La luz llevaba algún tiempo siendo menos intensa, opacándose hasta que, casi sin notarlo, les rodeó un brumoso crepúsculo azul, que pareció brotar del indistinto lago, pues poseía algo de su azul de ensueño, aunque mezclado con colores imprecisos. Smith pensó que le agradaría no levantarse jamás de aquella fría arena, quedarse sentado para siempre en la incierta penumbra y en el silencio de su sueño. Jamás supo cuánto tiempo permaneció sentado con aquellos pensamientos. La paz azul le envolvió completamente, hasta que, en la calma de aquel instante, se empapó de los brumosos colores del atardecer.
La oscuridad fue haciéndose más profunda, hasta que ya sólo pudo ver las pequeñas olas más próximas que lamían la arena. A lo lejos, por todas partes, el mundo de ensueño se fundía en el azul teñido de bruma violeta del crepúsculo. Aunque no era consciente de haber vuelto la cabeza, en aquel momento se encontró mirando a la joven que estaba a su lado. Yacía sobre la pálida arena y su cabello era un abanico de tiniebla que enmarcaba la palidez de su rostro. En el crepúsculo, su boca también era oscura, y por la oscuridad que había bajo sus pestañas fue comprendiendo lentamente que le observaba fijamente.
Durante un largo momento permaneció sentado, contemplándola en silencio, yendo al encuentro de la mirada de sus ojos entornados. Después, con la facilidad propia de quien se mueve en un sueño, se inclinó sobre ella, al encuentro de sus brazos levantados. La arena estaba fría y suave, y su boca tenía un leve sabor a sangre.
En aquella tierra no salía el sol. La luz del día brillaba lentamente sobre el palpitante paisaje, y la hierba y los árboles se desperezaban con la consciencia de un nuevo día, más bien horrible en la belleza de la mañana. Cuando Smith despertó, vio que la joven, que volvía del lago, sacudía su cabello naranja del agua azul. Gotitas azules se adherían a la blancura de su piel. En la aurora brillante, reía y rezumaba agua de pies a cabeza.
Smith se incorporó en la cama y echó hacia atrás la colcha azul.
—Tengo hambre —dijo—. ¿Cuándo y qué comeremos?
En el tiempo de un suspiro, la risa se desvaneció del rostro de la joven. Escurrió sus cabellos con aire apurado y dijo, dudando:
—¿Hambre?
—¡Sí, desfallezco! ¿No me dijiste que ibais a comer al templo? Pues vámonos allí.
Ella le miró larga y enigmáticamente tras sus pestañas y volvió el rostro.
—Muy bien —dijo.
—¿Algo anda mal?
La cogió mientras pasaba y la sentó sobre sus rodillas, besando suavemente sus labios fruncidos. Y nuevamente notó sabor a sangre.
—Oh, en absoluto —sacudió sus cabellos y se levantó—. Estaré lista en un momento y luego nos iremos.
De tal suerte, volvieron a pasar por el cinturón de vegetación, cuyos árboles se agacharon para observarlos, y cruzaron la ondulante pradera. Largas pulsaciones de hierba llegaron palpitando desde todas las direcciones hacia ellos, como antes, y las hojas que parecían al tacto el pelo de un animal se adhirieron a sus pies. Smith intentó no pensar en ella. Aquella mañana, a cualquier lugar donde mirase, veía por todas partes una corriente oculta de indecible desagrado que corría bajo la superficie de aquella tierra encantadora.
Mientras caminaban sobre la hierba viva, un recuerdo acudió súbitamente a su memoria, y dijo:
—¿A qué te referías ayer, cuando dijiste que había una manera de salir que no era la muerte?
La joven no le miró a los ojos cuando contestó, con voz turbada:
—Dije peor que la muerte. Es algo de lo que aquí no hablamos.
—Pero si, después de todo, hay una manera, debo conocerla —insistió—. Cuéntamela.
Ella dejó caer su cabello anaranjado como un velo entre los dos, agachó la cabeza y dijo, de modo confuso:
—Es una posibilidad que no debieras intentar. Es muy complicada. Y…, además, ahora no quiero que te vayas…
—Debo saber de qué se trata —dijo Smith, sin darse por vencido.
Entonces ella hizo una pausa y se quedó mirándole, con la turbación en aquellos ojos del mismo color que el jerez.
—Es la misma que utilizaste para venir —dijo, finalmente—. La Palabra. Pero esa puerta es infranqueable.
—¿Por qué?
