Sueños que podrían haber sido, sueños tejidos con polvo.
Northwest Smith regresa al hogar…
La ladera de la colina cubierta de tréboles que se encontraba debajo de él estaba caldeada por el sol. Northwest Smith distendió sus hombros contra la tierra y cerró los ojos, respirando tan profundamente que la correa de la funda sobaquera que contenía su pistola se tensó, mientras bebía la fragancia de la tierra y de los tréboles, cálidos bajo el sol. Allí, en el pequeño valle entre las colinas, bajo la sombra de los sauces, tumbado sobre los tréboles y el regazo de la Tierra, dejó que su aliento se perdiera en un prolongado suspiro y pasó la palma de su mano sobre la hierba, como si acariciase a una enamorada.
Llevaba mucho tiempo prometiéndose aquel instante… ¿Durante cuántos años y meses en medio de mundos extraterrestres? En aquellos momentos no quería ni pensar en ello. No quería recordar los sombríos caminos del espacio ni los rojos detritos de las Tierras Secas de Marte, ni los días perlados de gris de Venus, cuando soñaba con la tierra que le había convertido en un proscrito. Por eso estaba allí, echado de aquella manera, con los ojos cerrados bajo la luz del sol que se derramaba sobre él, sin ningún otro sonido en sus oídos que el paso de la brisa sobre la hierba y el crepitar sobre ésta de algún insecto cercano…, como si los violentos años de olor a sangre que pesaban sobre él jamás hubieran existido. Excepto por la pistola que le oprimía las costillas entre el pecho y la tierra llena de tréboles, hubiera podido ser de nuevo un muchacho, como hacía tantísimos años, mucho antes de quebrantar la ley por primera vez o de matar al primer hombre.
Nadie de entre los vivos conocía la identidad de aquel muchacho. Ni siquiera la omnisciente Patrulla. Ni siquiera el venusiano Yarol, que había sido su amigo más íntimo durante tantos años tumultuosos. Nadie la hubiera conocido… hasta aquel momento. Ni su apellido (que no siempre había sido Smith), ni su país nativo, ni la familia donde se había criado, ni el primer acto violento que le obligó a recorrer el tortuoso sendero que le había conducido hasta allí… Allí, sobre el pequeño valle cubierto de tréboles, en las colinas de una Tierra que le había prohibido para siempre poner un pie en su suelo.
Desenlazó las manos que había mantenido bajo la cabeza y se echó a un lado, para apoyar una mejilla llena de cicatrices sobre un brazo, mientras sonreía para sus adentros. Bueno, ahí estaba la Tierra, debajo de él. Ya no era una estrella verde en lo alto de los cielos extraterrestres, sino suelo cálido cubierto de trébol nuevo, tan cerca de su rostro que podía observar todos los tallos sutiles y las hojas del trébol, y los húmedos granos de tierra en sus raíces. Una hormiga pasó cerca de él, rozando su mejilla con sus ondeantes antenas. Cerró los ojos y, una vez más, respiró hondamente. Mejor no mirar; mejor quedarse allí echado como un animal, bebiendo a ciegas el sol y lo que la Tierra le hacía sentir, sin hablar.
Ya no era Northwest Smith, el proscrito cosido de cicatrices de los caminos del espacio. Había vuelto a ser un muchacho, con toda la vida por delante. Debía haber una casa de columnas blancas justo encima de la colina, con porches cubiertos de sombras y cortinas blancas ondeando en la brisa, y el sonido de voces dulces y familiares en su interior. Precisamente en el umbral, debía haber una joven con cabellos que se derramaban como miel líquida, indecisa mientras levantaba sus ojos hacia él. Con lágrimas en los ojos. Se quedó muy quieto, recordando.
Era curioso, con cuánta nitidez lo recordaba todo, aunque la casa llevara convertida en cenizas cerca de veinte años, y la joven… la joven…
Se volvió violentamente y abrió los ojos. No tenía ningún sentido recordarla. Había habido en él, desde el principio, un fatal defecto, algo que sólo entonces comprendió. Si hubiera sido de nuevo aquel muchacho, aunque conociendo todo lo que sabía entonces, aquel defecto hubiera seguido estando y, antes o después, hubiera sucedido lo mismo que ocurrió veinte años antes. Había nacido para una época más salvaje, cuando los hombres cogían lo que querían y se quedaban con lo que podían sin respeto por la ley. La obediencia no estaba en su carácter, por eso…
Con tanta nitidez como si acabara de suceder, sintió el mismo impulso de cólera y desesperación de hacía veinte años, sintió el fuerte retroceso de la pistola de rayos en su puño poco acostumbrado, oyó el siseo de su descarga mortal devorando un rostro que odiaba. Ni incluso en aquellos momentos podía arrepentirse de haber matado a aquel hombre, el primero de la lista. Pero con el humo de aquella muerte también se había desvanecido la casa adornada con columnas y el futuro que hubiera podido ser suyo e, incluso, el propio muchacho —en aquellos momentos tan perdido como la Atlántida—, y la joven de cabellos como la miel, y muchas otras cosas. Tenía que suceder, lo sabía. Si hubiera seguido siendo aquel muchacho, aquello hubiese terminado sucediendo. Incluso si pudiera volver atrás y comenzar de nuevo, al final pasaría lo mismo.
