había mostrado animado, afectuoso y optimista, hablando de California, bromeando y besándola siempre que tenía oportunidad, como solía comportarse. Después, había presenciado con horror la subida a bordo de su rival. Ahora, era como un globo deshinchado. Se sentó en silencio a su lado, ojeando desconsoladamente revistas sin leer ni una palabra. Diana comprendía que se sintiera deprimido. Ya había cambiado de opinión una vez acerca de huir con él; con Mervyn a bordo, ¿cómo podía estar seguro de que no volvería a cambiar?
Para colmo, había estallado una tormenta, y el avión se bamboleaba como un coche que corriera campo a través. Cada dos por tres pasaba un pasajero, pálido como la cera, en dirección al lavabo. Se rumoreaba que el tiempo iba a empeorar. Diana se alegró de que su disgusto le hubiera impedido cenar.
Tenía ganas de saber dónde estaba sentado Mervyn. Si lo supiera, tal vez dejaría de temer que se materializara de un momento a otro. Decidió ir al lavabo de señoras y buscarle por el camino.
Ella estaba en el compartimento número 4. Echó un rápido vistazo al número 3, pero no vio a Mervyn. Dio la vuelta, en dirección a popa, agarrándose a todo lo que podía para no caer. Atravesó el número 5 y comprobó que allí tampoco estaba. Era el último compartimento grande. El tocador de señoras, en el lado de estribor, ocupaba casi todo el 6, y sólo dejaba sitio para dos personas en el lado de babor. Estos asientos estaban ocupados por dos hombres de negocios. No eran unos asientos muy atractivos, pensó Diana. No resultaba divertido pagar tanto dinero para ir sentado durante todo el vuelo junto al lavabo de señoras. Después del número 6 sólo había la suite nupcial. Mervyn iría sentado en los compartimentos de delante, el 1 o el 2, a menos que estuviera jugando a las cartas en el salón principal.
Entró en el tocador y había dos taburetes frente al espejo, ocupado uno por una mujer con la que Diana aún no había hablado. Cuando cerró la puerta a su espalda, el avión pareció que se zambullía, y Diana casi perdió el equilibrio. Avanzó tambaleándose hasta derrumbarse sobre el taburete vacante.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la otra mujer.
—Sí, gracias. No me gustan nada estas sacudidas.
—Ni a mí. Alguien ha dicho que va a empeorar. Nos espera una gran tempestad.
Las turbulencias disminuyeron. Diana abrió el bolso y empezó a cepillarse el cabello.
—Usted es la señora Lovesey, ¿verdad? —preguntó la mujer.
—Sí. Llámeme Diana.
—Soy Nancy Lenehan. —La mujer vaciló, y adoptó una expresión extraña—. Subí al avión en Foynes. Vine desde Liverpool con tu…, con el señor Lovesey.
—¡Oh! —Diana enrojeció—. No me di cuenta de que venía acompañado.
—Me ayudó a salir de un buen lío. Yo necesitaba alcanzar este avión, pero me encontraba atrapada en Liverpool, sin ningún medio de llegar a tiempo a Southampton, así que fui al aeródromo y le pedí que me trajera.
—Me alegro por ti, pero me resulta muy violento.
—No entiendo por qué estás violenta. Debe ser bonito enamorar locamente a dos hombres. Yo ni siquiera tengo uno. Diana la miró por el espejo. Más que hermosa, era atractiva, de facciones regulares y cabello oscuro, vestida con traje rojo muy elegante y una blusa de seda gris. Proyectaba un aire de confianza y energía. No me extraña que Mervyn te trajera, pensó Diana; eres su tipo.
—¿Fue educado contigo? —preguntó.
—No mucho —contestó Nancy, con una sonrisa triste.
—Lo siento. Su punto fuerte no son los buenos modales. Diana sacó el lápiz de labios.
—Ya le estaba bastante agradecida por traerme. —Nancy se sonó delicadamente con un pañuelo. Diana observó que lucía una alianza—. Es un poco brusco, pero creo que es un hombre estupendo. He cenado con él. Me hace reír. Y es terriblemente apuesto.
—Es un hombre estupendo —reconoció Diana—, pero es arrogante como una duquesa y carece de paciencia. Yo le saco de sus casillas, porque dudo, cambio de opinión y no siempre digo lo que pienso.
Nancy se pasó un peine por el cabello, espeso y oscuro, y Diana se preguntó si se lo teñía para disimular mechas grises.
—Da la impresión de que hará lo imposible por recuperarte —dijo Nancy.
—Puro orgullo —contestó Diana—. Es porque otro hombre me ha robado. Mervyn es competitivo. Si le hubiera dejado para ir a vivir a casa de mi hermana, ni tan sólo se habría inmutado.
