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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (15 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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—Sigues sin contestarme —lo interrumpió el arcángel.

Si no se quitaba rápido de encima a Rafael acabaría haciendo lo que Asmodeo no había querido hacer. Maldijo mil veces al arcángel y dejó que toda su ira fluyera hacia él. Sintió su nerviosismo y la tensión en su cuerpo, mientras notaba como el miedo crecía en el interior de Rafael, a la vez que lo sostenía con una mano contra la pared, sujetándolo por el cuello de la camiseta, y se esforzaba por no llevar su mano a la espada.

—Lárgate —consiguió decir entre dientes—. Ahora.

El arcángel obedeció de inmediato y Ángel apoyó una mano en la pared contra la que segundos antes había sostenido a Rafael, mientras trataba de tranquilizarse. Aquel arcángel siempre conseguía hacerle perder los nervios. No soportaba que nadie se metiera en su maldita cabeza, pero menos aún que se lo hiciera saber de forma tan descarada. Inspiró profundamente y dejó que la rabia y la ira comenzaran a diluirse lentamente en su interior. Enseguida notó la presencia de Belial y Asmodeo en el callejón, cerca de él, aunque guardando prudentemente las distancias.

—No tengo todo el día —gruñó, aún sin poder contener la rabia, adivinando que los diablos querían ponerlo al día de lo ocurrido durante su ausencia—. Será mejor que seáis breves en vuestras explicaciones.

Los dos ángeles caídos avanzaron hacia él, que permanecía apoyado en la pared del callejón, con los ojos cerrados. Belial puso una mano en su hombro y Ángel se incorporó, abriendo los ojos, encendidos aún por la rabia. Encendió un pitillo y comenzó a caminar en silencio, flanqueado por sus generales.

La ciudad estaba tranquila y el calor aún no era excesivo cuando Luz empezó a pasear por las calles del centro histórico de Salamanca. Había intentado memorizar el lugar que Ángel le había indicado para empezar su visita, no estaba lejos de su hotel, y se tomó el paseo con calma. Era extraño que se sintiera tan bien, tan tranquila, no sólo porque hacía mucho tiempo que no conseguía sentirse ni la mitad de bien de lo que se encontraba aquella mañana, sino porque la noche anterior había tenido una terrible crisis de nervios. Y llanto. Eso también era raro. Hacía meses que no había salido ni una sola lágrima de sus ojos, al principio, porque se obligó a detener el torrente de llanto en el que se había convertido su día a día, después, porque las lágrimas no acudían por más que lo deseara. En algunas ocasiones, cuando se formaba aquel horrible nudo en su garganta que parecía ahogarla cada vez que el vacío trataba de absorberla, había pensado que si hubiera conseguido llorar, tal vez, se hubiera sentido algo mejor. Posiblemente, había estado en lo cierto y el llanto la había desahogado, liberándola momentáneamente de aquellas sensaciones que tanto odiaba. No quería pensarlo, sino disfrutarlo. El malestar, el dolor y la angustia podían regresar en cualquier momento, y no quería desaprovechar aquel apacible descanso que suponía, por una vez, no sentirse a punto de perderse en medio de la nada y desaparecer.

Llegó a una pequeña placita empedrada, junto a la Plaza Mayor, y comprobó que era la que Ángel le había indicado para que empezara su visita a la ciudad. Ante ella, la Iglesia de San Martín la invitaba a entrar por una de sus puertas secundarias. Se adentró en el templo románico, disfrutando de los detalles de su arquitectura y la finura de los capiteles tallados. El interior era más elevado de lo que había supuesto, y los enormes pilares en forma de cruz, que sostenían la estructura y separaban la nave central de las laterales, parecían increíblemente ligeros gracias a las columnas adosadas. La iglesia estaba prácticamente vacía y se entretuvo observando los pequeños detalles interiores, dejando que su mente vagara reconstruyendo antiguas historias, imaginando las manos que habían trabajado en las construcción de aquel templo y las piezas que lo decoraban, y la fe absurda y ciega que las había empujado. Perdió la noción del tiempo, y cuando salió de nuevo al exterior, por un lugar diferente del que había entrado, convencida de que no quedaba rincón en aquel lugar que pudiera impresionarla, no pudo evitar asombrarse por la belleza de la decoración de las arquivoltas y por la conservación, en excelente estado, de una escultura policromada sobre la puerta de claro carácter románico.

