Northwest Smith (46 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

BOOK: Northwest Smith
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Todo aquello producía un martilleo de locura en su cerebro. Tenía la energía suficiente para fijarse en un lejano rincón de su conciencia, donde borboteaba y chillaba medio olvidado mientras Smith aplicaba el frío autocontrol que la vida en el espacio le había enseñado a la resolución de su problema más urgente. Pero incluso así, su húmeda mano resbalaba sobre la culata de su pistola, y la respiración agitada raspaba su garganta seca.

“¿Por qué —se preguntó, mientras hacía acopio de toda su sangre fría— la simple vista de un árbol, aunque sea tan fabuloso como éste, puede suscitar un pánico tan terrible en quien lo ve? ¿Qué peligro puede morar invisible en un árbol tan espantoso, hasta el punto de que su vivo horror vuelva loco a un hombre por el solo hecho de su presencia invisible?”

Apretó los dientes con fuerza y contempló resueltamente la terrible belleza que se erguía en el claro, mientras luchaba contra las náuseas y el miedo que subía por su garganta, y se obligaba gradualmente a mirar el Árbol.

Poco a poco, la repulsión fue desapareciendo. Después de aquel momento de pesadilla, hizo acopio de todas sus fuerzas para permitir que su razón se manifestara de nuevo. Y manteniendo rigurosamente a buen recaudo bajo la superficie de su consciencia aquel terror irracional, miró resueltamente al Árbol. Y entonces supo que se trataba de Thag.

No podía ser nada más, pues, ciertamente, dos cosas tan espantosas no podían vivir sobre la misma tierra. Debía ser Thag. Aquello le hacía comprender el terror inmemorial en que vivía el Pueblo de los Árboles, aunque aún no podía explicarse de qué manera los asustaba físicamente. Aquel espanto incomprensible era una amenaza para la propia existencia de la mente, pero aun así, un árbol sujeto a sus raíces, aunque fuera espantoso de mirar, no podía representar un peligro muy grande.

Mientras razonaba de tal suerte, sus ojos no dejaban de inspeccionar sus ramas, en busca de una respuesta a su espantoso aspecto. A fin de cuentas, aquella cosa asumía el aspecto de un viejo símbolo, en el que no había nada espantoso. El Árbol de la Vida constituía el motivo del pozo de Illar a través de cuya sombra había entrado en aquel mundo, aunque no había nada en el calado de aquella verja que inspirase temor. Entonces… ¿por qué? ¿Qué amenaza viva se ocultaba invisible entre aquellas ramas que las convertía en retorcidas curvas de horror?

¿Qué mano u ojo inmortal podría

pergeñar tu espantosa simetría?

Y, por primera vez, el auténtico significado de “espantosa simetría” se hizo en su mente. Realmente, hacía falta algo más que la mano del hombre para convertir aquellas sutiles curvas tan delicadas en una cosa tan espantosa, en algo de una belleza tan atroz que su simple contemplación despertaba los temores atávicos que tanto trabajo le costaba contener.

Un temblor sacudió el Árbol. Smith se quedó rígido, mientras lo miraba fijamente con ojos muy abiertos. Ni un soplo de viento había entrado en el claro, pero el Árbol había comenzado a moverse con una lenta gracia serpenteante y retorcía despreocupadamente sus ramas en una horrible imitación de placer voluptuoso. En sus extremos, aquellas flores de color rojo sangre se desplegaban como capuchones de cobra, hinchando y extendiendo sus pétalos, y ardiendo con un tono tan vívido y penetrante que trascendía los límites del color y ardía como luz pura.

Pero no se agitaban en dirección a Smith. Se curvaban desde su tronco central hacia el otro extremo del claro. Instantes después, Smith apartó sus ojos de la flexibilidad indescriptiblemente espantosa de aquellas ramas y buscó la causa de su agitación.