Nancy rió.
—Da la impresión de que no le concedes la menor posibilidad.
—Ni la más mínima.
De repente, a Diana se le pasaron las ganas de continuar hablando con Nancy. Sentía una hostilidad incontenible. Guardó el maquillaje y el peine y se levantó. Sonrió para disimular su repentina sensación de malestar.
—Voy a ver si consigo llegar a gatas hasta mi asiento —dijo.
—Buena suerte.
Cuando salió del tocador, entraron Lulu Bell y la princesa Lavinia. Al llegar al compartimento, Davy, el mozo, estaba convirtiendo sus asientos en una litera doble. A Diana le intrigaba saber cómo un asiento normal podía transformarse en dos camas. Se sentó y observó.
Primero, quitó los almohadones y sacó los apoyabrazos de sus huecos. Se inclinó sobre el marco del asiento, tiró hacia abajo de dos aletas fijas en la pared a la altura del pecho y dejó al descubierto unos ganchos. Inclinándose más, soltó una correa y alzó un marco plano. Lo colgó de los ganchos, de manera que formara la base de la litera superior. El lado externo encajó en una ranura practicada en la pared lateral. Diana estaba pensando que no parecía muy resistente, cuando Davy cogió dos puntales de aspecto fuerte y los fijó a los marcos superior e inferior, formando los pilares de la cama. La estructura ya parecía más sólida.
Colocó los almohadones del asiento sobre la cama de abajo y utilizó los del respaldo a modo de colchón de la cama superior. Sacó de debajo del asiento sábanas y mantas de color azul pálido e hizo las camas con movimientos rápidos y precisos.
El aspecto de las literas era confortable, pero muy poco íntimo. No obstante, Davy liberó una cortina azul oscuro, ganchos incluidos, y la colgó de una moldura en el techo, que Diana había considerado un simple elemento decorativo. Aseguró la cortina a los marcos de las literas con pernos. Dejó una abertura triangular, como la entrada a una tienda de campaña, para que el ocupante pudiera entrar. Por fin desdobló una pequeña escalerilla y la dispuso para poder subir a la litera de arriba.
Se volvió hacia Mark y Diana con su leve sonrisa complacida, como si hubiera ejecutado un truco de magia.
—Avísenme cuando estén preparados y terminaré de arreglarlo —dijo.
—¿No hará mucho calor ahí dentro? —preguntó Diana.
—Cada litera cuenta con su propio ventilador. Si miran hacia arriba, lo verán.
Diana levantó la vista y vio una rejilla provista de una palanca para abrirla y cerrarla.
—Tienen también su propia ventanilla, luz eléctrica, colgador para la ropa y un estante —continuó Davy—. Si necesitan algo, aprieten este botón y acudiré.
Mientras estaba trabajando, los dos pasajeros de babor, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field, habían cogido sus bolsas y marchado hacia el lavabo de caballeros. Davy empezó a preparar las literas del otro lado, que requería un proceso algo diferente. El pasillo no estaba en el centro del avión, sino más cercano a babor, y en este lado sólo había un par de literas, dispuestas más a lo largo que a lo ancho del avión.
La princesa Lavinia regresó con un salto de cama azul marino, largo hasta los pies, ribeteado de encaje azul, y con un turbante a juego. Su rostro era una máscara de dignidad petrificada; era obvio que consideraba dolorosamente indigno aparecer en público de aquella guisa. Contempló la litera con pavor.
—Moriré de claustrofobia —gimió.
Nadie le hizo caso. Se quitó las zapatillas de seda y se introdujo en la litera inferior. Cerró la cortina y la ajustó bien, sin decir buenas noches.
Un momento después, Lulu Bell hizo acto de aparición con un ligero conjunto de gasa rosa que apenas disimulaba sus encantos. Desde el incidente de Foynes, su comportamiento con Diana y Mark se había ceñido a las reglas estrictas de cortesía, pero ahora parecía haber olvidado de repente el pique.
—¿A que no adivináis lo que me han contado sobre nuestro compañeros? —dijo, sentándose junto a ellos y apuntando con el pulgar a los asientos que ocupaban a Field y Gordon.
—¿Qué te han dicho. Lulu? — preguntó Mark, lanzando una nerviosa mirada a Diana.
—!El señor Field es un agente del fbi!
No era tan sorprendente, pensó, Diana. Un agente del fbi no era más que un policía.
—!Y Frank Gordon es su prisionero! —añadió Lulu.
—¿Quién te ha contado esto? —preguntó Mark, escéptico.
—En el lavabo de señoras sólo se habla de eso.