—Pronunciar la Palabra supone la muerte. Literalmente. Ahora no la conozco, y no la pronunciaría si la conociese. Pero en el templo hay una habitación donde la Palabra ha sido grabada en una pared de color escarlata, y su poder en tan grande que sus ecos resuenan para siempre alrededor de aquella habitación. Si uno se sitúa delante del símbolo grabado y permite que su poder llegue a su cerebro, entonces oirá y sabrá y pronunciará a gritos las espantosas sílabas, y morirá. Es una palabra en algún idioma tan ajeno a todo nuestro ser que el sonido de su pronunciación al resonar en la garganta de una persona es tan perturbador que consigue rasgar las mismísimas fibras del cuerpo humano… y desintegrar sus átomos, destruyendo tan atrozmente cuerpo y mente que es como si jamás hubieran existido. Y ello es debido a que, en cierto modo, un sonido tan perturbador consigue abrir violentamente, y durante un instante, la puerta entre tu mundo y el mío. Pero el peligro es espantoso, porque también puede abrir la puerta hacia otros mundos y dejar pasar cosas más terribles que cualquiera de las que jamás hubiéramos soñado. Alguien ha dicho que así fue como, hace eones, la Cosa accedió a nuestro país. Y si no permaneces exactamente en el lugar donde se abre la puerta (el único punto de la habitación que se halla protegido, de la misma forma que el centro de un ciclón está inmóvil) y no pasas en el preciso instante en que suena la Palabra, te aplastará completamente como a cualquiera que la pronuncia por ti. Ya ves lo impos…
En ese momento dejó de hablar, lanzó un débil grito y miró hacia abajo, con una risita de fastidio, dio dos o tres pasos apresurados y se volvió.
—La hierba —explicó con tristeza, y señaló sus pies. Su desnuda piel morena estaba manchada de infinidad de minúsculos puntos de sangre—. Si uno permanece en este lugar demasiado tiempo descalzo, le taladrará la piel y beberá de él… Estúpida de mí por olvidarlo. Pero acércate.
Smith acudió a su lado, mirando a su alrededor con ojos nuevos aquella tierra encantadora y diáfana, demasiado hermosa y espantosa para formar parte de un sueño. Alrededor de ellos, la hambrienta hierba llegó corriendo, formando largas oleadas convergentes a medida que avanzaban. Entonces, ¿los árboles también serían carnívoros? Árboles caníbales y hierba vampira… Sintió un ligero estremecimiento y miró al frente.
El templo se alzaba ante ellos, un edificio hecho de un material sin nombre, envuelto en una bruma tan azul como la de las montañas más lejanas de la Tierra. La bruma no se condensaba ni adelgazaba a medida que se aproximaban, y los contornos del lugar eran misteriosamente difíciles de grabar en la memoria… Después de aquello, jamás pudo saber exactamente por qué. Cuando hacía demasiados esfuerzos para concentrarse en una de las esquinas de una torre o de una ventana, ésta se desdibujaba ante sus ojos, como si se desenfocara…, como si todo aquel edificio extraño y velado se encontrase justamente al borde de otra dimensión.
A medida que se aproximaban, desde el inmenso arco triple de la entrada —un arco triple que no se parecía a nada que hubiera visto antes, tan irritantemente difícil de enfocar con la vista que no pudo estar seguro de saber en qué consistía la diferencia— se derramó, humeante, una pálida bruma azulada. Cuando estuvieron dentro, echaron a andar en aquella penumbra crepuscular que tan bien estaba llegando a conocer.
La gran sala se abría ante ellos, velada en la bruma. Cuando apenas habían dado unos pocos pasos, la joven le condujo hacia uno de sus laterales, bajo otra arcada, por una larga galería a través de cuya neblina pudo distinguir filas de hombres y de mujeres arrodillados delante de la pared, con la cabeza inclinada, como si rezasen. Le llevó hasta el final, y entonces vio que se postraban delante de pequeños caños que salían del muro a intervalos regulares. Ella se puso de rodillas enfrente de uno y, tras hacerle señas de que la imitase, inclinó la cabeza y acercó los labios al caño cuervo. Aunque dudando, siguió su ejemplo.
En el preciso instante en que su boca tocó la substancia desconocida que caía del caño, algo caliente y curiosamente salado y dulce a la vez cayó por su boca. Tenía una acritud que le daba un sabor extraño y que, a medida que bebía, despertaba en él una sensación de avidez. Era obsesivamente deliciosa. A cada trago, el calor fluía por su cuerpo con más fuerza. Pero en algún lugar muy profundo dentro de él, un recuerdo se desperezó de disgusto… En algún lugar, sin saber cómo, había sentido antes aquel sabor cálido, acre, salado, y…
Con la brusquedad de un mazazo, cayó sobre él una sospecha que le obligó a apartar los labios del chorro, como si quemase. Un delgado hilo escarlata caía del muro. Se pasó el dorso de una mano por los labios y lo retiró rojo. Entonces reconoció aquel sabor.
La joven seguía arrodillada a su lado, con los ojos cerrados y la avidez del éxtasis en cada uno de sus rasgos. Cuando la cogió de los hombros, ella se crispó y abrió unos ojos de protesta, pero no apartó los labios del caño. Smith hizo un gesto violento. Entonces se levantó, después de un trago prolongado, y le miró con rostro airado, contentándose con posar un dedo sobre sus labios enrojecidos.
Él la siguió nuevamente, en silencio, a lo largo de las filas de la gente arrodillada. Cuando llegaron nuevamente a la salida, se volvió hacia ella y la cogió, enfadado, de los hombros.
—¿Qué era eso? —preguntó.
