Northwest Smith (43 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

BOOK: Northwest Smith
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Durante aquel instante demasiado breve para que su cerebro lo registrara, la muerte le rozó con avidez. Pero en el mismo momento, mientras las amenazantes manos se levantaban hacia él, hubo un estallido de llamas blancoazuladas detrás del sacerdote, acompañado del familiar crepitar de una pistola. El rostro del hombrecillo se volvió lívido de dolor durante un instante y después le sumergió una inmensa oleada de paz que extinguió la angustia de sus oscuros ojos. Cayó de costado y arrastró consigo el envoltorio cuadrado.

Al otro lado de su desmadejado cuerpo, que yacía en el suelo, apareció la silueta agachada de Yarol, que volvía a guardar la pistola térmica en su funda mientras echaba una rápida mirada por encima del hombro.

—¡Vámonos… vámonos! —musitó con urgencia—. ¡Salgamos de aquí!

Smith oyó un grito a su espalda y un ruido de pies que corrían. Echó una mirada de codicia al misterio que encerraba al forma cuadrada del envoltorio, pero sólo fue un vistazo fugitivo mientras saltaba por encima del cadáver y se pegaba a los ágiles talones de Yarol, para ir a perderse por la rampa inferior entre la muchedumbre que había estado bajo ellos. Jamás lo sabría.

EL ÁRBOL DE LA VIDA

Sobre la Illar arruinada por el tiempo, los aviones de reconocimiento se lanzaban en picado o daban vueltas a su alrededor. A Northwest Smith, que los observaba con su mirada pálida como el acero al amparo de un templo medio derruido, le parecieron cuervos sobrevolando la carroña. Durante todo el día habían estado rastreando aquellas ruinas en su busca. Sabía que la sed no tardaría en resecar su garganta y el hambre en arañar sus entrañas. Como en aquellas antiguas ruinas marcianas no había agua ni comida, sabía que sólo era cuestión de tiempo que su propio cuerpo, movido por la necesidad, se mostrara a los aparatos de la Patrulla y vendiese por ellas su libertad duramente conquistada. Se agazapó aún más bajo la sombra del arco del templo y maldijo la puntería del artillero de la Patrulla que había acertado a su zigzagueante nave justo en el límite de las ruinas de Illar.

Entonces recordó que la mayor parte de los antiguos templos marcianos poseían en su patio exterior un pozo fundamentalmente decorativo, del que también se aprovechaban los viajeros. Pero el agua que hubiera podido contener cualquiera de ellos se habría secado hacía un millón de años. A falta de algo mejor que hacer, Smith se levantó de uno de los extremos de la derruida cúpula central, donde estaba sentado, y a través de los silenciosos corredores caminó con cautela hacia la fachada frontal del templo. Se detuvo ante el montón de escombros de uno de los extremos del patio y miró hacia fuera, a través del pavimento inundado de rayos del sol, en dirección al pozo ornamental que antaño sirvió a los viajeros que por allí pasaron, cuando Marte era un planeta verde.

No sólo su esmerada decoración era inusual, sino lo sorprendentemente bien que se había conservado. Su borde presentaba un motivo de mosaico cuyo simbolismo debió tener antaño un profundo significado; encima de él, como un gran abanico de bronce que desafiara al tiempo, una elaborada verja representaba el inevitable motivo del Árbol de la Vida que, con tanta frecuencia, aparece en el simbolismo de los tres mundos. Smith lo contempló desde su refugio con un punto de incredulidad, pues se había conservado milagrosamente intacto entre todo aquel caos de piedras rotas mientras proyectaba un delicioso calado de sombras sobre el soleado pavimento, tan primorosamente como un millón de años antes, cuando los polvorientos viajeros se detenían ante él para beber. Podía imaginárselos, entrando a mediodía por las grandes puertas que…

