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Authors: Carmen Cervera

Tags: #Intriga, #Fantástico

Non serviam. La cueva del diablo (16 page)

BOOK: Non serviam. La cueva del diablo
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Sin cambios ni sentimientos, el tiempo, simplemente, había desaparecido, y con él casi consiguió desaparecer él mismo, lo que de haber sido posible hubiera supuesto un increíble alivio. Los sentimientos de los humanos habían dejado de ser un capricho, una vía de escape, para convertirse en una necesidad. La diversión de empujarlos al vacío, de tentarlos, de instigarlos, se había convertido en la única manera de ser consciente de su propia existencia más allá del abismo de su condena, que lo había absorbido casi por completo, anulando en gran medida su poder. Pero ahora el poder había regresado, junto con los sentimientos propios. O tal vez hubiera sido al revés. No lo sabía. Lo único cierto era que estaba de vuelta. Había regresado, otra vez, a su existencia maldita. A su condena eterna. Y, cómo no, a todas sus consecuencias. Resopló.

—Nos ocuparemos de Legión —concluyó, finalmente, interrumpiendo a sus generales que seguían discutiendo a voz en grito, cada vez más airados—. De nada servirá una matanza si no acabamos con él. Podemos matar a todos los demonios y, con el tiempo, acabarán recuperando sus fuerzas. Si queremos acabar con esto, hay que cortarle la cabeza a la serpiente.

Los dos diablos lo miraron fijamente, con la rabia aún reflejada en sus rostros. Era evidente que querían una sangría, y un solo demonio, aunque fuera Legión, no les parecía en absoluto suficiente.

—Pueden conseguir otro líder —protestó Asmodeo, irguiéndose y tratando de parecer convincente, sin conseguirlo.

—Sí, pueden conseguir otro líder —concedió, mirándolo fijamente—. Pero no como Legión ¿cuántas almas hay ya dentro de ese hijo de puta? Perdí la cuenta cuando eran cinco mil.

Belial rió y Asmodeo dejó salir un gruñido de rabia.

—Está bien —dijo Belial—. Nos pondremos en marcha…

—No —lo interrumpió él, y su voz fue casi como un gruñido—. Primero quiero recuperar el manuscrito. Después, yo mismo me encargaré del demonio.

Los dos diablos lo miraron con incredulidad, pero ninguno de ellos se atrevió a protestar. Al menos, aún le guardaban el respeto que le debían, y no pudo evitar sentir cierta satisfacción por ello.

Cuando Luz giró la esquina de la Calle de Santa Cruz reconoció de inmediato a Ángel apoyado contra la pared de un pequeño restaurante, con un gesto entre la elegancia y la despreocupación, y cierto aire arrogante. Cruzó la plaza, dirigiéndose hacia él, que la miraba sonriendo, sin hacer ademán de variar su postura, mientras ella se esforzaba en no acelerar el paso y aparentar una seguridad de la que, en aquel momento, carecía por completo. Viéndolo allí, recostado junto a la puerta del restaurante, con una actitud cercana a la insolencia, pensó que aquel hombre parecía del todo irreal. No sólo su atractivo físico resultaba desconcertante, sino también su porte, que reforzaba una apariencia increíblemente irresistible, más próxima a la ilusión que a la realidad, de no ser porque en aquel mismo momento lo estaba viendo allí, ante ella, esperándola. Finalmente, no pudo evitar suspirar cuando se encontró a pocos pasos de él, y pudo ver de nuevo aquellos irreverentes ojos verdes, fijos en ella, como si fuera lo único en todo el mundo digno de ser admirado.

—Espero que la mañana te haya resultado provechosa. —Ángel recorrió el único paso que lo separaba ya de ella, al tiempo que su sonrisa se ampliaba.

—Por supuesto. Aunque debo confesar que he variado ligeramente la ruta que me habías recomendado —respondió, sorprendiéndose de la seguridad que reflejaba en su voz.

—No me cabía duda de ello —dijo él, con cierta satisfacción, mientras apoyaba suavemente una mano en su espalda y abría la puerta del restaurante, invitándola a entrar, haciendo gala de una caballerosidad que ella ya creía extinguida desde mucho tiempo atrás.

El restaurante era acogedor, y el rincón en el que se sentaron les proporcionó una intimidad que le resultó gratificante. Comieron mientras ella le explicaba cómo había pasado la mañana, comentando los lugares que había visitado y los motivos por los que se había escapado del recorrido que él le había indicado durante el desayuno. Por un instante, creyó ver una sombra de advertencia en los ojos de Ángel, que le recordó que aquel hombre era un completo desconocido e, incluso, le hizo pensar que podía ser peligroso. Pero bastó con su sonrisa apenas insinuada, o la luz que había en su mirada, para que olvidara cualquier pensamiento al respecto. La conversación con Ángel se le hizo realmente agradable, él parecía tener amplios conocimientos de absolutamente todos los temas que trataban y, para cuando llegaron a los postres, Luz estaba explicándole el motivo que la había llevado a Salamanca, los hallazgos en la Casa de las Muertes e, incluso, los más sorprendentes detalles del manuscrito que estaba estudiando, así como su hipótesis sobre la posible relación entre la Cueva del Diablo y la cripta del palacio plateresco.

