Había momentos, como breves destellos, en que dejaba de existir… y se unía a la gris nada como si fuera parte de ella. La sensación no era de inconsciencia. Algún nirvana total le absorbía y le liberaba de nuevo, y entre los momentos en blanco seguía luchando, sintiendo que la conversión de su cuerpo en algo que en aquel momento si siquiera podía comprender tenía lugar muy lentamente, pero de manera cierta.
Durante grises eternidades siguió avanzando a través de la pegajosa resistencia, a través de oscuridades de no-existencia, a través de destellos de casi normalidad, sintiendo, sin saber por qué, que el camino le hacía recorrer salvajes bucles y remolinos a través de espacios sin nombre. Su sentido del tiempo se había detenido. No podía oír ni ver nada, no podía sentir nada que no fuera el inmenso esfuerzo de arrastrar sus miembros a través de la materia que le envolvía, y ese esfuerzo era tan grande que los instantes de vacuidad en los que no existía ni de manera inconsciente eran gratamente bienvenidos. Sin embargo, obstinada e implacablemente, el ciego instinto le seguía impulsando.
Hubo un momento en que los destellos de la no-existencia estuvieron muy juntos, y la metamorfosis de su cuerpo casi llegó a completarse, y sólo durante breves instantes de consciencia se vio como un ser independiente. Luego, por alguna causa inexplicable, la tensión cedió. Durante un largo momento ininterrumpido, tuvo conciencia de sí mismo como de un ser real que luchaba contra corriente a través de la invisibilidad, arrastrando a una mujer medio desmayada de la muñeca. La nitidez de aquello le sobrecogió. Durante un momento no pudo comprenderlo… Luego comprobó rápidamente que su cabeza y sus hombros se encontraban —lo mismo que él— ¡libres!
La repugnante nada gris se había ido… A su alrededor podía ver una llanura salpicada de árboles bajos y quintas no muy altas, pintadas de blanco, con columnas, con una arquitectura que no era parecida a ninguna de las que había visto antes. Un poco más lejos, una losa de piedra no más alta que él se apoyaba contra una enorme piedra de cabalgadura en una depresión del terreno acotado por árboles. Sobre la losa aparecía grabado un símbolo indescifrable. No se parecía a ningún otro símbolo de cualquier escritura que jamás hubiera visto. Era tan diferente de todos los caracteres de los hombres que apenas le parecía que fuera una escritura, ni que hubiese sido trazado por una mano humana. Sin embargo, había en él una curiosa familiaridad que no le sorprendía. Lo aceptó sin más. Era algo relacionado con él.
Y entre él y la losa grabada, el aire se retorció y onduló. Corrientes de invisibilidad fluyeron hacia él, subiendo a medida que llegaban. Avanzó hacia delante con la exultación brotando en su interior, porque… acababa de saberlo. Y mientras avanzaba, la espesa resistencia se apartaba de él, deslizándose por sus hombros, cayendo cada vez más sobre su cuerpo que luchaba. Supo que fuera lo que fuese aquella invisibilidad, su origen radicaba en aquel símbolo de la losa. Fluía de él. Podía verlo casi de modo visible. Y hacia aquella piedra se abrió camino, mientras un oscuro propósito se iba formando en su mente.
Oyó un tenue jadeo y una respiración precipitada a su espalda, y volvió la cabeza para mirar a la mujer-lobo, blanca como la luna en la fluctuante y casi visible marea, que le miraba fijamente con ojos despiertos y con una incomprensión que velaba su rostro. Vio que no recordaba nada de lo sucedido. Sus relucientes ojos verdes estaban vacíos, como si acabaran de volver de un profundo ensueño. Avanzó rápidamente a través de las olas que lamían inútilmente su cintura. Había vencido. Aún no sabía a qué, ni de qué nebuloso terror había salvado a ambos, pero ya no tenía miedo. Sabía lo que debía hacer y se debatió impacientemente, dirigiéndose hacia la losa.
Aún seguía hundido hasta la cintura en la resistente marea cuando llegó hasta ella, y durante un vertiginoso instante pensó que no podría detenerse; que tendría que seguir caminando por la misma substancia de aquel símbolo esculpido, del que salía la nada que lo devoraba todo. Pero con un esfuerzo pudo volverse y cruzar aquella corriente y, tras un instante de desesperada lucha, volvió a encontrarse al aire libre.
Era como si ya no hubiera gravedad. Al librarse de la fuerza que tiraba de él hacia abajo, sintió que apenas tocaba el suelo, pero no tenía tiempo para recrearse en su libertad. Se volvió decididamente hacia la losa.
La mujer-lobo se estaba liberando también de la corriente cuando vio lo que él intentaba, y levantó las manos con un chillido de protesta que obligó a Smith a saltar a un lado, como si algún nuevo terror llegase hasta él. Entonces vio qué era, y la miró con ojos de sorpresa mientras se volvía nuevamente hacia la losa y levantaba los brazos para cogerla. Ella se abalanzó sobre él y le aprisionó con un frío y desesperado abrazo, arrastrándole hacia abajo con toda su fuerza. Smith la miró y agitó con impaciencia los hombros. Casi había tocado la piedra. Pero cuando ella lo vio, lanzó otro grito penetrante y sus brazos se retorcieron sobre él como serpientes, luchando para apartarle.