El resplandor de un blanco cegador había aparecido entre los árboles del otro lado del claro. La sacerdotisa había regresado. Observó su lento caminar en dirección al Árbol, con gracia delicada y precisa, y la misma hermosura fluida que el Árbol. Su fabuloso cabello ondeaba a su alrededor como un manto ondulante que se apartaba a cada paso de la belleza blanca como la luna de su cuerpo. Caminó derecha hacia el Árbol, y todas las flores llamearon con más viveza al acercarse, y las ramas se alargaron hacia ella, vibrando de ardor.

Por muy sacerdotisa que fuera, no podía creer que fuese a acercarse lo suficiente para tocar aquel Árbol cuya simple contemplación suscitaba en cada una de las fibras de su cuerpo tan tremendo instinto de repulsión. Pero ella no desvió, ni refrenó, su avance. Caminando delicadamente sobre la hierba florida, arrogantemente luminosa en el crepúsculo, de suerte que su cuerpo era el centro y el foco de cualquier paisaje donde ella estuviera, se acercó a su espantoso e impaciente dios.

En aquellos momentos, como una joven con su amante, levantaba sus manos hacia el Árbol, debajo del que se encontraba, mientras éste inclinaba su tronco hacia ella. Con lentitud acariciante, las ramas de extremidades llameantes la rodearon. En aquel increíble abrazo, ella permaneció inmóvil durante un largo momento: el Árbol se curvó, retorciendo todas sus ramas; la joven se irguió hacia él, con la cabeza echada hacia atrás y el manto de sus cabellos que se apartaba, ondulante, de su cuerpo mientras alzaba su rostro hasta las palpitantes flores. Las ramas la mantuvieron en un estrecho abrazo. Las flores también se inclinaron, curvándose a su alrededor y tocándola con mucha suavidad, mientras retorcían sus llameantes rostros hacia el foco de su cuerpo, blanco como la luna. Una se situó directamente encima de su rostro, temblando, y rozó levemente su boca. El temblor del Árbol pareció transmitirse totalmente a través del cuerpo de la joven que abrazaba.

El increíble espato de aquel abrazo fue la gota que colmó todo lo que Smith podía resistir. Todos sus terrores, tan mantenidos a buen recaudo por su autocontrol, rompieron sin avisar sus ataduras y se derramaron sobre él en una marea de ciega repulsión. Un gemido se estranguló en su garganta y, de un modo totalmente involuntario, dio media vuelta y se precipitó a cubierto de los árboles, con las manos sobre los ojos en un fútil esfuerzo de borrar aquella visión de espantosa belleza, cuyo vívido recuerdo había quedado grabado al fuego en su cerebro. Completamente enajenado, caminó sin rumbo fijo entre los árboles, sin otro pensamiento en su mente, en blanco por el terror, que no fuera la necesidad de correr, correr, correr hasta que ya no pudiera más. Había abandonado cualquier intento de razonar y racionalizar lo sucedido; ya había dejado de preguntarse por qué la belleza del Árbol era tan espantosa. Sólo sabía que, hasta que todo el espacio no se interpusiera entre él y su simetría, debía correr, correr y correr.

Jamás supo qué puso fin a aquel frenesí demencial. Cuando recobró la cordura, yacía boca abajo sobre la pradera salpicada de flores, en un silencio tan profundo que le producía dolor de oídos. Sentía la hierba fría contra su mejilla. Durante un momento, luchó contra el regreso de su conciencia a su mente vacía. Cuando le llegó el recuerdo de aquel horror del que había huido, se levantó del suelo con la rapidez de una fiera salvaje y, con sus pálidos ojos, escrutó a su alrededor la penumbra inmutable. Estaba solo. Ni siquiera un rumor de hojas anunciaba la presencia del Pueblo de los Árboles.