De cualquier modo, todo aquello pertenecía ya al pasado; y nadie lo recordaba, excepto él. Hubiera sido un loco si hubiese permanecido allí pensando por más tiempo.
Smith gruñó, se incorporó y se ajustó la pistola entre las costillas.
"Shambleau" ("Shambleau") ©1933
"Sueño escarlata" ("Scarlet Dream") ©1934
"Sed negra" ("Black Thirst") ©1934
"Julhi" ("Julhi") ©1935
"La ninfa de la oscuridad" ("Nymph of Darkness") ©1935
"El frío dios gris" ("The Cold Gray God") ©1935
"Yvala" ("Yvala") ©1936
"Polvo de los dioses" ("Dust of Gods") ©1934
"Paraíso perdido" ("Lost Paradise") ©1936
"El árbol de la vida" ("The Tree of Life") ©1936
"La mujer-lobo" ("Werewoman") ©1938
"Canción en tono menor" ("Song in a Minor Key") ©1940
CATHERINE L. MOORE —a la cual podríamos adjudicar el título de Primera Dama del “Pulp”— nació el 24 de enero de 1911 en Indianapolis (Indiana, Estados Unidos). Sus inquietudes literarias se presentan en su niñez, a la manera de una Mary Shelley del siglo XX que narraba oralmente las historias nacidas de su imaginación. Su precaria salud física fue decisiva para que se aficionara a la lectura y la escritura, al tener que estar postrada en la cama durante largas temporadas. Una vez restablecida su salud con la llegada de la adolescencia, comenzó a cursar estudios universitarios en Indianapolis, pero el crack bursatil de 1929 hizo que los abandonara. Catherine optó por un trabajo de secretaria en la banca Fletcher Trust Company. No obstante, no olvidó sus sueños literarios y aprovechó su tiempo libre para escribir.
El descubrimiento de la revista pulp Amazing Stories en 1931 animó a Catherine a enviar sus relatos a esta publicación y a otras del mismo ramo. Después de una espera de dos años, su relato “Shambleau” fue publicado en el número de noviembre de 1933 de la revista Weird Tales. Catherine cobró por la historia una suma de cien dólares, una cantidad nada desdeñable en aquella época. Entre los muchos elogios que cosechó “Shambleau”, se encontró el de H.P. Lovecraft y el todavía más importante de Farnsworth Wright, el director de Weird Tales, que le animó a continuar en esa línea de trabajo.
Los lectores de Weird Tales tardaron algún tiempo en enterarse de que Catherine era una dama, ya que firmaba con el nombre de C.L. Moore. Uno de los que cayeron en este error fue Henry Kuttner, otro conocido escritor de Weird Tales, con el cual comenzó una relación de amistad que acabó en boda en 1940. Su matrimonio marcó el comienzo en una segunda etapa en sus respectivas obras literarias, marcada por la estrecha colaboración que mantenían en muchas de sus obras, ya fueran a nombre de Moore, Kuttner o bajo algún seudónimo. Tras la II Guerra Mundial la pareja vivió un corto espacio de tiempo en Hasting-on-Hudson (estado de Nueva York) para recalar finalmente en Laguna Beach, California. Consiguieron matricularse a principios de los años 1950 en la Universidad del Sur de California, donde se licenciaron en letras. Mientras tanto, su obra literaria conjunta se decantará hacía la Novela Negra.
Después de la repentina muerte de Henry Kuttner en 1958, Catherine abandona totalmente la escena literaria y segue trabajando en guiones televisivos para westerns y series detectivescas. Contraerá nuevas nupcias en 1963.
Las últimas años de la vida de Catherine fueron una lucha constante contra el mal de Alzheimer, que poco a poco fue deteriorando sus funciones mentales. Catherine L. Moore acabaría muriendo de esta enfermedad el día 4 de abril de 1987.