Era muy fuerte. Smith se detuvo para soltarse de su feroz presa, y ella luchó salvajemente para impedírselo. Necesitó toda su fuerza para soltarse, y la apartó de sí con un fuerte empujón que hizo que ella se tambaleara. Los pálidos ojos la siguieron, preguntándose por qué, si antes había huido con tal frenesí de terror que fluía de la piedra, todavía luchaba para impedirle que la destruyera. Pues estaba totalmente seguro, sin que pudiera decir por qué, de que si se destruían la losa y el símbolo que había en ella, aquella marea dejaría de fluir. No podía comprenderla. Se encogió impacientemente de hombros y se volvió hacia la piedra.
En aquella ocasión, se le echó encima, saltando como un animal, gruñendo por lo bajo muy cerca de su garganta y clavándole sus frenéticas manos. Sus colmillos chasquearon justo al lado de su garganta. Smith la contuvo con gran esfuerzo, pues tenía la fortaleza del acero y estaba muy desesperada, y cogiéndola de los hombros, la empujó. Luego apretó los dientes y dirigió un fuerte puñetazo a su rostro, directo a los colmillos. Ella lanzó un corto y agudo aullido y se desvaneció a causa del golpe, hundiéndose en la hierba entre una confusión de blancura y de revuelto cabello negro.
Se volvió de nuevo hacia la piedra. En aquella ocasión la cogió con firmeza, se afianzó bien sobre sus piernas y tiró de ella. Sintió que cedía. Volvió a tirar. Y muy lentamente, con sumo esfuerzo, arrancó la base del lecho donde había permanecido durante eras. El suelo rocoso protestó por el roce de la losa. Uno de los bordes se levantó ligeramente y después volvió a su posición. La losa se inclinó. Lo intentó de nuevo y, poniendo en ello todo su empeño, la sintió deslizarse bajo sus manos. Retrocedió, respirando pesadamente, y esperó.
La gran losa se tambaleó majestuosamente. La marea que fluía invisible de su símbolo grabado realizó un movimiento de torsión en el aire, y largas espirales de opacidad velaron el paisaje que la rodeaba. A Smith le pareció sentir un estremecimiento en el aire, un temblor, como de advertencia. Y todas las blancas quintas borrosamente entrevistas a través de la oscuridad ondearon ligeramente ante sus ojos, y algo zumbó a través del aire como un quejido poco intenso pero agudo, demasiado penetrante para poder apreciarlo como algo que no fuera un zumbido de oídos. En el preciso instante en que la losa se tambaleaba, el parloteo de las alturas se avivó repentinamente.
Luego cayó. Con deliberada lentitud, se inclinó de atrás adelante. Cayó al suelo con un impacto salvaje y se hizo añicos. Smith observó las largas fisuras que aparecieron milagrosamente sobre la superficie, antes de que aquel enorme símbolo fantástico se partiera en mil fragmentos. La opacidad que había fluido de ella se retorció como un dragón herido, se arqueó tremendamente en el aire estremecido… y desapareció. En aquel momento, el mundo se colapsó a su alrededor. Con un rugido ensordecedor se levantó un poderoso viento que oscureció el paisaje. Le pareció ver las blancas quintas disolviéndose como sueños, y supo que la mujer-lobo de la hierba había recobrado el conocimiento, pues a su espalda escuchó un aullido lupino de extrema agonía. Luego el gran viento borró todo lo demás, y él se encontró atrapado en un remolino que giraba en el espacio a vertiginosa velocidad.
Durante aquel vuelo se hizo en él la comprensión. En un estallido de iluminación supo inmediatamente lo que había sucedido y lo que iba a suceder… Comprendió sin sorprenderse, como si siempre lo hubiera sabido, que los habitantes de aquel páramo habían vivido bajo la protección de la poderosa maldición desatada sobre aquella región en el pasado, hacía muchos siglos, cuando cayó la ciudad. Y comprendió que debía de haber sido una maldición muy poderosa, realizada con artes y sabiduría desaparecidos desde hacía ya mucho tiempo, incluso de las leyendas de los hombres, pues a lo largo de todas las eras transcurridas desde entonces, aquel páramo maldito había sido puerto seguro para todos los seres medio reales que rondan a la humanidad, relacionados con la maldad que cubría como un manto el páramo.
Y supo que la maldición había tenido su origen en el símbolo innombrable que algún brujo de tiempos olvidados había grabado sobre la piedra, escrito en alguna lengua que quizá no tenía ni la más mínima relación con el hombre. Y supo que la fuerza que fluía de ella era de completa maldad, y que se extendía como un río sobre toda la desolación salobre. La corriente envolvía en un recorrido continuo el lugar, y cuando se acercaba a alguno de sus moradores, el mal que animaba a aquel habitante y que deseaba cobrar vida actuaba como un imán para la pura maldad que era la corriente. De tal suerte, el mal acudía a la llamada del mal y ambos se fundían en uno sólo, y el infortunado morador era tragado por un nirvana de no-existencia en el corazón de aquella lenta corriente.