Durante un momento se mantuvo a la expectativa, mientras se preguntaba qué le habría despertado y qué iría a suceder. No tuvo que esperar mucho tiempo. La respuesta fue muy penetrante y le llegó muy débilmente a través del doloroso silencio, como un murmullo infinitesimal impensablemente lejano que, sin embargo, taladró sus tímpanos con la pulcritud de una delgadísima aguja. Conteniendo la respiración, se esforzó en escuchar. Rápidamente, el sonido fue aumentando. Se sobreponía al silencio y se hacía más penetrante y agudo a medida que su onda vibraba en el centro de la parte más profunda de su cerebro.

Pero seguía creciendo, haciéndose cada vez más fuerte en aquel mundo crepuscular, con cadencias que se iban convirtiendo en una especie de música y que adquirían una dulzura tan insoportable, que Smith se tapó los oídos con las manos en un fútil intento de no oírlo. Pero no pudo. Resonaba, con intensidad rápidamente creciente, a través de cada fibra de su ser y le taladraba con miles de minúsculas agujas de música, que estremecían su alma con intolerable belleza. En su penetrante vacuidad, pensó que sentía la vibración de una extraña energía sin nombre, mucho más poderosa que cualquiera de las generadas por el hombre, tenue eco del zumbido de alguna dínamo cósmica.

El sonido fue haciéndose más dulce a medida que crecía, con una extraña e inexplicable dulzura que no se parecía a ninguna de las músicas que había oído antes, más plena, redonda y completa que cualquier melodía hecha de notas separadas. Cada vez sintió con mayor fuerza la certeza de que se trataba del sonido de alguna poderosa energía, que zumbaba y resonaba profundamente a través del crepúsculo, hasta que toda aquella tierra en penumbra fue un tembloroso almacén de sonido que llenaba toda su conciencia con su zumbido y que expulsaba sus demás conceptos e ideas, hasta que él ya no era más que una cáscara vacía que vibraba como respuesta a la llamada.

Pues era una llamada. Nadie podía escuchar aquella intolerable dulzura sin sentir la necesidad de buscar su fuente. Muy en el fondo de su mente, Smith recordó la advertencia del Pueblo de los Árboles: “Cuando te llame, deberás responder”. No lo recordó conscientemente, porque toda su atención estaba respondiendo al canto de sirena que surcaba el aire. Apenas consciente de que se movía, se había vuelto hacia la fuente de aquella llamada y, sin rumbo fijo, caminaba tambaleándose por el florido prado, sin más pensamiento en su mente desbordante de música que el de contestar a aquella encantadora llamada que vibraba de energía.

Delante de él iban otras formas, pequeñas, de piel oscura, y silenciosas, atrapadas como él en la hipnótica melodía. Los hombrecillos del Pueblo de los Árboles habían olvidado incluso su miedo innato a la llamada de Thag y caminaban despreocupadamente por el terreno abierto en medio del crepúsculo, perdidos en la maravilla del cántico.

Smith marchaba con los demás, sordo y ciego, a la tierra que le rodeaba, pues sólo vivía para una cosa: la llamada de aquel canto de sirena. Sin ser consciente de ello, rehizo el camino de su frenética huida a través de árboles y arbustos, mientras descendía por la pendiente que conducía hasta la depresión donde estaba el Árbol, entre el sotobosque que iba aclarándose hasta el margen de la última línea de vegetación que marcaba la entrada en el claro.

Para aquel entonces, la llamada era tan insoportablemente intensa, tan intolerablemente dulce, que, por su propia fuerza, liberó parte de su aturdida mente cuando sobrepasó los límites de lo audible y se elevó hasta el éxtasis que nada tenían que ver con los sentidos. Y aunque con su magia le estrechase aún con más fuerza, una parte cuerda de su cerebro comenzó a comprender. Pues el sentido de peligro volvió a su mente y, paulatinamente, la realidad se hizo en él. Miró estúpidamente cómo la hierba retrocedía bajo sus pasos. Alzó una cabeza demasiado pesada y vio que los árboles no se elevaban a su alrededor, que una claridad crepuscular se extendía por todos los lados hacia el linde del bosque que le rodeaba, y que la música seguía sonando de alguna fuente tan cerca que… que…