Finalmente, decidió variar las indicaciones de Ángel y adentrarse en la Plaza Mayor. Siempre le había gustado visitar la plaza mayor de todas las ciudades a las que iba, comúnmente eran lugares cargados de historia y de leyendas, construidos robando espacio a una disposición anterior de los edificios, que eran derruidos para dar cabida a aquellos recintos abiertos en el centro de los cascos antiguos. Sabía que ese no era el caso de Salamanca, sino todo lo contrario. En el siglo XVIII se había renunciado a la que había sido conocida como la plaza más grande de la cristiandad para seguir la tendencia del momento, y construir una plaza al estilo del de la capital, que albergara el ayuntamiento y por lo tanto le diera el rango de mayor, que aún ostentaba. No pudo resistir la curiosidad de visitar aquella excepcional plaza, y lo que vio no la decepcionó en absoluto. El conjunto arquitectónico era bellísimo y sin lugar a dudas mejoraba el diseño del madrileño en el que se había basado. Pero aún más espectacular le resultó el tono dorado de las piedras con las que se había edificado el complejo, en el que, sin duda, destacaba el edificio consistorial. Sabía que el ayuntamiento había quedado inconcluso y que le faltaban dos torres, que debían coronar la estructura, pero viéndolo en aquel momento no pudo imaginar cómo podía mejorarse el aspecto de la solemne fachada.

Salió de la plaza, dejándose llevar por la ciudad que visitaba, y se adentró por calles y callejas, perdiendo ya definitivamente de vista la ruta que Ángel le había indicado sobre el mapa. Mientras supiera encontrar el lugar en el que había quedado con él no había motivo alguno para no perderse por aquella ciudad que la estaba fascinando. Y el lugar de la cita era difícil de olvidar, el restaurante en el que debían verse estaba, justamente, en una plaza con el mismo nombre que el hombre con el que se iba a reunir. Caminó sin prestar atención a la dirección que tomaba, disfrutando de todo lo que le ofrecía aquella ciudad. Cada esquina, cada rincón, parecía albergar alguna pequeña sorpresa, una joya arquitectónica, una curiosa escultura tallada en la piedra, un antiquísimo detalle en las decoraciones de balcones y ventanas… Paseó perdiendo la noción del tiempo, deteniéndose allí donde encontraba algo de su interés y, seguramente, pasando de largo por los lugares más conocidos. No le importó en absoluto, en ese momento su idea de dejar de lado su faceta de antropóloga para simplemente mezclarse con los grupos de turistas ya había fracasado por completo. Y, en realidad, estaba completamente convencida de que no había mejor manera de conocer una ciudad que perderse en ella, sin hacer caso alguno de guías o recomendaciones, y, a pesar del calor, estaba dispuesta a disfrutar de cada pequeño descubrimiento.

Ángel miraba distraído la enorme plaza que se abría a sus pies. Las vistas desde la torre sur de la catedral eran tan hermosas como recordaba, aunque la fisonomía de la ciudad había sufrido algunos cambios que desentonaban con el conjunto, pero que en ningún caso mermaban su belleza. Había pensado que allí arriba, junto a las enormes campanas, le sería más llevadero escuchar lo que los dos ángeles caídos tenían que decirle, pero enseguida comprendió que ni en el mismísimo Paraíso aquella charla le hubiera resultado menos desagradable. Belial hablaba a voz en grito, dejándose llevar por la ira, mientras explicaba como los demonios se habían organizado, dirigidos por Legión, sin más intención que la de crear caos y confusión. No respondían a las órdenes de nadie y las advertencias no parecían conducir tampoco a nada. Él dudaba de que esa fuera la única intención de cualquier demonio, y menos de uno antiguo como Legión, pero prefirió no exacerbar aún más la ira de aquel diablo. Ángel sabía que si hubiera dependido del Rey del Infierno, así como de otros tantos diablos, se hubiera organizado una matanza de insubordinados y renegados a modo de escarmiento. Viendo a aquel ángel caído encendido por la ira, alto y corpulento, terrible y majestuoso al mismo tiempo, no le costó imaginarse las discusiones que debía haber habido durante su ausencia, que, ya no le cabía duda, había sido demasiado larga. Mientras tanto, Asmodeo, recostado contra una de las paredes del campanario, escuchaba resignado las quejas de Belial, pero toda la calma que mostraba fácilmente podía evaporarse y estallar en una explosión de ira incontrolada. Aunque su aspecto no era ni con mucho tan terrible como el de Belial, aquel ángel caído, con expresión de estar de vuelta de todo, era imprevisible, y eso lo convertía en uno de los más peligrosos de entre los suyos. Ángel resopló cuando, por enésima vez, oyó como el Rey del Infierno relataba, otra vez uno por uno, todos los desastres que habían provocado los malditos demonios.

Por supuesto que sabía que estaban detrás de la mayoría de revoluciones, revueltas, guerras, dictadores, hambrunas y demás desastres que habían conmocionado a los humanos durante los últimos trescientos años. Al igual que sabía que el creciente número de casos de posesión reconocidos por las diferentes iglesias eran obra suya, y los que no se contaban, también. Sabía que disfrutaban con aquel juego, incluso a él podía llegar a resultarle divertido ver a los demonios jugar con la fe de los humanos, aunque el exceso hacía evidente que había algo más que el puro entretenimiento detrás de sus actos. Querían hacerse notar, y lo estaban consiguiendo, aunque nadie parecía capaz de entender el porqué. También sabía que todo aquello podría haber sido mil veces peor si cada uno de los diablos superiores no hubiera tratado de mantener el control sobre sus zonas de influencia. Y aún mucho peor si los grigoris no hubieran evitado el intento de exterminio que tan buena idea les parecía a Belial, a Asmodeo y, según deducía por sus palabras, también al resto. Un montón de demonios descontrolados era un problema, un montón de demonios cabreados era un desastre.