La visión se desvaneció súbitamente cuando sus ojos recorrieron, interrogantes, las ruinosas paredes. No había puertas. No pudo encontrar siquiera indicio alguno en la pared exterior del patio. La única entrada que había, por lo que pudo deducir de lo que quedaba en pie, era aquélla en ruinas ante la que se encontraba. Era extraño. Debía tratarse, entonces, de un patio privado, y el gran pozo adornado por la verja estar reservado para el uso de los sacerdotes. Un momento… ¿Acaso no había vivido allí un rey-sacerdote llamado Illar, de quien había tomado nombre la ciudad? Un rey mago, decía la leyenda, que gobernó templó y palacio con mano de hierro. Aquel pozo tan meticulosamente adornado, cuyos materiales debían de haber sido lo suficientemente regios para atestiguar el peso de los años, bien podía haber sido consagrado al uso exclusivo de aquel monarca muerto desde hacía tanto. Quizá…

Por el pavimento que relucía por el sol se deslizó la sombra de un avión. Smith se agazapó todo lo que pudo mientras el aparato volaba muy bajo por encima del patio. Y entonces, mientras se aplastaba contra una pared desmoronada y esperaba sin moverse a que pasara el peligro fue consciente por primera vez de un sonido que le sorprendió tanto que apenas pudo dar crédito a sus oídos, un sonido insistente, entrecortado y lastimero, el sonido de una mujer que sollozaba.

La incongruencia del hecho le hizo olvidar durante un momento el peligro que planeaba sobre su cabeza en medio del aire bajo el sol. En ese momento, la penumbra que reinaba entre las ruinas del templo se convirtió en un lugar animado y vital, palpitante por el sonido de aquellos sollozos. Miró a su alrededor, todavía sin creérselo, y se preguntó si el hambre y la sed no le estarían jugando una broma pesada, o si aquellas salas derruidas no estarían encantadas por una pena antigua de un millón de años, que sollozara por los pasillos para enloquecer a quienes la oyeran. Había relatos de encantamientos similares en algunas de las ruinas marcianas más antiguas. Al sentir que los cabellos de su nuca se erizaban ligeramente, llevó su mano derecha a la empuñadura de su pistola energética y comenzó una precavida búsqueda para encontrar la procedencia de aquel sonido apagado.

No tardó en distinguir un luminoso destello blanco en la penumbra de aquellas paredes en ruinas y avanzó hacia él con paso silencioso, mientras entornaba los ojos en un esfuerzo para ver qué tipo de criatura podía llorar de aquella manera en la soledad de aquellas ruinas olvidadas por el tiempo. Era una mujer. O, al menos, su imprecisa silueta era la de una mujer, acurrucada en un rincón de paredes caídas y velada por una fabulosa cascada de largos cabellos negros. Pero en ella había algo singularmente extraño. Su pálida mirada no conseguía enfocar su silueta. Era poco más que una luminosa mancha de blancura en la penumbra, espejeando con un toque de irrealidad, sólo contradicho por el sonido de sus sollozos.

Antes de que pudiera decidir qué debía hacer, algo debió advertir a la llorosa joven de que no estaba sola, pues el sonido de sus lágrimas cesó súbitamente mientras ella alzaba la cabeza y volvía hacia él un rostro que no era más discernible que el resto de su cuerpo. Smith no hizo esfuerzo alguno para distinguir los confusos rasgos, porque en aquella máscara luminosa ardían dos ojos que se apoderaron de los suyos con un impacto casi perceptible y los aprisionaron con una mirada de la que no hubieran podido apartarse aunque su dueño lo hubiese deseado.

Eran los ojos más sorprendentes que jamás hubiera visto, del color de la piedra lunar, traslúcidos como la leche, lo que les hacía parecer los de alguien ciego. Su poder magnético le inmovilizó. En el instante en que le retuvo bajo aquella mirada fija de piedra lunar sintió algo extraño, como si un lazo tangible hubiera nacido entre ellos.