¡El Árbol! El terror le sobresaltó como si fuera una fiera salvaje. El Árbol, que palpitaba con insoportable claridad en el aire espeso y brumoso y se retorcía encima de él, haciendo llamear sus flores con una claridad rojiza y vibrar y ondular cada una de sus ramas bajo la música de aquel cántico impío. Luego fue consciente de la adorable y luminosa blancura de la sacerdotisa, que desde debajo de las ondulantes ramas se echaba hacia delante, y cuya ondulante cabellera, que caía hacia atrás, revelaba su hermosura mientras se movía.

Medio ahogado y frenético por un terror irracional, sacó fuerzas de flaqueza para volverse y huir, huir de nuevo como un loco de aquella depresión espantosa, para ocultarse bajo la masa del universo entero de la amenaza del Árbol. Y mientras lo intentaba, el pánico retumbaba alocadamente en su cerebro, pero su cuerpo, sin voluntad, seguía caminando derecho hacia la repugnante belleza de aquel canto de sirena que brotaba ante él. Desde el principio había sentido subconscientemente que era Thag quien llamaba, y entonces, en el mismísimo centro de aquel océano de energía vibrante, lo supo. Atrapado por la magia de la música, fue hacia él.

Las demás víctimas hipnotizadas avanzaban lentamente por el claro, con pasos mecánicos y mirada asustada y perdida… El Pueblo de los Árboles acudía indefenso a la llamada de su dios. Observó un grupo de pequeñas víctimas morenas acercándose paso a paso hasta las vibrantes ramas del Árbol. La sacerdotisa fue a su encuentro para recibirlas con los brazos abiertos. Vio cómo, con suma delicadeza, tomaba a la primera de la mano. Sin dar crédito a sus ojos, hipnotizado por una espantosa incredulidad, vio cómo conducía a la pequeña y rígida criatura hasta debajo del fabuloso Árbol, cuyas ramas bajaron como serpientes hambrientas, mientras sus grandes flores relucían con un color ávido.

Vio cómo algunas ramas se retorcían y se alargaban hacia el sacrificado, estremeciéndose de ansia. Luego, con el impulso de un tigre, se lanzaron a su encuentro, y la víctima fue arrancada de las manos de la sacerdotisa que la guiaba, y las restantes ramas se lazaron hacia ella como serpientes, enmarañándose en un confuso montón que la ocultó un instante de su vista. Smith oyó brotar del nudo de ramas enmarañadas un chillido estremecedor y penetrante, un grito espantoso que contenía en tan infinito grado un horror y una comprensión tan genuinos, que no pudo por menos de creer que las víctimas de Thag aprendían el secreto de aquel horror en el momento de su condenación. Después de aquel grito espantoso se hizo el silencio. En un instante, las ramas se apartaron de nuevo sobre el vacío. El pequeño salvaje se había desvanecido como humo entre su abrazo, con demasiada rapidez para haber sido devorado; debía ser, más bien, que en el instante en que las ramas le ocultaron, había sido lanzado a otra dimensión. Con extremidades de llama, ávidas, se inclinaban nuevamente hacia la siguiente víctima que la sacerdotisa conducía con la mayor naturalidad hacia ellas.

Pero los rebeldes pies de Smith aún seguían llevándole hacia delante, cada vez más cerca del peligro que se retorcía sobre su cabeza. La música chillaba hasta causar dolor. En aquel momento estaba tan cerca que podía ver hasta en sus menores detalles las hambrientas bocas en forma de flor que se volvían hacia él. Las ramas se estremecieron y se irguieron como cobras, se estiraron hacia él con movimientos de serpiente y bajaron inexorablemente hacia su estremecida indefensión. Mientras tanto, la sacerdotisa volvía hacia él su plácido rostro blanco.

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