Aquello debía de haber obrado extraños cambios en ellos. La ciudad, cuyas formas de sombra aún encantaban el lugar, asumía realidad y substancia, haciéndose más y más presente, mientras que la realidad de los cautivos se desvanecía y fundía en el poder de la corriente. Al recordar aquellas muchedumbres apresuradas con sus rostros tensos y pálidos, supuso que los espíritus de la gente que había muerto en la ciudad perdida debían estar tenuemente ligados al lugar de su muerte. Recordaba a aquel joven guerrero, ricamente vestido, que había sido él, en los fugaces momentos en que corría calzado con sandalias a través de las calles de la ciudad olvidada, aterrorizado por el pánico de algo demasiado lejano para recordarlo —y la enjoyada mujer, con sus sandalias de color y sus vestidos ondulantes, que corría a su lado—, y se preguntó durante un segundo cuál habría sido su historia tantas eras atrás. Pensó que aquella maldición debió de incluir a los habitantes de la ciudad, encadenándolos a la miseria de aquella tierra durante siglos. Pero de eso no estaba seguro.
Mucho de todo aquello no le parecía evidente y, además, aunque lo comprendía de un modo no racional, sabía que el instinto que le guiaba para que se enfrentase a la corriente no había sido desacertado…, que algo humano y ajeno dentro de él había sido el talismán que condujo sus tambaleantes pies hacia el origen de lo que debía destruir. Y supo que al romper el símbolo que era una maldición, la maldición dejaba de existir, y el cálido, dulce y vivificante hálito de la humanidad inundó la tierra estéril, arrastrando las impías y umbrosas criaturas de las que había formado parte durante tanto tiempo. Lo sabía…, lo sabía…
La grisura se precipitó sobre él, y todo el conocimiento se borró de su mente mientras el viento rugía ferozmente en sus oídos. En algún lugar de aquel soplo rugiente, el olvido le venció.
Cuando abrió nuevamente los ojos, no pudo imaginar ni por un instante dónde estaba ni qué había sucedido. La gravedad oprimía todo su cuerpo, sofocándole, y el dolor le atravesaba a dentelladas. El hombro le dolía muchísimo. Y la noche era oscura, oscura a su alrededor. Algo envolvente y denso abrumaba sus sentidos, pues ya no podía oír los tenues y agudos sonidos de la llanura, ni olfatear aquellos olores estremecedores que antes flotaban en el viento. Incluso el parloteo encima de su cabeza había cesado. El lugar no olía de la misma manera. Creyó captar un lejano olor a humo, y en cierta forma, por lo que le decían sus adormilados sentidos, ya no olía a desolación ni soledad. El olor a vida estaba en el viento, aunque muy débil. Le pareció que tenues olores agradables, a flores y a humo de algo cocinándose, llegaban hasta él.
—Los lobos han debido de irse —decía alguien cerca de él—. Dejaron de aullar hace unos minutos… ¿No os disteis cuenta?… La primera vez desde que llegamos a este maldito lugar. Escuchad.
Con un doloroso esfuerzo, Smith volvió la cabeza hacia un lado y miró. Un pequeño grupo de hombres se había reunido a su alrededor, y en ese momento miraban hacia el oscuro horizonte. Como en la nueva espesura de la noche no podía verlos claramente, parpadeó irritado, en un intento para recobrar aquella antigua agudeza y claridad que había perdido. Pero le sonaban de algo. Uno llevaba en la cabeza un gorro blanco de piel. Alguien que se encontraba fuera del limitado radio de visión de Smith dijo:
—Amigo, aquí tuvo que haber una buena pelea. ¿Ves la loba muerta con el cuello retorcido? Y mira… las huellas de lobo en el polvo. Las hay a cientos. Me pregunto…
—Trae mala suerte hablar de ellos —le interrumpió el jefe del gorro blanco—. Os digo que eran hombres-lobo… Y he estado antes en este lugar y lo sé. Pero jamás vi ni oí hablar de nada parecido a lo que hemos visto esta noche… Ese gran lobo de ojos blancos que corría con las lobas. ¡Dios! ¡Jamás olvidaré aquellos ojos!
Smith movió la cabeza y gruñó. Los hombres se volvieron rápidamente.
—Mirad, está volviendo en sí —dijo uno de ellos, y Smith fue vagamente consciente de un brazo bajo su cabeza y de un líquido caliente y fuerte que introducían por sus labios. Abrió los ojos y miró hacia arriba. El hombre del gorro de piel estaba inclinado sobre él. Sus ojos se encontraron. A la luz de las estrellas, los ojos de Smith eran tan incoloros como el pálido acero.
El hombre emitió un sonido estrangulado y retrocedió con tanta rapidez que la petaca derramó la mitad de su contenido sobre la mejilla de Smith. Se santiguó sin vergüenza, con mano temblorosa.
—¿Quién… quién eres? —preguntó, titubeando.
Smith esbozó una mueca cansada y cerró los ojos.