—Es una teoría más que plausible —dijo él, después de escucharla atentamente—. De hecho, no pocas ciudades medievales guardan en sus entrañas una red de túneles y pasadizos que conectan, o al menos antiguamente conectaban, casas, iglesias y conventos entre sí.

—Exacto. Y estoy convencida de que hay algún sistema de ventilación en esa cripta. —Luz se interrumpió para llevarse un trozo de tarta de queso a la boca—. El aire estaba claramente menos viciado en su interior que en el acceso. No me extrañaría que incluso hubiera otra entrada, tal vez desde el exterior, o puede que un pasadizo que comunicara la cripta con otro lugar —explicó, y Ángel asintió mientras daba buena cuenta del postre especial de la casa—. La Casa de las Muertes está cerca de las catedrales —continuó, y su mente funcionaba a toda velocidad mientras hablaba, trazando hipótesis que en aquel momento le parecían más posibles de lo que ella misma hubiera imaginado—. También hay varios conventos alrededor.

—Y está junto a la Universidad —él siguió por ella—. Y cerca de la cueva en cuestión.

Luz se limitó a asentir, concentrada ahora en todas aquellas ideas que, aunque en ningún momento había descartado, tampoco había considerado seriamente. Además, estaba segura de que había algo que se le escapaba. Algo que había ocurrido la noche que se adentró con Alfonso en la Cueva del Diablo, y que no conseguía recordar. Algo que había visto. O que había encontrado. Apartó el pensamiento cuando, de pronto, recordó la historia que había leído entre las notas de Marcos sobre la leyenda de la Cueva del Diablo, y su mirada se iluminó, más allá de las ideas que la inquietaban.

—De hecho hay una antigua leyenda, no tan conocida como la del aula subterránea de Lucifer, por supuesto, pero que, tal vez, pueda ayudarme a encontrar esa otra entrada a la cripta —dijo, y le pareció ver como los ojos de Ángel brillaron con más intensidad mientras ella hablaba, despacio, casi dudando de su propia teoría—. Se decía que mientras el Diablo tenía como pupilos a siete destacados alumnos de la universidad, otros siete tenían encomendada la misión de impedir que el Ángel Caído consiguiera transmitirles sus enseñanzas. Estos siete se reunían en un lugar, tan secreto como la cueva en la que el Diablo impartía sus clases, al que accedían desde algún sitio cercano a la universidad —dudó un instante antes de seguir hablando, entre risas—. Aunque no sé hasta qué punto habría que tomarse en serio esta historia, porque, de ser cierta, es más que evidente que los siete alumnos fracasaron en su intento de frustrar los planes de Lucifer.

—¿Por qué supones eso? —preguntó Ángel con seriedad, sorprendiéndola.

—Bueno, si creyera en la existencia de Dios… —empezó a decir, sintiéndose de pronto incómoda por la mirada intensa de Ángel, y siguió hablando más despacio, precavida—. Supongo que pensaría que ha abandonado al ser humano a su suerte hace mucho tiempo —concluyó y dudó un instante antes de continuar. Su absoluta falta de fe solía ser malinterpretada, e, incluso, resultar ofensiva a algunas personas, aunque ella no comprendía el motivo, pero un gesto de Ángel la invitó a seguir hablando—. Tal vez, otorgándole a Dios la bondad que a día de hoy se le supone, debería pensar que simplemente el Diablo ha ganado la batalla.

—Tengo algunos colegas que estarían absolutamente de acuerdo contigo y te felicitarían por la concisión de tu reflexión. Resumir cerca de cinco mil años de historia religiosa en tan pocas palabras, realmente, tiene mucho mérito.

—No me has dicho a qué te dedicas —dijo Luz, sorprendida por las palabras de Ángel, que le dedicaba una media sonrisa insolentemente atractiva.

—Resumiendo, podría decirse que a la teología y a la historia religiosa.

—¿Y crees en Dios? —dijo, pero su palabras no sonaron en absoluto como una pregunta.

—Absolutamente —respondió él, rotundo.

La confusión primero y la decepción después fueron creciendo en el interior de Luz, pero Ángel pareció leer la expresión de su rostro, y despejó de inmediato sus dudas, sin preocuparse en disimular una risa maliciosa.

—Y puedes estar tranquila, no soy sacerdote, ni nada que se le parezca —explicó, con un gesto travieso.

Ella asintió, avergonzándose porque sus sospechas le hubieran parecido a Ángel tan evidentes.

—Está bien. Entonces, no crees que Dios haya abandonado al hombre —consiguió decir, olvidando el bochorno, y Ángel negó con la cabeza, mostrando de nuevo aquella leve sonrisa, mientras ella hablaba, lentamente, intentando comprender—. Ni que el Diablo haya vencido en su supuesta pugna eterna por el control de la humanidad.

Finalmente, él rió con ganas, para sorpresa de Luz, que había tratado de escoger cuidadosamente sus palabras para no ofenderlo con sus suposiciones.