—¿Qué esperabas? Aquí recibimos el alimento que necesitamos. Tienes que aprender a beber sin que te repugne… si es que eso no viene antes por ti.
Durante un largo momento, miró enfadado su rostro evasivo y extrañamente hermoso. Luego se volvió sin decir palabra y se alejó por la sala hasta la puerta, a través de la cambiante bruma. Oyó los desnudos pies de ella corriendo tras él, pero no se volvió. Hasta que no hubo salido fuera al día resplandeciente y llegado a mitad de la pradera, no se permitió mirar a su alrededor. Ella iba tras él, con la mirada baja, el cabello anaranjado flotando alrededor de su rostro, una infelicidad evidente en todos sus movimientos. Su sumisión le conmovió profundamente, por lo que se detuvo para que le alcanzara, sonriendo un poco a regañadientes a aquella cabeza agachada de cabello anaranjado.
Ella le miró con rostro trágico, y de sus ojos como el jerez brotaron las lágrimas. Ante aquello, él no tuvo otra elección que sonreír y estrecharla contra su pecho vestido de cuero, y besar sus temblorosos labios hasta que ella esbozó una sonrisa. Para entonces ya comprendía el amargor levemente acre de sus besos.
—Bien —dijo, cuando llegaron al pequeño santuario blanco entre los árboles—, debe haber algún otro tipo de alimento diferente de… ése. ¿No plantáis grano? ¿No hay vida salvaje en los bosques? ¿No dan frutos los árboles?
Ella volvió a mirarle otra vez de soslayo al amparo de sus pestañas, prudentemente bajas.
—No —dijo—. Aquí sólo crece la hierba. Ningún ser vivo habita en esta tierra excepto el hombre… y eso. Y en lo referente al fruto de los árboles…, da gracias de que sólo florezcan una vez en toda su vida.
—¿Por qué?
—Mejor no… hablemos de ello —puntualizó.
Aquella frase y las constantes evasivas estaban comenzando a crispar los nervios de Smith. No comentó nada entonces, pero le dio la espalda y bajó a la playa, tumbándose sobre la arena e intentando recobrar la placidez y la paz de la última noche. Curiosamente, había saciado su hambre, incluso con lo poco que había tomado, y gradualmente, la adormecedora tranquilidad del día anterior comenzó a derramarse sobre él en profundas oleadas. Después de todo, era una tierra encantadora…
Aquel día llegó a su fin como en un sueño, la oscuridad surgió en medio de brumas del anublado lago y él llegó a encontrar en los besos que sabían a sangre cierto gusto que realzaba su dulzura. Por la mañana se despertó ante un día suavemente brillante, nadó con la joven en las aguas azules y estremecidas del lago… y, a regañadientes, dejó atrás bosques y famélicas hierbas hasta llegar al templo, impulsado por un hambre mayor que su repugnancia. Caminaba con una leve náusea que no le abandonaba, pero, también, con una extraña avidez…
Una vez más, el templo se alzó ante ellos, velado e indefinido bajo el difuso cielo, y, una vez más, Smith se sumió en el eterno crepúsculo de sus corredores, doblando sus esquinas como cualquiera que conociese el camino, arrodillándose de grado en la fila de bebedores que se alineaba ante el muro…
Al primer sorbo, la náusea creció en su interior de manera casi insoportable, pero cuando el calor del líquido se difundió en su cuerpo, la náusea murió y sólo dejó hambre y avidez. Bebió ciegamente hasta que una mano de la joven sobre su hombro le devolvió a la realidad.
Una especie de intoxicación se había despertado en él tras la quemazón de aquella bebida caliente y salada que surcaba sus venas; por eso regresó medio aturdido por la ondulante hierba. Y así permaneció durante la mayor parte del diáfano día. La paulatina oscuridad comenzó a brotar del lago antes de que consiguiera despejarse.
Y de ese modo, su existencia fue convirtiéndose en algo muy simple. Los días luminosos y las tinieblas brumosas fueron sucediéndose. La vida se convirtió en poco más que la brillante claridad del día y la imprecisión de la oscuridad, viajes mañaneros para beber en la fuente del templo y besos amargos de la joven de cabello anaranjado. El tiempo se había detenido para él. La lentitud del día sucedía a la lentitud del día, y este mismo ciclo vital se repetía una y otra vez, con el único cambio —quizá entonces no fuera consciente de ello— de que la mirada de la joven era más profunda cuando se posaba sobre él, lo mismo que sus silencios.
Cierta tarde, justamente cuando las primeras penumbras se cernían en el aire y el lago humeaba con la bruma, se le ocurrió mirar por encima de su superficie; entonces pensó que a través de las brumas nacientes había visto los contornos de unas montañas lejanísimas.
Y preguntó con curiosidad:
—¿Qué hay más allá del lago? Eso que se ve a lo lejos, ¿no son montañas?
La joven volvió rápidamente la cabeza, y sus ojos como el jerez oscuro se oscurecieron con algo parecido al terror.
—No lo sé —dijo—. Creemos que es mejor no preguntar lo que hay… más allá.