Después habló y él se preguntó si su mente, después de todo, no habría comenzado a divagar en medio de la encantada soledad de la muerta Illar; pues aunque las palabras que la joven pronunciaba llegaran a sus oídos como una jerga de sonidos sin sentido, en su cerebro comenzaba a formarse un mensaje con una claridad que trascendía la vacilante comunicación de las palabras. Y sus lechosos ojos penetraron los suyos con feroz intensidad.

—Estoy perdida… estoy perdida… —gemía en su cerebro aquella voz.

Un torrente de súbitas lágrimas rebosó los ojos irresistibles, velando su brillo. Y al opacarse sus superficies de piedra lunar fue libre de nuevo. La voz de la joven seguía gimiendo, pero sus palabras carecían de sentido y no se hacía en su mente ninguna comprensión que le permitiera entenderlas. Retrocedió un paso, envarado, y volvió a mirarla mientras sentía que una incredulidad invencible crecía en su interior. Pues seguía sin poder ver nítidamente su resplandeciente blancura, mi observar con precisión nada que no fuese aquellos ojos claros de piedra lunar.

La joven se puso de pie y se acercó de puntillas a él, tomándole de los hombros con manos urgentes. De nuevo la cegadora intensidad de sus ojos capturó los suyos, con una fuerza tan tangible como la que hacían sus manos; una vez más aquella corriente de comprensión llegó hasta su cerebro, poderosa e implorante.

—¡Por favor, por favor, llévame a casa! ¡Tengo tanto miedo…! ¡No puedo encontrar el camino…! ¡Oh, por favor!

Parpadeó al mirarla, mientras su aturdida mente iba comprendiendo paulatinamente los puntos más notables de lo que estaba sucediendo. Era innegable que sus ciegos ojos lechosos desprendían un poder magnético que transportaba sus pensamientos y que hacía innecesario un lenguaje común para entenderse. Y, también, que eran los ojos de una mente poderosa, los fanales por donde una corriente de tremenda energía manaba hasta su cerebro. Pero las palabras que llevaba hasta él eran las de una joven aterrorizada y desamparada. A medida que consideraba la incongruencia entre discurso y poder, fue creciendo en Smith un fuerte sentimiento de desconfianza que le asaltaba con mayor fuerza a cada latido: la mente de una mujer enérgica y de una voluntad muy fuerte, y los sollozos de una joven asustada… Todo aquello rezumaba insinceridad.

—¡Por favor, por favor! —exclamaba, impaciente—. ¡Ayúdame! ¡Guíame de vuelta!

—¿De vuelta, adónde? —oyó que preguntaba su propia voz.

—¡Al Árbol! —gimió en su cerebro aquel extraño lenguaje, mientras sus oídos se saturaban de su jerga y la mirada de piedra lunar le penetraba—. ¡Al Árbol de la Vida! ¡Oh, llévame de vuelta hasta la sombra del Árbol!

Una visión de la elaborada verja del pozo brincó en su memoria. Era el único símbolo arbóreo que se le ocurría. Pero ¿qué posible relación podía existir entre el pozo y la joven perdida… si es que se había perdido? Otro sollozo más en aquella lengua desconocida, otro sobresalto angustiado de sus hombros, y una súbita resolución se abrió paso en su mente indecisa. No podía haber peligro en llevarla de vuelta hasta el pozo, a cuya verja debía referirse, sin duda. Una fuerte curiosidad había ido creciendo en su mente. En aquel extraño incidente debía haber algo más de lo que parecía a simple vista. Por su cerebro había relampagueado la disparatada suposición de que quizá ella procediera de algún mundo subterráneo que se abría bajo aquel pozo. Eso explicaría su luminosa palidez, aunque no su apariencia borrosa, y también que sus ojos no parecían funcionar en la luz. Había otra explicación para su presencia que era mucho más inverosímil, pero aún tardaría algún tiempo en conocerla.

—Ven —dijo, apartando gentilmente las manos que seguían crispadas en sus hombros—. Te llevaré hasta el pozo.