—Por supuesto que no —contestó él, aún entre risas—. Aunque no creo que ninguno de los dos quieran para nada el control de la humanidad. En todo caso, se trataría más de tener su afecto o devoción, pero no de controlar a nadie. —Ángel hablaba animado, visiblemente divertido con el rumbo inesperado que había tomado la conversación—. Pero lo que realmente no creo, en absoluto, es que el Diablo pueda vencer en modo alguno a Dios. Él no deja de ser un ángel que, digamos, cayó del cielo. Pero un ángel, al fin y al cabo, cuyo poder de cualquier modo estaría muy por debajo del poder del Creador ¿no crees? —preguntó, pero ella no contestó, asombrada por la intensidad de sus palabras—. De hecho dudo mucho que el Diablo se haya planteado jamás derrotar a Dios.

—Un arcángel —dijo ella, finalmente, como toda respuesta.

—¿Qué?

—Lucifer no era un ángel, sino un arcángel —explicó y Ángel asintió, sorprendido, con una expresión que no supo identificar en su rostro—. Según algunos mitos y textos apócrifos, era uno de los más poderosos, un Príncipe, aunque otros textos hablan de que se trataba de un serafín o, incluso, un querubín, pero parecen posteriores y menos fieles al mito original. Aún así, se trataría del primer ser que fue creado y, por lo tanto, el primero entre los suyos, el poseedor del conocimiento y el que iluminó la creación —continuó, antes de detenerse, dubitativa, pero de nuevo la mirada de Ángel la animó a seguir—. Además, al rebelarse adquirió más poder del que tenía y, por otro lado ¿por qué se habría rebelado un ser en su posición, de no ser para ocupar el lugar de quién lo creó?

—Tal vez, simplemente, quisiera aspirar a algo más que a contemplar la gloria del Creador durante toda la eternidad…

—Creía que esa era la función de los tres primeros coros —lo interrumpió y Ángel sonrió de nuevo, entre sorprendido y satisfecho.

—Para no creer en todo esto, veo que dominas el tema —bromeó y ella asintió—. Bien, tú lo has dicho antes, se supone que el Diablo, antes de precipitarse contra el suelo, era el primero entre los suyos ¿verdad?, pero a la vez se supone que era un arcángel —dijo, hablando con calma y ella asintió de nuevo—. Entonces la clasificación en nueve coros de nuestro querido Pseudo Dioniso Areopagita o bien es incorrecta, o bien está incompleta, o bien ha sido constantemente malinterpretada.

—¿Y cuál es tu opinión al respecto? —preguntó, llevada por su curiosidad y dejando de lado su razón, que se negaba a seguir hablando sobre la clasificación de una supuesta jerarquía angélica.

—Lo último. —Ángel insinuó de nuevo una media sonrisa llena de picardía—. Es simple. La palabra arcángel etimológicamente significa superior a los ángeles, por lo que se ha concluido que son el octavo coro, sólo por encima de los ángeles, que ejercen, por decirlo de alguna manera, de custodios de la Obra Divina —explicó y ella asintió siguiendo con curiosidad su argumentación—. Lo que se ha obviado es que serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades y principados, sean cuales sean sus atributos y funciones, no dejan de ser, al fin y al cabo, ángeles. Así que, simplemente, los nueve arcángeles están por encima de ellos. Serían, por decirlo de algún modo, el primer escalafón en la jerarquía celestial.

—¿Nueve? —dijo, sorprendida, y él asintió a la vez que daba un sorbo de su copa—. La mayoría de confesiones no reconocen a más de cuatro y la Iglesia Católica, en concreto, sólo a tres, aunque en la Biblia se cite la existencia de siete…

—Bueno, Luz —la interrumpió—. La Iglesia Católica también defiende que la madre de Cristo concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, que vivió el resto de sus días sin conocer varón y sin ser automáticamente repudiada por su esposo y, por si todo esto no fuera lo suficientemente milagroso, que el hijo de Dios era tan, tan y tan raro entre los suyos que, a pesar de que no comenzó a predicar hasta los 30 años, que para aquella época era estar ya en una edad más que avanzada, no se casó, ni tuvo hijos, ni nada que se le pareciera.

—Y tú no crees eso —afirmó ella.

—Reconocerás que lo primero no se sostiene biológicamente y lo segundo es históricamente imposible. En realidad, la pobre María, habría sido lapidada al instante de haberse sabido que estaba embarazada sin haber mantenido aún relaciones con su marido. De hecho, incluso aunque José hubiera tenido a bien el extraño embarazo, cosa más que poco probable, lo más seguro es que el propio padre de María la hubiera condenado de inmediato. Y bueno, respecto a lo de que Cristo, incluso antes de decidirse a descubrir su identidad, suponiendo que la conociera desde un principio, viviera en contra de todas las normas propias de la época es, por decirlo suavemente, absurdo.

—Así que crees en Dios y en los ángeles, pero no en Cristo —concluyó Luz, pero él negó nuevamente con la cabeza.

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