—Es su naturaleza —dijo, al fin, en un último intento por hacer callar al diablo que empezaba a sacarlo de quicio—. Si no fueran un montón de hijos de puta no estarían aquí sino en el puñetero Paraíso, Belial. Podemos vigilarlos, castigarlos, e intentar controlarlos, pero tenemos que cargar con ellos.

—¡Podemos escarmentarlos! —gritó el diablo.

—No, no podemos —replicó, tratando de contenerse. Lo último que quería era perder el control con sus generales, pero le estaba costando más de lo que había pensado—. No van a escarmentar. ¡Maldita sea, son demonios! Almas condenadas, corrompidas por su propia naturaleza. Mil veces los harás desaparecer y mil veces volverán con sus mismas debilidades, con sus mismos vicios, con sus mismos defectos. Ésa es su condena. Y aguantarlos, la nuestra. Déjalo ya.

—Al menos mientras estuvieran disueltos en el éter tendríamos algo de paz —se quejó Asmodeo, y Ángel no pudo reprimir una carcajada.

—¿Paz? Deberías haberlo pensado mucho antes si era eso lo que querías. No hay paz para nosotros.

Belial y Asmodeo se enzarzaron en otra discusión sobre los beneficios y consecuencias de exterminar a los revoltosos demonios, y Ángel dejó de escucharlos. Cuántas veces había oído ya las mismas quejas, una y otra vez. No se quejaban por la angustia que se apoderaba de ellos cada vez que el eterno castigo se ceñía sobre sus espíritus malditos, ni por el dolor que sentían en su interior o la ira acumulada durante milenios. Ni uno de aquellos diablos, que cargaban a sus espaldas con legiones de condenados, había abierto la boca ni una sola vez en toda su existencia para quejarse de la peor parte de su castigo. Sólo se quejaban de los malditos demonios. ¿Acaso creían que a él le gustaba hacer de niñera de las almas condenadas? Había sido sólo el precio a pagar por su afrenta. «Tú lo has provocado, tú lo arreglas», había resumido una vez Miguel. No le faltaba razón. Si no hubiera sido por él no habría habido pecado alguno en la Creación. Un hermoso lienzo sin mácula e infinitamente aburrido. Un montón de almas puras, habitando cuerpos igualmente puros, sin capacidad para hacer nada, más allá que pasar los años de su existencia terrenal uno tras otro, tras otro, tras otro… Las guerras, dictadores, injusticias, epidemias y demás desastres no dejaban de ser un mal menor de una inversión rentable en pos de un futuro beneficio. Claro que, como toda inversión, tenía sus riesgos.

Escuchó a los diablos enumerar, de nuevo, todos y cada uno de los desastres que habían provocado los demonios, y discutir, otra vez, sobre las ventajas e inconvenientes que habían supuesto. Resopló. Definitivamente, trescientos años habían sido demasiados. Cuando decidió olvidarse temporalmente de sus intentos infructuosos de conseguir el maldito manuscrito no había pensado, ni por un instante, que su ausencia sería tan larga. Estaba cansado, necesitaba olvidarse de todo y, en especial, de todos. El efecto de los jodidos sellos de Gabriel lo había dejado exhausto, y dedicar las pocas energías que le quedaban a tratar de romperlos no había sido una buena idea. Se había dejado llevar sin ser consciente de que la condena impuesta sobre él al principio de los tiempos se ceñía en torno a su ser hasta casi asfixiarlo. Al principio, simplemente, vagó, de un lado a otro, deleitándose observando a los humanos, tentándolos, empujándolos a hacer aquello que deseaban pero a lo que no se atrevían. Esa era una de las pocas satisfacciones que le quedaban, jugar con aquellas criaturas débiles e indecisas, demasiado asustadas para tomar el control de sus propias existencias. No fue consciente del paso del tiempo, en realidad nunca lo era, y, finalmente, acabó por desprenderse del cuerpo. Lo incomodaba la atadura que suponía la forma material, no le permitía observar sin ser visto, y le recordaba demasiado a menudo el dolor que quería olvidar, aunque lo sintiera en todo momento. Ese fue el error. Si ya le resultaba difícil ser consciente del tiempo encerrado en un cuerpo, sin las limitaciones que éste suponía perderse en la nada era demasiado sencillo. Y eso hizo. Consiguió olvidarse de sus propios sentimientos a base de explotar los de los demás, por lo general más placenteros que los suyos, cuyo abanico se limitaba a la rabia, la ira, el dolor y, por supuesto, la eterna e insoportable agonía. Para cuando quiso darse cuenta, estaba completamente vacío, salvo por la maldita tortura que suponía su condena, como no. De eso no se iba a librar en toda su jodida existencia.

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