Ella sollozó, pero en aquella ocasión de consuelo, y apartó sus imperiosos ojos de los suyos, mientras murmuraba algo en su extraña jerga que debía equivaler a un “gracias”. Él la tomó de la mano y se volvió hacia el ruinoso arco de la puerta.

Nuevamente, sus dedos tocaron carne fría y firme. Ella era tangible al tacto, pero aunque estuviese a su lado, sus ojos se negaban a enfocar la nebulosa opacidad de su cuerpo, la oscura mancha de su flotante cabellera. Nada, excepto aquellos dos ojos ardientes y ciegos, poseía la fuerza suficiente para penetrar el velo que los separaba.

Ella caminó a su lado, por el áspero pavimento del templo, sin añadir nada más, tambaleándose y jadeando por la prisa en regresar hasta su incomprensible Árbol. Pero por más que intentara comprender aquella urgencia, Smith no estaba totalmente seguro de que fuese verdadera. Cuando llegaron a la puerta obligó a la joven a detenerse durante un momento, mientras escrutaba el cielo en busca de peligro. Los aparatos de la Patrulla debían de haber dado por terminada su búsqueda en aquel barrio de la ciudad, porque pudo ver dos o tres a media milla más delante, planeando bajo sobre la parte norte de Illar. No había mucho peligro en salir, podía arriesgarse. Condujo a la joven con precaución hasta el patio caldeado por el sol.

Ella no podía ver que se acercaban al pozo, pero cuando estuvieron a unos veinte pasos de él levantó súbitamente su borrosa cabeza y tiró de su mano. Fue ella quien le guió en la última parte del camino que los separaba del pozo. Bajo el sol, el calado de sombras del motivo simbólico de la verja se marcaba nítidamente en el suelo. La joven dio un pequeño suspiro de alegría. Soltó su mano y dio tres rápidos pasos hacia delante, hundiéndose en el mismísimo centro del motivo de sombras que cubría el suelo. Y lo que entonces sucedió es demasiado increíble de contar.

Aquel motivo la cubrió como un vestido, ciñéndose, curva tras curva, sobre su cuerpo, como suelen hacer las sombras. Pero mientras se quedaba quieta, fajada y guarnecida de los encajes de la sombras, hubo una extraña alteración en las líneas del negro calado, un movimiento sutil e inexplicable hacia un lado. Y, con aquel movimiento, ella se desvaneció. Fue como si, precisamente, aquel desplazamiento la hubiera llevado desde un mundo a otro. Smith se quedó mirando estúpidamente el lugar donde había desaparecido.

Después sucedieron varias cosas al mismo tiempo. El zumbido de un avión rompió súbitamente la calma, sombra negra lanzándose contra los tejados, y Smith, demasiado tarde, comprendió que no tenía ninguna defensa después del contacto visual con los aparatos de reconocimiento. Sólo había una salida, demasiado fantástica para confiar en ella, pero no tenía tiempo ni de ponerla en duda. De un salto, se lanzó en medio de la sombra del Árbol de la Vida.

Su calado le envolvió y moldeó su cuerpo con su trazado. Fuera de sus límites, todo lo demás dio un pequeño desplazamiento hacia un lado y desapareció de la manera más extraordinaria, como si se tratase de una ilusión óptica, para dejar paso a otra escena. Allí no hubo ningún momento en blanco, fue como si a través de los barrotes de una verja Smith mirara un decorado que, sin avisar, se fuese hacia un lado, mientras entre los barrotes aparecía otro diferente, un paisaje singular, impreciso y gris, como si recibiera la luz de los comienzos del crepúsculo. El aire tenía una extraña apariencia de densidad a través de la cual vio unos árboles inmóviles y la hierba salpicada de flores del lugar, todo ello en una mezcolanza insólita e irreal, como si fuera el paisaje de un tapiz donde todos sus contornos estuviesen difuminados.

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